Tempo e Presença, núm. 290, noviembre-diciembre de 1996, pp. 36-37.
Versión de L. Cervantes-Ortiz
Hoy voy a escribir sobre el arte de orar. Me dirán que no es un tema para ser tratado por un terapeuta. Los rezos y las oraciones son cosas de curas, pastores y gurúes religiosos, para ser enseñadas en iglesias, monasterios y templos. Pero sucede que yo sé que lo que las personas desean, al entrar a una terapia, es reaprender el olvidado arte de rezar. Claro que ellas no están conscientes de eso. Hablan sobre otras cosas, diez mil cosas. No saben que el alma desea sólo una cosa, cuyo nombre olvidamos. Como dijo T.S. Eliot, tenemos “conocimiento de las palabras pero ignorancia de la Palabra. Todo nuestro conocimiento nos lleva más lejos de nuestra ignorancia pero nos acerca a la muerte”. La terapia es la búsqueda de ese nombre olvidado. Y cuando reaparece y es pronunciado con toda la pasión del cuerpo y del alma, a ese acto se le da el nombre de poesía. También se le puede llamar oración.
Detrás de nuestros parloteos (hablamos y escuchamos poco) está escondido el deseo de orar. Muchas palabras son pronunciadas porque aún no encontramos la única palabra que importa. Me gustaría demostrar eso —y la demostración comienza con un paseo. Para comenzar, ¡abra bien los ojos! ¡Vea cómo es luminoso y bello este mundo! Tan bonito que Nietzsche le dedicó un poema: “Miré hacia el mundo —y era como si una maza redonda se ofreciese a mi mano, madura, dorada maza de piel de terciopelo fresco… Como si las manos delicadas me ofreciesen un santuario abierto para deleite de los ojos tímidos y adorantes: así se me ofreció este mundo hoy…”
Todo está bien. Todo en orden. Nada impide el deleite de esa dádiva. Nadie se conduele. No hay ninguna privación económica terrible. Está el gusto de las personas con quienes se vive, sin lo cual la vida tendría un sabor amargo.
Pero eso no es todo. Más allá de las necesidades vitales básicas, el alma necesita de la belleza. Y a la belleza el mundo la sirve de lleno. Está por todas partes, en la luna, en el camino, en las constelaciones, en las estaciones, en el mar, en el aire, en los ríos, en las cascadas, en la lluvia, en el olor de la hierba, en la luz que refulge en el agua de las lagunas, en los jardines, en los rostros, en las voces, en los gestos.
Más allá de la belleza están los placeres que viven en los ojos, en los oídos, en la nariz, en la boca, en la piel. Como en el último día de la creación hemos de estar de acuerdo con el Creador: mirando hacia lo creado, vio que todo era muy bueno.
Entre tanto, si que haya alguna explicación, teniendo todas las cosas, el alma sigue vacía. Álvaro de Campos colocó ese sentimiento en un poema: “Dame lirios, lirios y rosas también. Crisantemos, dalias, violetas y girasoles encima de todas las flores. Pero por más rosas y lirios que me des, nunca creeré que la vida es bastante. Me falta siempre algo. Mi dolor es inútil como una jaula en la tierra donde no hay aves. Y mi dolor es silencioso y triste como la parte de la playa donde el mar nunca llega”.
Como si una nube cenicienta de tristeza y tedio cubriese todas las cosas. La vida pesa. Se camina con dificultad. El cuerpo se arrastra. Las personas buscan la terapia alegando la falta de un lirio aquí, de una rosa allá, de un crisantemo acullá. Buscan, en esas cosas, la única que importa: la alegría. Sucede que las fuentes de la alegría no se encuentran en el mundo de afuera. Es inútil que me sean dadas todas las flores del mundo: las fuentes de la alegría se encuentran en el mundo interior.
El mundo de adentro: las personas religiosas lo llaman alma. ¿Y qué es el alma? Son los paisajes que existen dentro de nuestro cuerpo. El cuerpo es una frontera entre los paisajes exteriores e interiores. Porque son diferentes. “El hombre tiene dos ojos”, dijo el místico medieval Ángelus Silesius. “Con uno ve las cosas que pasan, en el tiempo. Con el otro ve lo que es eterno y divino”. En algún lugar escondido de los paisajes del alma se encuentran las fuentes de la alegría —perdidas. Cuando se pierden las fuentes de la alegría, los paisajes del alma se apagan, el cuerpo se vacía como una casa y se va la alegría. Y los paisajes de afuera parecen feos (a pesar de ser bellos).
El mundo exterior es un mercado donde los pájaros enjaulados se compran y venden. Las personas piensan que, si compran el pájaro correcto, obtendrán la alegría. Pero los pájaros encerrados, por más bellos que sean, no pueden dar alegría. En el alma no hay jaulas.
La alegría es un pájaro que sólo viene cuando quiere. Es libre. Lo más que podemos hacer es abrir todas las jaulas y cantar una canción de amor, con la esperanza de que ella nos escuche. Oración es el nombre que se le da a esta canción para invocar la alegría.
Muchas oraciones son producto de la insensatez de las personas. Piensan que el universo estaría mejor si Dios escuchase sus consejos. Piden que Dios les dé pájaros enjaulados, muchos pájaros. En esto los protestantes y los católicos son iguales. Hacen escándalo. Y no se toman la molestia de escuchar. No saben que la oración es sólo un gemido. “El suspiro de la criatura oprimida”: ¿habrá una definición más bonita? Son palabras de Marx. Suspiro: gemido sin palabras que espera escuchar la música divina, la música que, si se escucha, nos trae alegría.
Me gusta leer oraciones. Las oraciones y los poemas son la misma cosa: palabras que se pronuncian a partir del silencio, pidiendo que el silencio nos hable. Hay que creerle a Ricardo Reis cuando dice que en el silencio que existe entre dos palabras se escucha la voz de “un Ser ajeno a nosotros”, que nos habla. ¿El nombre del Ser? No importa. Todos los nombres son metáforas para el Gran Misterio innombrable que nos envuelve. Me gusta leer oraciones porque ellas dicen las palabras que hubiera querido decir pero no pude. Las oraciones ponen música en mi silencio.
Hoy voy a escribir sobre el arte de orar. Me dirán que no es un tema para ser tratado por un terapeuta. Los rezos y las oraciones son cosas de curas, pastores y gurúes religiosos, para ser enseñadas en iglesias, monasterios y templos. Pero sucede que yo sé que lo que las personas desean, al entrar a una terapia, es reaprender el olvidado arte de rezar. Claro que ellas no están conscientes de eso. Hablan sobre otras cosas, diez mil cosas. No saben que el alma desea sólo una cosa, cuyo nombre olvidamos. Como dijo T.S. Eliot, tenemos “conocimiento de las palabras pero ignorancia de la Palabra. Todo nuestro conocimiento nos lleva más lejos de nuestra ignorancia pero nos acerca a la muerte”. La terapia es la búsqueda de ese nombre olvidado. Y cuando reaparece y es pronunciado con toda la pasión del cuerpo y del alma, a ese acto se le da el nombre de poesía. También se le puede llamar oración.
Detrás de nuestros parloteos (hablamos y escuchamos poco) está escondido el deseo de orar. Muchas palabras son pronunciadas porque aún no encontramos la única palabra que importa. Me gustaría demostrar eso —y la demostración comienza con un paseo. Para comenzar, ¡abra bien los ojos! ¡Vea cómo es luminoso y bello este mundo! Tan bonito que Nietzsche le dedicó un poema: “Miré hacia el mundo —y era como si una maza redonda se ofreciese a mi mano, madura, dorada maza de piel de terciopelo fresco… Como si las manos delicadas me ofreciesen un santuario abierto para deleite de los ojos tímidos y adorantes: así se me ofreció este mundo hoy…”
Todo está bien. Todo en orden. Nada impide el deleite de esa dádiva. Nadie se conduele. No hay ninguna privación económica terrible. Está el gusto de las personas con quienes se vive, sin lo cual la vida tendría un sabor amargo.
Pero eso no es todo. Más allá de las necesidades vitales básicas, el alma necesita de la belleza. Y a la belleza el mundo la sirve de lleno. Está por todas partes, en la luna, en el camino, en las constelaciones, en las estaciones, en el mar, en el aire, en los ríos, en las cascadas, en la lluvia, en el olor de la hierba, en la luz que refulge en el agua de las lagunas, en los jardines, en los rostros, en las voces, en los gestos.
Más allá de la belleza están los placeres que viven en los ojos, en los oídos, en la nariz, en la boca, en la piel. Como en el último día de la creación hemos de estar de acuerdo con el Creador: mirando hacia lo creado, vio que todo era muy bueno.
Entre tanto, si que haya alguna explicación, teniendo todas las cosas, el alma sigue vacía. Álvaro de Campos colocó ese sentimiento en un poema: “Dame lirios, lirios y rosas también. Crisantemos, dalias, violetas y girasoles encima de todas las flores. Pero por más rosas y lirios que me des, nunca creeré que la vida es bastante. Me falta siempre algo. Mi dolor es inútil como una jaula en la tierra donde no hay aves. Y mi dolor es silencioso y triste como la parte de la playa donde el mar nunca llega”.
Como si una nube cenicienta de tristeza y tedio cubriese todas las cosas. La vida pesa. Se camina con dificultad. El cuerpo se arrastra. Las personas buscan la terapia alegando la falta de un lirio aquí, de una rosa allá, de un crisantemo acullá. Buscan, en esas cosas, la única que importa: la alegría. Sucede que las fuentes de la alegría no se encuentran en el mundo de afuera. Es inútil que me sean dadas todas las flores del mundo: las fuentes de la alegría se encuentran en el mundo interior.
El mundo de adentro: las personas religiosas lo llaman alma. ¿Y qué es el alma? Son los paisajes que existen dentro de nuestro cuerpo. El cuerpo es una frontera entre los paisajes exteriores e interiores. Porque son diferentes. “El hombre tiene dos ojos”, dijo el místico medieval Ángelus Silesius. “Con uno ve las cosas que pasan, en el tiempo. Con el otro ve lo que es eterno y divino”. En algún lugar escondido de los paisajes del alma se encuentran las fuentes de la alegría —perdidas. Cuando se pierden las fuentes de la alegría, los paisajes del alma se apagan, el cuerpo se vacía como una casa y se va la alegría. Y los paisajes de afuera parecen feos (a pesar de ser bellos).
El mundo exterior es un mercado donde los pájaros enjaulados se compran y venden. Las personas piensan que, si compran el pájaro correcto, obtendrán la alegría. Pero los pájaros encerrados, por más bellos que sean, no pueden dar alegría. En el alma no hay jaulas.
La alegría es un pájaro que sólo viene cuando quiere. Es libre. Lo más que podemos hacer es abrir todas las jaulas y cantar una canción de amor, con la esperanza de que ella nos escuche. Oración es el nombre que se le da a esta canción para invocar la alegría.
Muchas oraciones son producto de la insensatez de las personas. Piensan que el universo estaría mejor si Dios escuchase sus consejos. Piden que Dios les dé pájaros enjaulados, muchos pájaros. En esto los protestantes y los católicos son iguales. Hacen escándalo. Y no se toman la molestia de escuchar. No saben que la oración es sólo un gemido. “El suspiro de la criatura oprimida”: ¿habrá una definición más bonita? Son palabras de Marx. Suspiro: gemido sin palabras que espera escuchar la música divina, la música que, si se escucha, nos trae alegría.
Me gusta leer oraciones. Las oraciones y los poemas son la misma cosa: palabras que se pronuncian a partir del silencio, pidiendo que el silencio nos hable. Hay que creerle a Ricardo Reis cuando dice que en el silencio que existe entre dos palabras se escucha la voz de “un Ser ajeno a nosotros”, que nos habla. ¿El nombre del Ser? No importa. Todos los nombres son metáforas para el Gran Misterio innombrable que nos envuelve. Me gusta leer oraciones porque ellas dicen las palabras que hubiera querido decir pero no pude. Las oraciones ponen música en mi silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario