Tempo e Presença, núm. 181, abril de 1983, pp. 14-15.
Versión de L. Cervantes-Ortiz
A partir de este número, Rubem Alves tendrá una página en nuestra revista para hacer lo que quiera: garabatear, jugar o hacer reflexiones preciosas como ésta, pensada mientras preparaba un guisado. Nuestra única preocupación es que comience a pensar en lugares más reservados, como Lutero, y de ahí pase a tener revelaciones, tesis… Es el riesgo que corremos.
Hice un guiso de bacalao el viernes santo. Creo que todo aquel que puede pagar el precio del pescado lo hace. Si no lo hace, por lo menos tiene nostalgia… Fue una buena ocasión para meditar, en la cocina, en medio de las papas, las cebollas, los tomates, los pimientos, las hojas de col y el pescado con su olor, que llenaba todo. Los pensamientos que surgen en la cocina son distintos de los que viven en el escritorio. Me pregunté las razones por las que la tradición cristiana es donde se come pez y no carne. Me descubrí medio avergonzado. Un teólogo de mi edad debía haber estudiado mejor sus lecciones. Pero luego encontré una disculpa. Crecí siendo protestante, y los protestantes nunca hicieron separación entre peces y bifes. Eso siempre fue cosa de católicos, supersticiosos, que temen que esas cosas les hagan daño. Estamos por encima de eso. La nuestra es una religión de la cabeza y no del estómago. Y en la cabeza, donde vive la religión, no entran ni peces ni bifes, sólo ideas. Hacer de la religión cosa de bifes y peces es lo mismo que decir que la fe depende de una buena digestión. Fue en medio de estas divagaciones que me acordé de un protestante, hereje. Él me repetía algo que había leído: “El hombre es aquello que come”. Queda claro que él no era tan idiota que pudiera pensar que nos volvemos repollos o nabos, para valernos de tales legumbres. Esto era una broma que él le hacía a sus colegas, profesores y teólogos, que afirmaban lo contrario, que el hombre es lo que piensa. “Pero es justamente esto lo que no hace la diferencia”, decía tal hombre, que se llamaba Feuerbach (para los amigos íntimos, Luis…). Sólo hacen la diferencia las cosas que son comidas.
Enjugué mis lágrimas, no de conmoción por mis pensamientos culinario-teológicos, sino por la cebolla. Este gesto me regresó al principio: el bacalao, comido en viernes santo. Pero claro, claro, ¿cómo es que yo no había pensado en eso antes? Lo que está en juego no es el pez, sino las confesiones de amor y de nostalgia que contiene. Imagino sus rostros de espanto ante una firmación tan absurda. ¿Cómo es que algo tan oloroso puede contener sentimientos tiernos? Me apresuro a corregir. No es nada que tenga que ver con el olor, ni con el gesto. Son las letras las que importan. Quien come bacalo en Semana Santa se come una serie de letras. Para ser preciso: cinco letras. No es el pez que está en juego en las letras que él porta. Es que la palabra pez, en griego, lengua que todos hablaban, pone una atrás de otra, las iniciales de una afirmación secreta y prohibida: Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador. Reflexión de palabras, símbolos buenos para comer. Feuerbach tenía razón: el hombre es lo que come. Y el guiso de bacalao de repente se volvió acto litúrgico, sacramento.
Esto parece algo misterioso, tal vez mágico: que las palabras se vuelvan comida y viceversa.… Pero es cierto. La magia tiene que ver con este misterio: que haya palabras que vivan en el cuerpo, no en la cabeza. Sé que es difícil de entender, porque desde hace miuchos siglos arreglamos nuestras casas, perseguimos a los magos, transferimos las palabras de los anaqueles que compartían con las comidas y bebidas, en las despensas, y las transferimos a la soledad de los escritorios y a los ejercicios de aula. Todo mundo lo sabe: los símbolos no son para comer. Son para pensarse. Por eso, al recibir un símbolo como regalo, nos desdoblamos como quien desdobla un ovillo de lino, y nos ponemos a tejer largas toallas verbales, que reciben nombres diversos. No es extraño que los fieles, al tomar los sacramentos, inmovilizan sus cuerpos y cierran los ojos. Si preguntamos, nadie dice que es para sentir mejor el sabor del pan y del vino. No es el cuerpo, son los cerebros los que están funcionando. Dicen que están meditando. Es que creemos que Dios vive en el lugar de las ideas, el cerebro, y no en el lugar de la vida, el cuerpo. Pero no crean que esto es un asunto de los protestantes solamente. Los católicos también aprendieron las lecciones sobre la necesidad de las ideas claras y distintas, y ahora cuidan que ningún acto sacramental se celebre sin que sea precedido por los tejidos cerebrales adecuados. Se alejan los símbolos buenos para el cuerpo, y las palabras deben comerse… Y los guisos de bacalao pierden su misterio, y vuelven a ser simples guisos.
Estamos muy lejos del mundo donde las palabras eran ofrecidas para comer. Dejamos el mundo de los magos, en donde las palabras eran copas de poder, y entramos al mundo de las palabras marchitas y débiles. Tanto que Goethe llegó a alterar el primer versículo del evangelio de Juan. Allí, donde dice “En el principio era la Palabra”, creyó que debía decir “En el principio era el Acto”. A fin de cuentas, ¿quién cree que la Palabra tenga poder para comenzar cualquier cosa? Las cosas se inician cuando el brazo se pone en movimiento. Así se plantan los árboles, se construyen las casas, se pelean las batallas y se llevan a cabo las revoluciones. El descrédito de la palabra llegó a tal punto que éste parece ser el credo común de fundamentalistas y liberales, de conservadores y progresistas, gente de derecha y de izquierda. Llegamos incluso al grado de reducir las palabras a la condición de entes fantasmagóricos, mezcla de sombras con reflejos, habitantes parias de un sótano superestructural, junto con con todas las demás cosas espirituales y vacías que se desprenden de las cosas. Allí se encuentran todos los olores de aquí abajo, desde las ventosidades intestinales hasta los delicados perfumes que sólo inventan los especialistas. Como olores, pueden ser sentidos. Pero, como todos los aromas, sólo poseen un efecto moral, que rápidamente es liquidado cuando entran los analistas al campo, con sus máscaras y sus palabras sin olor.
En la tradición de los magos, al parecer, sólo quedaron los poetas, quienes temerosamente siguen escribiendo palabras buenas para comer. Claro, porque un poema nom es algo que pueda ser entendido con la cabeza. Más bien es algo para ser recibido con el cuerpo. Palabra-cosa, que no puede ser entendida… Entender un poema: ¿qué absurdo es ése? Los poemas no son para entenderse sino para repetirse, como canciones, o frutos que se disfrutan, cariños que se intercambian. Una palabra entendida se agota, para siempre, en el acto de su propia comprensión. Pero un poema es para repetirse, para siempre… Y el cuerpo responde, con placer, con escalofríos, con lágrimas. Junto a los poetas está un visionario como Gandhi, que creía en el poder mágico de los gestos. ¿No fue esto lo que hizo, una política de los gestos? Él sabía que los gestos eran palabras mágicas capaces de revivir a los muertos… Tal vez más próximo al mundo de los magos uq enosotros, él comprendió que, si es verdad que en principio está el acto, es más cierto aún que en el principio del acto está la magia de la palabra.
Me ofrecieron este espacio pidiéndome que, en el primer artículo, hablase sobre lo que quiero hacer. Ya lo hice. Muchos guisos de bacalao en cuaresma. Exploraciones en el mágico mundo de la palabra. Después de todo, todos somos frustrados profesionales de la palabra y, muy en el fondo, alimentamos la esperanza de reencontrar el secreto de la palabra que, una vez pronunciada, tenga el poder para crear mundos, embarazar vírgenes y resucitar muertos. En nuestros sueños cómo nos gustaría ser magos…
A partir de este número, Rubem Alves tendrá una página en nuestra revista para hacer lo que quiera: garabatear, jugar o hacer reflexiones preciosas como ésta, pensada mientras preparaba un guisado. Nuestra única preocupación es que comience a pensar en lugares más reservados, como Lutero, y de ahí pase a tener revelaciones, tesis… Es el riesgo que corremos.
Hice un guiso de bacalao el viernes santo. Creo que todo aquel que puede pagar el precio del pescado lo hace. Si no lo hace, por lo menos tiene nostalgia… Fue una buena ocasión para meditar, en la cocina, en medio de las papas, las cebollas, los tomates, los pimientos, las hojas de col y el pescado con su olor, que llenaba todo. Los pensamientos que surgen en la cocina son distintos de los que viven en el escritorio. Me pregunté las razones por las que la tradición cristiana es donde se come pez y no carne. Me descubrí medio avergonzado. Un teólogo de mi edad debía haber estudiado mejor sus lecciones. Pero luego encontré una disculpa. Crecí siendo protestante, y los protestantes nunca hicieron separación entre peces y bifes. Eso siempre fue cosa de católicos, supersticiosos, que temen que esas cosas les hagan daño. Estamos por encima de eso. La nuestra es una religión de la cabeza y no del estómago. Y en la cabeza, donde vive la religión, no entran ni peces ni bifes, sólo ideas. Hacer de la religión cosa de bifes y peces es lo mismo que decir que la fe depende de una buena digestión. Fue en medio de estas divagaciones que me acordé de un protestante, hereje. Él me repetía algo que había leído: “El hombre es aquello que come”. Queda claro que él no era tan idiota que pudiera pensar que nos volvemos repollos o nabos, para valernos de tales legumbres. Esto era una broma que él le hacía a sus colegas, profesores y teólogos, que afirmaban lo contrario, que el hombre es lo que piensa. “Pero es justamente esto lo que no hace la diferencia”, decía tal hombre, que se llamaba Feuerbach (para los amigos íntimos, Luis…). Sólo hacen la diferencia las cosas que son comidas.
Enjugué mis lágrimas, no de conmoción por mis pensamientos culinario-teológicos, sino por la cebolla. Este gesto me regresó al principio: el bacalao, comido en viernes santo. Pero claro, claro, ¿cómo es que yo no había pensado en eso antes? Lo que está en juego no es el pez, sino las confesiones de amor y de nostalgia que contiene. Imagino sus rostros de espanto ante una firmación tan absurda. ¿Cómo es que algo tan oloroso puede contener sentimientos tiernos? Me apresuro a corregir. No es nada que tenga que ver con el olor, ni con el gesto. Son las letras las que importan. Quien come bacalo en Semana Santa se come una serie de letras. Para ser preciso: cinco letras. No es el pez que está en juego en las letras que él porta. Es que la palabra pez, en griego, lengua que todos hablaban, pone una atrás de otra, las iniciales de una afirmación secreta y prohibida: Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador. Reflexión de palabras, símbolos buenos para comer. Feuerbach tenía razón: el hombre es lo que come. Y el guiso de bacalao de repente se volvió acto litúrgico, sacramento.
Esto parece algo misterioso, tal vez mágico: que las palabras se vuelvan comida y viceversa.… Pero es cierto. La magia tiene que ver con este misterio: que haya palabras que vivan en el cuerpo, no en la cabeza. Sé que es difícil de entender, porque desde hace miuchos siglos arreglamos nuestras casas, perseguimos a los magos, transferimos las palabras de los anaqueles que compartían con las comidas y bebidas, en las despensas, y las transferimos a la soledad de los escritorios y a los ejercicios de aula. Todo mundo lo sabe: los símbolos no son para comer. Son para pensarse. Por eso, al recibir un símbolo como regalo, nos desdoblamos como quien desdobla un ovillo de lino, y nos ponemos a tejer largas toallas verbales, que reciben nombres diversos. No es extraño que los fieles, al tomar los sacramentos, inmovilizan sus cuerpos y cierran los ojos. Si preguntamos, nadie dice que es para sentir mejor el sabor del pan y del vino. No es el cuerpo, son los cerebros los que están funcionando. Dicen que están meditando. Es que creemos que Dios vive en el lugar de las ideas, el cerebro, y no en el lugar de la vida, el cuerpo. Pero no crean que esto es un asunto de los protestantes solamente. Los católicos también aprendieron las lecciones sobre la necesidad de las ideas claras y distintas, y ahora cuidan que ningún acto sacramental se celebre sin que sea precedido por los tejidos cerebrales adecuados. Se alejan los símbolos buenos para el cuerpo, y las palabras deben comerse… Y los guisos de bacalao pierden su misterio, y vuelven a ser simples guisos.
Estamos muy lejos del mundo donde las palabras eran ofrecidas para comer. Dejamos el mundo de los magos, en donde las palabras eran copas de poder, y entramos al mundo de las palabras marchitas y débiles. Tanto que Goethe llegó a alterar el primer versículo del evangelio de Juan. Allí, donde dice “En el principio era la Palabra”, creyó que debía decir “En el principio era el Acto”. A fin de cuentas, ¿quién cree que la Palabra tenga poder para comenzar cualquier cosa? Las cosas se inician cuando el brazo se pone en movimiento. Así se plantan los árboles, se construyen las casas, se pelean las batallas y se llevan a cabo las revoluciones. El descrédito de la palabra llegó a tal punto que éste parece ser el credo común de fundamentalistas y liberales, de conservadores y progresistas, gente de derecha y de izquierda. Llegamos incluso al grado de reducir las palabras a la condición de entes fantasmagóricos, mezcla de sombras con reflejos, habitantes parias de un sótano superestructural, junto con con todas las demás cosas espirituales y vacías que se desprenden de las cosas. Allí se encuentran todos los olores de aquí abajo, desde las ventosidades intestinales hasta los delicados perfumes que sólo inventan los especialistas. Como olores, pueden ser sentidos. Pero, como todos los aromas, sólo poseen un efecto moral, que rápidamente es liquidado cuando entran los analistas al campo, con sus máscaras y sus palabras sin olor.
En la tradición de los magos, al parecer, sólo quedaron los poetas, quienes temerosamente siguen escribiendo palabras buenas para comer. Claro, porque un poema nom es algo que pueda ser entendido con la cabeza. Más bien es algo para ser recibido con el cuerpo. Palabra-cosa, que no puede ser entendida… Entender un poema: ¿qué absurdo es ése? Los poemas no son para entenderse sino para repetirse, como canciones, o frutos que se disfrutan, cariños que se intercambian. Una palabra entendida se agota, para siempre, en el acto de su propia comprensión. Pero un poema es para repetirse, para siempre… Y el cuerpo responde, con placer, con escalofríos, con lágrimas. Junto a los poetas está un visionario como Gandhi, que creía en el poder mágico de los gestos. ¿No fue esto lo que hizo, una política de los gestos? Él sabía que los gestos eran palabras mágicas capaces de revivir a los muertos… Tal vez más próximo al mundo de los magos uq enosotros, él comprendió que, si es verdad que en principio está el acto, es más cierto aún que en el principio del acto está la magia de la palabra.
Me ofrecieron este espacio pidiéndome que, en el primer artículo, hablase sobre lo que quiero hacer. Ya lo hice. Muchos guisos de bacalao en cuaresma. Exploraciones en el mágico mundo de la palabra. Después de todo, todos somos frustrados profesionales de la palabra y, muy en el fondo, alimentamos la esperanza de reencontrar el secreto de la palabra que, una vez pronunciada, tenga el poder para crear mundos, embarazar vírgenes y resucitar muertos. En nuestros sueños cómo nos gustaría ser magos…
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