Tempo e presença, núm. 282, julio-agosto de 1995, pp. 30-31
Versión de L. Cervantes-Ortiz
Perdida en medio de los viajeros que llenaban el aeropuerto, ella era una figura un tanto fuera de lugar. La ropa larga, los pasos pesados, una bolsa de plástico pegada a una de sus manos —señales de que ya no se sentía ligada a su condición de mujer: no le importaba ser bonita. Pensé, incluso, que se trataba de una monja. Su comportamiento era curioso: se dirigía a las personas, hablaba por algunos momentos, y como no le hacían caso, buscaba con quién hablar. Cuando vi que tenía una Biblia en la mano, comprendí todo: ella se sentía poseedora de conocimientos sobre Dios que los demás no tenían y trataba de salvar sus almas.
Mi camino me obligó a pasar cerca de ella y, cuando vi su rostro de cerca, me llevé un susto: la reconocí de otras épocas, cuando era una muchacha joven y bonita que reía y jugaba, y hacia que volteáramos con ojos ávidos.
No resistí y la llamé por su nombre. Ella se espantó también, y me miró con ojos interrogativos, sin reconocerme. Con razón. Los muchos años dejan sus marcas en el rostro. “¡Soy Rubem!”, le dije. Su rostro se iluminó por el recuerdo, sonrió, y pensé que podríamos sentarnos a platicar sobre nuestras vidas. Pero su preocupación por mi alma no permitía tales pérdidas de tiempo con pláticas inútiles. Así que trató de verificar si mi pasaporte hacia la eternidad estaba en regla. “¡Continúas firme en la fe!”, afirmó interrogativamente. “De ninguna manera" —respondí—. ¿Entonces ya no lees la Biblia? Porque allí dice que Dios es espíritu, viento impetuoso que sopla en todo lugar, el mismo viento que él sopló dentro de los hombres para que respirásemos, fuésemos ligeros y pudiésemos volar. Quien está en el viento no puede estar firme. Firmes son las piedras, las torgugas, las anclas. ¿Has visto algún papalote firme? El papalote firme está en el suelo, sin volar. Pues estoy como los urubus, allá en las alturas, flotando al sabor del Viento Sagrado imprevisible, sin firmeza alguna, rodando en largos círculos”.
Se quedó perdida, creo que nunca había oído una respuesta tan extraña. Cambió de táctica y trató de golpear a mi alma por otro lado. Se puso a hablar de Dios, me informó que él es maravilloso, etcétera, etcétera, como si estuviese en el púlpito en un culto dominical.
Me refugié. “Creo que quien no está firme en Dios eres tú”, le dije.
Mira, pasé toda la noche respirando, estoy respirando desde que desperté, y juro que hasta ahora es la primera vez que pienso en el aire. No pensé ni hablé sobre él porque somos buenos amigos. Él entra y sale de mi cuerpo cuando quiere, sin pedir permiso. Pero la historia sería otra si tuviera asma, con los bronquios alterados, y el aire sin forma de entrar, o, como en aquel anuncio antiguo de jarabe Bromil, el hombre afligido, sofocado por una mordaza, gritando por el aire que le faltaba. Por si las dudas hasta andaría con un garrafón de oxígeno, para cualquier emergencia.
Pues Dios es como el aire. Cuando la gente está en buenas relaciones con él no es preciso hablar. Pero cuando está atacada de asma, entonces es preciso gritarle. Tal y como el asmático invoca al aire. Quien habla con Dios todo el tiempo es un asmático espiritual. Por eso anda siempre con Dios encerrado en la Biblia y en otros libros y cosas de función parecida. Sólo que el viento no puede ser encerrado en un garrafón…
Con esto, ella se dio cuenta que mi alma estaba perdida y, como consuelo, hizo una señal de adiós y dijo que oraría mucho por mí. Al decir eso, protesté, y le imploré que no lo hiciera. Le dije que tenía miedo que Dios se ofendiera. Porque hay rezos y oraciones que son ofensas. Y es que es obvio: si voy allá, a tocar las puertas de Dios, pidiendo que tenga compasión de alguien, le estoy imputando dos imperfecciones que, si fuese conmigo, me enojarían mucho.
Primero, estoy diciendo que no creo en el amor de él. Debe ser muy estrecho, sin iniciativa, perezoso, a la espera de mi petición. Si yo no le hablo, Dios no se mueve. ¿No es algo como para ofender a Dios? Segundo, estoy sugiriendo que Él debe ser olvidadizo, necesitando de un secretario que le recuerde sus obligaciones. Es como si, diariamente, le presentara su agenda de trabajo. Pero en los Salmos y en los Evangelios dice que Dios sabe todo antes que la gente diga cualquier cosa. Ahora, si la gente se coloca en el reclinatorio es porque no cree en eso. No creo en la oración en donde la gente habla y Dios escucha. Creo incluso en la oración donde la gente se queda quieta para escuchar la voz que se hace oír en medio del silencio.
Mira. Tuve un hijo que estudiaba lejos. Lo quería y él también a mí. De vez en cuando la gente se hablaba por teléfono. El dinero mensual lo mandaba siempre, con telefonema o sin él. Ahora imagínate: de repente comienzo a recibir llamadas tres veces al día y mensajes por fax, cartas y telegramas alabando mi amor y agradeciendo mi generosidad… ¿Crees que eso me haría feliz? De ninguna manera. Pensaría que mi pobre hijo está enfermo y lleno de miedo de que yo lo abandone. Pues así sucede con Dios: quien anda todo el día detrás de él, con oraciones, es porque desconfía de él. Pero lo peor es el gusto estético que se le atribuye a Dios. Una persona que gusta de pasar el día entero escuchando a otros repetir las mismas cosas, las mismas palabras, los msimos rezos, por la eternidad, no ha de estar muy bien de la cabeza. Para mí eso es el infierno. Quien reza de más piensa que a Dios no le funciona bien la cabeza. Creo que él estaría más feliz si, en vez de mi palabrería, le ofreciese una sonata de Mozart o un poema de Adélia Prado…
Pero en ese momento el altoparlante anunció mi vuelo, y tuve que despedirme. Me imagino que ella se quedó muy afligida, temerosa de que Dios derribase mi avión con un rayo. Mal sabía ella que Dios ni siquiera había escuchado nuestra conversación pues, cansado de los disparates de los adultos, él huye siempre que ve a dos de ellos platicando y se esconde, disfrazado de niño.
Perdida en medio de los viajeros que llenaban el aeropuerto, ella era una figura un tanto fuera de lugar. La ropa larga, los pasos pesados, una bolsa de plástico pegada a una de sus manos —señales de que ya no se sentía ligada a su condición de mujer: no le importaba ser bonita. Pensé, incluso, que se trataba de una monja. Su comportamiento era curioso: se dirigía a las personas, hablaba por algunos momentos, y como no le hacían caso, buscaba con quién hablar. Cuando vi que tenía una Biblia en la mano, comprendí todo: ella se sentía poseedora de conocimientos sobre Dios que los demás no tenían y trataba de salvar sus almas.
Mi camino me obligó a pasar cerca de ella y, cuando vi su rostro de cerca, me llevé un susto: la reconocí de otras épocas, cuando era una muchacha joven y bonita que reía y jugaba, y hacia que volteáramos con ojos ávidos.
No resistí y la llamé por su nombre. Ella se espantó también, y me miró con ojos interrogativos, sin reconocerme. Con razón. Los muchos años dejan sus marcas en el rostro. “¡Soy Rubem!”, le dije. Su rostro se iluminó por el recuerdo, sonrió, y pensé que podríamos sentarnos a platicar sobre nuestras vidas. Pero su preocupación por mi alma no permitía tales pérdidas de tiempo con pláticas inútiles. Así que trató de verificar si mi pasaporte hacia la eternidad estaba en regla. “¡Continúas firme en la fe!”, afirmó interrogativamente. “De ninguna manera" —respondí—. ¿Entonces ya no lees la Biblia? Porque allí dice que Dios es espíritu, viento impetuoso que sopla en todo lugar, el mismo viento que él sopló dentro de los hombres para que respirásemos, fuésemos ligeros y pudiésemos volar. Quien está en el viento no puede estar firme. Firmes son las piedras, las torgugas, las anclas. ¿Has visto algún papalote firme? El papalote firme está en el suelo, sin volar. Pues estoy como los urubus, allá en las alturas, flotando al sabor del Viento Sagrado imprevisible, sin firmeza alguna, rodando en largos círculos”.
Se quedó perdida, creo que nunca había oído una respuesta tan extraña. Cambió de táctica y trató de golpear a mi alma por otro lado. Se puso a hablar de Dios, me informó que él es maravilloso, etcétera, etcétera, como si estuviese en el púlpito en un culto dominical.
Me refugié. “Creo que quien no está firme en Dios eres tú”, le dije.
Mira, pasé toda la noche respirando, estoy respirando desde que desperté, y juro que hasta ahora es la primera vez que pienso en el aire. No pensé ni hablé sobre él porque somos buenos amigos. Él entra y sale de mi cuerpo cuando quiere, sin pedir permiso. Pero la historia sería otra si tuviera asma, con los bronquios alterados, y el aire sin forma de entrar, o, como en aquel anuncio antiguo de jarabe Bromil, el hombre afligido, sofocado por una mordaza, gritando por el aire que le faltaba. Por si las dudas hasta andaría con un garrafón de oxígeno, para cualquier emergencia.
Pues Dios es como el aire. Cuando la gente está en buenas relaciones con él no es preciso hablar. Pero cuando está atacada de asma, entonces es preciso gritarle. Tal y como el asmático invoca al aire. Quien habla con Dios todo el tiempo es un asmático espiritual. Por eso anda siempre con Dios encerrado en la Biblia y en otros libros y cosas de función parecida. Sólo que el viento no puede ser encerrado en un garrafón…
Con esto, ella se dio cuenta que mi alma estaba perdida y, como consuelo, hizo una señal de adiós y dijo que oraría mucho por mí. Al decir eso, protesté, y le imploré que no lo hiciera. Le dije que tenía miedo que Dios se ofendiera. Porque hay rezos y oraciones que son ofensas. Y es que es obvio: si voy allá, a tocar las puertas de Dios, pidiendo que tenga compasión de alguien, le estoy imputando dos imperfecciones que, si fuese conmigo, me enojarían mucho.
Primero, estoy diciendo que no creo en el amor de él. Debe ser muy estrecho, sin iniciativa, perezoso, a la espera de mi petición. Si yo no le hablo, Dios no se mueve. ¿No es algo como para ofender a Dios? Segundo, estoy sugiriendo que Él debe ser olvidadizo, necesitando de un secretario que le recuerde sus obligaciones. Es como si, diariamente, le presentara su agenda de trabajo. Pero en los Salmos y en los Evangelios dice que Dios sabe todo antes que la gente diga cualquier cosa. Ahora, si la gente se coloca en el reclinatorio es porque no cree en eso. No creo en la oración en donde la gente habla y Dios escucha. Creo incluso en la oración donde la gente se queda quieta para escuchar la voz que se hace oír en medio del silencio.
Mira. Tuve un hijo que estudiaba lejos. Lo quería y él también a mí. De vez en cuando la gente se hablaba por teléfono. El dinero mensual lo mandaba siempre, con telefonema o sin él. Ahora imagínate: de repente comienzo a recibir llamadas tres veces al día y mensajes por fax, cartas y telegramas alabando mi amor y agradeciendo mi generosidad… ¿Crees que eso me haría feliz? De ninguna manera. Pensaría que mi pobre hijo está enfermo y lleno de miedo de que yo lo abandone. Pues así sucede con Dios: quien anda todo el día detrás de él, con oraciones, es porque desconfía de él. Pero lo peor es el gusto estético que se le atribuye a Dios. Una persona que gusta de pasar el día entero escuchando a otros repetir las mismas cosas, las mismas palabras, los msimos rezos, por la eternidad, no ha de estar muy bien de la cabeza. Para mí eso es el infierno. Quien reza de más piensa que a Dios no le funciona bien la cabeza. Creo que él estaría más feliz si, en vez de mi palabrería, le ofreciese una sonata de Mozart o un poema de Adélia Prado…
Pero en ese momento el altoparlante anunció mi vuelo, y tuve que despedirme. Me imagino que ella se quedó muy afligida, temerosa de que Dios derribase mi avión con un rayo. Mal sabía ella que Dios ni siquiera había escuchado nuestra conversación pues, cansado de los disparates de los adultos, él huye siempre que ve a dos de ellos platicando y se esconde, disfrazado de niño.
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