PRÓLOGO A DA ESPERANçA, VERSIÓN PORTUGUESA DE A THEOLOGY OF HUMAN HOPE)
Da esperança. Campinas, Papirus, 1987, pp. 9-44.
Versión de L. Cervantes-Ortiz
Da esperança. Campinas, Papirus, 1987, pp. 9-44.
Versión de L. Cervantes-Ortiz
Pido disculpas por haber escrito un libro tan plano. No quería, porque yo no soy así. Si escribí de este modo fue porque me obligaron, en nombre del rigor académico. Ellos pensaron que la verdad es una cosa fina y hasta inventaron una manera graciosa de escribir, todo siempre impersonal, como si el escritor no existiese, y así el texto parece que fue escrito por todos o por ninguno. Fue por causa de este frío que se evitó la aparición de la belleza y de la gracia en los textos de ciencia. El saber ha de ser una cosa seria, sin sabor.
Eso me hace recordar un mural de Orozco, pintor mexicano que pasó unos años enseñando a pintar en un college estadunidense, y fue ciertamente en virtud de aquello que él veía que pasaba con sus alumnos que pintó La graduación:
el profesor, alto, magro, cadavérico, verde,
entrega a su discípulo,
su imagen,
también alto, magro, cadavérico, verde,
la prueba final del saber,
el diploma,
un feto muerto, dentro de un tubo de ensayo.
Las cosas más bonitas que se escribieron en filosofía no serían aceptadas en los círculos académicos ni siquiera como tesis de maestría. Así hablaba Zaratustra, por ejemplo. Es un libro que transgrede los cánones académicos de varias formas:
es bello,
poético,
metafórico,
reticente,
una colección de fragmentos,
y está escrito con sangre...
Pero si alguien se propusiera hacer de este poema el objeto de sus disecciones analíticas, entonces sí, la disección se volverá disertación, cosa aceptada en los círculos del saber. Lo que tiene vida queda fuera; se vuelven piezas anatómicas, fijas en formol. Como dice el refrán zen: "El dedo apunta hacia la luna, pero ay de aquel que confunda el dedo con la luna. Aquí es lo contrario: más vale el dedo que la luna... Como observó Nietzsche, la condición para aprobar el examen de doctorado es desarrollar el gusto por las cosas planas.
Por eso escribí feo, sin sonrisa ni poesía, pues no me quedaba alternativa: era un estudiante brasileño, subdesarrollado, en una institución extranjera, y sólo me restaba someterme, si quería aprobar...
Hoy lo haría todo diferente. Comenzaría por informar a mis lectores que la teología es una broma, parecida al juego encantado de las cuentas de vidrio que describió Hermann Hesse, algo que se hace por puro placer, sabiendo que Dios está muy alejado de nuestras tramas verbales. La teología no es una red que se teje para atrapar a Dios en sus mallas, porque Dios no es un pez, sino el Viento que no se puede detener...
La teología es una red que tejemos para nosotros mismos,
para dejar en ella nuestro cuerpo.
Ella no vale por la verdad que pueda decir sobre Dios (sería necesario que fuésemos dioses para verificar tal verdad); ella vale por el bien que le hace a nuestra carne.
¡Ah!, piensan que soy hereje... Nada de esto. Estoy repitiendo apenas algo muy viejo, olvidado, de la tradición protestante, que dice que "conocer a Cristo es conocer sus beneficios": de Dios, lo único que podemos saber es el bien que le hace a nuestro cuerpo. Con lo que estaría de acuerdo el sabio Riobaldo: "¿Cómo no va a haber un Dios? Si Él existe, todo da esperanza, el mundo se resuelve. Pero si no hay Dios, hay sólo gente perdida en el vaivén, y la vida es burra. Es el abierto peligro de las grandes y las pequeñas horas... Habiendo un Dios, es menos grave descuidarse un poquito, pues, al fin, hay certidumbre. Pero, si no hay un Dios, entonces, la gente no tiene licencia para ninguna cosa.
Aquí se resume la teología, el resto son bagatelas. Hay palabras que viven en la cabeza y son buenas para ser pensadas. Con ellas se hace la ciencia. Pero hay palabras que viven en el cuerpo, y son buenas para ser comidas. Llegan a la carne sin pasar por la reflexión. Es magia. O poesía, que es la misma cosa. Dicho de forma clara, como lo vi por primera vez en Emily Dickinson:
Si leo un libro y él enfría
mi cuerpo
tanto que ningún fuego sería capaz
de calentarlo,
sé que aquello es poesía.
Si siento,
físicamente,
como si la tapa de mi cabeza hubiese sido arrancada,
sé que aquello es poesía.
Por eso es que, para mí, la poesía y la magia son la misma cosa:
la imagen es la cosa-bruja que me posee
y se encarna en mí.
La teología es un ejercicio de hechicería,
variaciones sobre el tema de la Encarnación...
Dios se hizo Carne,
Dios es la Carne en que re reveló,
Dios acontece cuando el poema toma en cuenta al Cuerpo.
Esto es lo único que podemos decir de Dios.
No que sepamos cosa alguna respecto a Él.
Más bien sabemos que aquello que está aconteciendo con nuestro cuerpo es algo divino, que debería existir siempre, eternamente, y que nuestro cuerpo merece resucitar, en eterno retorno, para que el Poema sea eternamente repetido, con gozo, como orgasmo, un ciclo que siempre vulve al principio, canon, contrapunto, variaciones sobre un mismo tema.
Damos el nombre de Dios a este éxtasis del cuerpo (o del alma, no sé dónde se separan) poseído por la belleza. Aparte de estos, no hay misterios sobre los que podamos hablar. Cito, como autoridad, a otro teólogo, Alberto Caeiro: "Pensar en Dios es desobedecer a Dios..."
La única cosa que tenemos es el temor en el Carne cuando se da en ella la magia y queda poseída por el poema. Y entonces sucede que las Ausencias se hacen Presencias (fugitivas...) Aquello que Nietzsche sugirió: "¿Será que no percibes que lo que aman en ti es el brillo de la eternidad en tu mirada?" El Cuerpo se convierte en altar -o como dirían los teólogos, locus revelationis-, el lugar donde se hace visible que somos habitantes de otro mundo. No, no me entiendan mal cuando hablo de "otro mundo". Nada que ver con el cielo o el infierno... Otra vez la poesía:
Todos los días atravesamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos se topan con la misma pared roja, hecha de ladrillos y de tiempo urbano. De repente, en un día cualquiera, la calle da hacia otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora quedamos espantados porque ellos sean así: tanto y tan abrumadoramente reales. Su propia realidad compacta nos hace dudar: ¿son así las cosas o son de otro modo? No, esto que estamos viendo por primera vez, ya lo habíamos visto antes. En algún lugar, en el cual nunca estuvimos, ya estaban el muro, la calle, el jardín. Y a la sorpresa le sigue la nostalgia. Parece que nos acordamos y quisiéramos volver allá, a ese lugar donde las cosas son siempre así, bañadas por una luz antiquísima y al mismo tiempo acabada de nacer. Nosotros también somos de allá. Un soplo nos golpea la frente. Adivinamos que somos de otro mundo. (Octavio Paz)
Si uso la palabra Dios es como metáfora poética,
nada que yo conozca,
el significante que nada significa,
a no ser el espacio vacío donde aparecen mis
nostalgias
y donde se coloca el habla poética.
De Dios sólo tenemos el Verbo,
el Poema,
aquello que se dice cuando duele la nostalgia...
Este no es el modo que yo había inventado.
Aprendí, leyendo las Sagradas Escrituras, donde se prohibe pronunciar el Nombre Sagrado, que siempre que aparecía en el texto era sustituido por otro -¡tabú!- y, si la simple pronunciación del Nombre Sagrado era blasfemia, qué decir de los intentos de escribir anatomías y fisiologías del Misterio Divino, esto a lo que se da el nombre de teología.
Dios es el símbolo que marca una prohibición para hablar.
Donde él se pronuncia se establece un gran silencio.
Y sobre él surgen las metáforas, que son un modo de decir lo que no puede ser dicho.
No podemos hablar sobre Dios, puesto que sólo podemos hablar sobre las cosas humanas. Teología son los poemas que tejemos como redes sobre la nostalgia de algo cuyo nombre olvidamos.
¿Cuál de ellos es verdadero?
Los poemas no pueden ser verdaderos.
Pero deben ser bellos.
Y es por esto que ellos tienen el poder mágico de poseer el cuerpo. La verdad es lo que es; lo que está presente. Pero el Cuerpo se inclina para lo que no es -¡Deseo!- lo que aún no ha nacido, lo que ya murió, contornos del "pedazo arrancado de mí". Y me viene la idea insólita de que Dios es el nombre que damos a esta Ausencia que habita en el Cuerpo... Lo que me lleva a una absurda conclusión: para hacer teología no es necesario creer que Dios exista. Cecilia Meireles sólo pudo escribir su "Elegía" después de la muerte de su abuela. El poema describe el mundo mágico que quedó en el espacio vacío dejado por un cuerpo que se fue: "Tu cuerpo era un espejo transparente del universo".
La teología no es cosa de quien cree en Dios
sino de quien tiene nostalgias de Dios.
Creer: sé que Dios existe en algún lugar. ¡Ah!, si no existiese, todo estaría perdido...
Sentir nostalgia: sea que no exista allá afuera, en medio de las nubes o en el fondo del mar, yo lo mantengo como "pedazo arrancado de mí..."
¡Oh! Pedazo arrancado de mí...
¡Oh! Mitad arrancada de mí...
La nostalgia es el reverso del parto.
La nostalgia es arreglar el cuarto
del hijo que ya murió...
Chico
Teología,
celebración de un Vacío que nada puede llenar.
Por eso es que decimos que Dios es Infinito.
No porque lo hubiésemos medido,
sino porque sentimos lo Infinito del deseo
que ninguna cosa puede satisfacer.
De ahí que estemos condenados a ser eternos endechadores...
Pero la teología es algo bello, un Sueño...
Soñamos con Dios
y el sueño interpretado deja ver los escenarios que existen en los vacíos de nuestra nostalgia (ocultos por la bruma del olvido). Y entonces nos volvemos poetas...
Sucede que el mundo está lleno de locos.
Muchos piensan que lo que dicen sobre Dios tiene consecuencias cósmicas (más cerca de la verdad estarían si se contentasen con las cómicas)... Lo que me hace recordar la historia de un gallo que se levantaba muy temprano, todas las mañanas, oscuro aún, y anunciaba solemnemente a sus compañeros, en el gallinero: "Voy a cantar para hacer nacer el sol", y se colocaba en lo alto del tejado, mirando hacia el horizonte, ordenando, categórico: "¡Qui-qui-ri-quí!" Al poco rato la esfera roja mostraba un primer pedazo y el gallo comentaba, desafiante: "¿No les dije?" Y los demás animales se quedaban boquiabiertos y respetuosos ante el poder tan extraordinario conferido al gallo: cantar para hacer nacer el sol. Y no había sombra alguna de duda, porque siempre había sido así, con el padre del gallo, con su abuelo. Pero una vez, el gallo se quedó dormido, y cuando despertó el sol ya estaba allá, brillando en medio del cielo...
Hay teólogos que se parecen a ese gallo. Piensan que si no cantaran derecho, el sol no nacería: como si Dios fuese afectado por sus palabras. Y hasta establecen inquisiciones para perseguir gallos de canto diferente y condenan a otros a callarse, bajo pena de excomunión. Claro que hacen esto porque se toman muy en serio y porque piensan que Dios cambia de idea o de ser al sabor de las cosas que pensamos o decimos. o que es, para mí, la manifestación máxima de locura, delirio maníaco llevado al extremo de atribuir omnipotencia a las palabras que decimos.
Los teólogos son, frecuentemente, gallos que discuten cuál es la partitura correcta: ¿qué canto cantar para que salga el sol? En este sentido, los conservadores fundamentalistas no se distinguen en nada de los teólogos científicos que se valen de métodos críticos de investigación. Todos están de acuerdo en que existe una partitura original, revelada, autorizada, y que la tarea de la teología es la de tocar sin desafinar. Las luchas teológicas son discusiones sobre si la tonalidad es mayor o menor, o si la señal es bemol o sostenido. Unos quieren que sea tocada con orquesta de cámara y otros afirman que lo mejor es tocar con banda. Cualquiera que sea la posición, todos afirman que existe un único modo de tocar. Usando palabras de Lutero, unum simplicem solidum et constantem sensum, el sentido único, puro, sólido y constante. Las desafinaciones, variaciones o modificaciones traen consigo el peligro de alguna grave consecuencia.
Yo pienso, al contrario, que nada de esto es así. El sol nace siempre, con gallo o sin gallo. Así, el gallo puede dormir tranquilo, sin la angustia de tener que despertar a una hora exacta. Si duerme de más, el sol saldrá del mismo modo. Lo que, sin duda, disminuye su sentido de importancia, pero tiene la compensación del sueño tranquilo, algo que no debe despreciarse. Más que esto: el gallo puede inventar otros cantos, sabiendo que el sol no va a perderse y va a nacer como siempre, en el mismo lugar. Traducido en jerga teológica, esto significa "gracia": la bondad de Dios continúa la misma, siempre, independiente de nuestras afinaciones o desafinaciones. Él no nace mejor cuando estamos afinados, ni nace peor cuando desafinamos... Tenemos, por tanto, la libertad de hacer lo que queramos... Yo no soportaría pensar que mi pensamiento es tan poderoso que, en caso de equivocarme, Dios vaya a quedar tuerto. La partitura tiene el nombre de teología, pero quienes bailan somos nosotros.
Otra parábola: algunas personas discuten sobre una casa, que todos ven. Para un grupo, ella está habitada por un noble, de hábitos aristocráticos y conservadores... Otros afirman lo contrario: allí vive un trabajador, miembro de un sindicato, es un revolucionario... Algunos dicen que está vacía. Yo me acerco, apuntan hacia la casa, piden mi opinión y concluyo que alguna cosa debe estar mal en mis ojos, pues no veo ninguna casa, sólo nuestros propios reflejos a través de la vidriera.
Tuve en mi acuario un pez de colores simples. Pero era un pez guerrero, que no soportaba la presencia de un competidor. Si esto pasaba, se transformaba, y su cuerpo era poseído por colores escondidos que nadie sospechaba que tuviera. Pero como nadie deseaba el combate mortal, la magia se podía realizar con el auxilio de un simple espejo. Pobre pez: era incapaz de reconocer su propia imagen en el reflejo.
Las batallas teologales me hacen recordar a mi pez de batalla. Por no saber que todo no pasa de ser un espléndido juego de espejos -algo propio para nuestro placer de jugar- los teólogos cambian sus colores y son poseídos por una afección ya identificada: odium theologicum. Así se inician las batallas en nombre de Dios. Sería más honesto si reconocieran que "Dios" es el nombre que le dan a su propia imagen...
Hago mis poemas sobre un Vacío, mi Vacío.
No conozco ningún otro.
En obediencia a un mandamiento sacramental:
que el pan fuese comido y el vino fuese bebido
en el dolor de la Ausencia.
La magia no está ni en el pan
ni en el vino
sino en las Palabras que expresan la tristeza de la Falta.
El sacramento celebra la Ausencia de Dios,
enuncia los límites de los espacios de espera que se expanden dentro de mí, eróticamente.
Es la ausencia lo que me excita.
O, en las palabras de esta teóloga impar,
Adélia Prado:
Entre las piernas engendramos y sobre eso
se hablará hasta el fin sin que muchos lo entiendan:
erótica es el alma.
¿Será esto el alma? ¿La Ausencia que mora en mí y hace a mi cuerpo temer? No me canso de repetir esta belleza que dice Valery: "¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de las cosas que no existen?" Extraño esto, que lo que no existe pueda ayudar... Dios nos ayuda, aunque no existiera: este es el secreto de su omnipotencia. La teología es un encantamiento poético, un esfuerzo enorme para engendrar dioses... ¿Qué dioses? Los míos, es claro. Son los únicos que me es permitido conocer. Recuerdo a Feuerbach. Él comprendió que estimados destinados a nuestro cuerpo, especialmente los ojos. Vemos. Pero en todo lo que vemos encontramos los contornos de nuestra propia Nostalgia, el rostro del alma. Como Narciso, que se enamoró de su propia imagen, reflejada en la superficie de la fuente. También nosotros: el universo sobre el que hablamos es la imagen de nuestro escenarios interiores. Con lo que concuerda el psicoanálisis, y antes, el Evangelio: la boca habla de lo que está lleno el corazón. Nuestros dioses son nuestros deseos proyectados hasta los confines del universo. "Si las plantas tuvieran ojos, la capacidad de sentir y el poder de pensar, cada una de ellas diría que su flor es la más bella".
Los dioses de las flores son flores.
Los dioses de los lagartos son lagartos.
Los dioses de los corderos son corderos.
Los dioses de los tigres son tigres...
Todo es sueño.
O, como dice Guimarães Rosa:
"Todo es real
porque todo es inventado".
También lo real es una invención.
Y lo mágico es esto: que el cuerpo, desprendiéndose de sus ligas que lo prenden a aquello que es, pueda ser poseído por aquello que no es. Aquella cosa pesada, que se arrastraba desarregladamente por la tierra, repentinamente se hace leve, transparente, utópica, al viento. Y así, las cosas que son, es como si no fueran; y las cosas que no son, es como si fueran (I Cor 1.28-29).
La teología es un juego que hago.
Es posible plantar jardines,
pintar cuadros,
escribir poemas,
jugar ajedrez,
cocinar,
hacer teología...
Claro que un juego no excluye a otro.
Algunos dirán que esto no es cosa seria.
Yo los conozco muy bien y ya había advertido al lector contra ellos.
Quien se toma en serio es, en el fondo, un inquisidor.
Está sólo a la espera de que surja la ocasión.
Las grandes atrocidades que se cometieron contra las personas fueron todas llevadas a cabo con espíritu grave, con un sentido de misión, de salvación del mundo. El diablo está siempre vestido de traje y corbata y, si le creemos a Nietzsche, él no sabe contar chistes y tampoco baila: es el espíritu de la gravedad. Con Dios sucede lo contrario, porque la oración comienza con la sonrisa.
Juego de cuentas de vidrio. ¿No son lindas, las cuentas? El vidrio siempre me fascinó. ¿Cómo es posible esto, que haya algo tan duro y transparente? En especial, los pisapapeles. Tengo varios. La forma lisa, redonda, me hace recordar un seno juvenil. Y las hojas que veo, allá adentro, y que cambian sus reflejos de acuerdo con la posición de la luz, me hacen recordar lunas y soles. Galaxias, universos.
Todo dentro de un seno. ¿No sería bueno que fuese así?
Ellas no dicen nada, por eso podemos decir todo.
Todo es inventado. Todo es real. El cuerpo teme.
Sueño. Teólogo: juego con vidrios coloridos sagrados, y dejo que la luz pase por ellos, y aparezca con múltiples colores, mostrando su belleza escondida. También yo soy un vidrio, transparente, pisapapel. Por fuera está la superficie de mi por cuerpo y, por dentro, universos que deseo iluminar. Para eso, la luz es necesaria... Porque hay oscuridad. Profundidades en el fondo del mar.
Nuestro mirar es submarino.
Nuestros ojos miran hacia arriba
y ven la luz que se fractura a través de las aguas inquietas. (Eliot)
Con lo que concuerda Cecilia Meireles:
Pero, en este espejo, en el fondo
de esta fría luz marina,
como dos peces oscuros,
nadan mis ojos en mi búsqueda...
Todo es nebuloso,
neblina misteriosa,
como si todo lo viésemos en la superficie oscurecida de
un espejo mal pulido. (San Pablo, I Cor 13.12)
O la sombra de una mata encantada: "Los bosques son bellos, sombríos, hondos..." (Frost)
...su mundo interior, caos salvaje,
bosque antiquísimo y adormecido, sobre cuyo silencioso
despertar verde-luz, su corazón se erguía. (Rilke)
El juego es este. No el de la luz total, que daña siempre a los ojos. Algo que me enseñó un poeta, Heladio, que leía mis textos con espanto y decía: "Demasiada luz, estoy ofuscado, es preciso traer un poco de neblina..." Supe lo que era eso. Después aprendí: Mallarmé, Debussy, Boulez. Y me acordé del maestro que había leído tanto, pero sin entenderlo, justamente porque quería entenderlo: Kierkegaard. Es preciso no decir. Sólo la oscuridad somnolienta... ¿Y no es justamente ahí que se cazan sacis y los faunos aparecen, lúbricos, para las ninfas ardientes? El encanto de la hora de la modorra, cuando el cuerpo no está ni dormido ni despierto. Ahí aparecen las visiones...
[...]
Las cuentas de vidrio: en ellas se mezclan lisuras eróticas y honduras de sueños, senos y galaxias, nostalgias de paraísos. Y la gente va inventando lo real, construyendo el mosaico, experimentando con los colores, reduciendo distancias con la luz, llenando los espacios vacíos con las criaturas de la fantasía, y nuestro reverso va a apareciendo, terrible y maravilloso.
La teología que hago es el reverso de mi carne. Dios es mi reverso...
No, no es que Dios sea mi reverso Él es un misterio grande, prohibido. Y la metáfora, el punto que duele, con color y luz, en el juego de los vidrios. Digo mi reverso con el auxilio de otro nombre, que no es mío. Yo no soy yo. Soy más. Diferente. Más bonito. Más feo (porque en el reverso también vive el diablo...).
¿Por qué hago este juego? Por las mismas razones con que se juegan todos los juegos. Por puro placer. Vean qué absurdo: para venir a escribir estas cosas, en este teclado de máquina de escribir, silencié otro teclado, que tocaba en el aparato de sonido, una sonata de Mozart. Casi un sacrilegio. ¿Pero qué puedo hacer? No sé jugar con los sonidos como Mozart lo hacía, pero sé jugar con palabras, imágenes, cuentas de vidrio. Recibí un elogio tan grande, hace unos días, que hasta voy a vencer la modestia que se debe tener, por educación, y mencionarlo. Fue Benito Juárez, regente, comentando una cosita que escribí, quien dijo: "Tengo la impresión de que usted hace con palabras lo que Mozart hacía con las notas. Pura broma. Se le da un tema y la sonata aparece". Claro que estaba feliz y quisiera que fuera así. Hacer música. La teología es una música que hago con palabras, un móbile de cuentas de vidrio, una tapicería de luz. Lo hago por razones estéticas. Y por eso ni siquiera necesito creer. Para amar las Variaciones Goldberg no es necesario creer en nada. Basta tener oídos en el alma (por favor, no olvidemos que "lo erótico es el alma". Hay excelentes oídos que sólo perciben ruidos, barullos, gritos y colisiones). Para amar a Chagall tampoco es necesario creer en nada, basta tener ojos en el alma. Si los ojos están cegados por las cataratas, la lectura de Bachelard, sobre el mundo de Chagall, hará la debida magia. No es preciso creer en nada para gozar una copa de vino: basta tener ojos para ver el rojo que atraviesa la luz, olfato para dejar que los parreiras maduros entren en los lugares más primitivos de la memoria corporal, y gusto para sentir la forma como agrada el líquido al cuerpo.
No es preciso creer en nada. Basta sentir.
La teología es una fresa que se toma y se come, colocados sobre el abismo, sin ninguna promesa de que nos hará flotar... Puede parecer algo irresponsable, en un mundo lleno de graves problemas. Pero me pregunto si la gravedad de los problemas no es causada por la gravedad de las personas que juzgan que el destino del mundo depende de su acción. Justificación por las obras. Si ellas no se tomasen tan en serio tal vez no construyeran tantas armas y no serían tan implacables en sus afirmaciones (en el cobro de sus juramentos) ni tan autoritarias en la imposición de sus pensamientos.
La teología es un ejercicio de belleza y de humildad.
Jugamos,
como la propia Santísima Trinidad que,
en los juegos intelectuales del venerable San Agustín,
sólo hacía una cosa,
en los negocios intra-trinitarios:
jugar.
Autoerotismo.
Es preciso expulsar el espíritu de la gravedad que aparece en las corbatas y en los rostros de los señores constituyentes, en las ropas coloridas de los señores cardenales, en la elocuencia estudiada de los señores pastores, en los uniformes heroicos de los generales, en el habla científica de los catedráticos, en las cuentas implacables de los banqueros, en el rigor educativo de los padres y de las madres...
Tomar la vida en serio es comprender que "todo es real porque todo es inventado"... Lo que no se puede decir sin que una sonrisa enorme invada al cuerpo...
Escribí para hablarme. Broma conmigo mismo.
Si a otros les gusta el juego de las cuentas de vidrio, son bienvenidos.
Sólo que no adelanta y no tiene sentido tratar de entenderme.
Ni yo mismo sé si me entiendo.
¿Quién es dueño de sus propios sueños?
En el juego lo importante no es entender la cuenta de vidrio.
Ella no se ofrece para ser objeto de análisis.
En un juego de palabras imposible en español:
la cuestión no es "to understand it",
sino más bien
"to stand under it".
No mis pensamientos, supuestamente escondidos en aquellas cuentas de vidrio,
sino tus pensamientos, que aquella entidad mágica evocó.
Es preciso pensar los pensamientos propios.
Así, es como si fuese un duelo de improvisadores: uno va diciendo sus temas y otro va contraponiendo con los pedazos suyos lo que va apareciendo.
Que nadie me acuse de herejía, pues no tengo la menor pretensión de decir verdades sobre entidades del otro mundo. Este mundo me basta. Para hablar claro, el otro mundo siempre me provoca terror, ha de ser planísimo, si es que existe. Soy un ente de este mundo. Como decía Cecilia Meireles, angustiada, indagando después de mucho caminar a algún lugar dónde llegar: "Será tal vez hasta más triste. Ni barcos, ni gaviotas, apenas sobrehumanas compañías..." Lo que yo quiero es esta tierra. Abro de nuevo la Summa Teológica de Adélia Prado:
Después de la muerte... voy a querer el plato y el hambre, un día sin bañarme, la corbata para el domingo por la mañana... Cuando resucite, lo que quiero es la vida repetido sin peligro de muerte, los riesgos todos, la garantía; de noche estaremos juntos, la camisa en el portal. Descansaremos porque la sirena toca y tenemos que trabajar, comer, casarnos, pasar dificultades, con el temor de Dios, para ganar el cielo".
Mi teología nada tiene que ver con la teología.
Es un vicio.
Hace mucho que debería haber dejado este nombre.
Y decir sólo poesía, ficción.
Que descansen los que tienen certezas.
No entro en su mundo y no deseo entrar.
Los jardines de concreto me dan miedo.
Prefiero la sombra de los bosques
y el fondo de los mares,
lugares donde se sueña...
Allí habitan los misterios
y mi cuerpo queda fascinado.
Era una tarde común, en la ciudad de Nueva York. Fin de un año de sufrimientos. Había dejado esposa e hijos en Brasil para estudiar una maestría. Pero la nostalgia era demasiado grande. Varias veces preparé mis maletas para volver, convencido de que ningún grado académico valía el dolor de la separación. Había colocado en mi cuarto un calendario regresivo, con el número de los días que me faltaban para regresar. Cada mañana, lo primero que hacía era marcar uno más. Ahora estaba feliz. Faltaba sólo un mes. Ya había terminado todos mis compromisos académicos, inclusive la tesis. Su título revelaba lo que traía en mi cabeza. Eran años de efervescencia político-social en Brasil, y la gente sabía, con una convicción escatológica, que era inevitable que sucediera alguna transformación profunda. Y fue con estas ideas que escribí A Theological Interpretation of the Meaning of the Revolution in Brazil. Ahora, con todo terminado, yo podía entregarme a los placeres que aquella ciudad ofrecía: museos, conciertos, librerías y hasta el simple paseo por las calles. Volvía para la casa, contento y soñoliento, en el metro. Me preparaba para un corto recorrido hasta la calle 119, donde debería bajarme. Frente a mí un hombre leía el periódico. Y fue entonces que me quedé congelado instantáneamente, con el miedo circulando por el cuerpo, el vidrio liso astillado por un golpe de piedra. Allí estaba, con letras enormes, en primera plana: "Revolución en Brasil".
Era el 1 de abril de 1964. En un segundo me quedé sin saber si podría regresar. La Patria, este lugar que la nostalgia llena de cosas buenas, se transformó en una tierra invadida: gigantes verdes, dragones amarillos. En su lugar había una noche permanente, prisiones, delaciones, el crimen de pensar, de tener ideas diferentes. Mi pensamiento enloquecía, en la soledad del cuarto, dando vueltas sobre sí mismo, atado e impotente. El miedo y el odio se transformaban en diarrea, los ojos inquietos por la noche, náuseas, claustrofobia. Y no era posible comunicarme con Brasil. Hablar y escribir se volvieron cosas peligrosas. En 1984, un hombre fue apresado porque contaba sus sueños. La ficción se transformaba en realidad. Era preciso cuidarse para que ninguna palabra portara un pensamiento, hábito que se transformaba en estilo, por mucho tiempo. Las cartas y los telefonemas eran confesiones de crímenes... Así pasé el mes más largo de mi vida. El tiempo se vació de cualquier cosa que pudiese ocurrir y se transformó en espera en estado puro, todos los minutos sufridos en su contenido de miedo y rabia.
Yo sabía que la psicología que se vivía en ese momento en Brasil era la de una "caza de brujas". La aprendí en el estudio y en la experiencia de las Inquisiciones, periodos en los que desaparece la inocencia y la simple delación se constituye en veredicto. La política eclesiástica aparecía como profecía de la política secular. Las dos son la misma cosa. La diferencia está en que si en una los dioses aparecen con vestimentas sagradas y perfumes de incienso, en la otra las ropas son de otros colores y los rituales litúrgicos siguen otros ritmos.
Son momentos metafísicos, en que se respira el sentimiento de lo Absoluto, de forma embriagadora, por los inquisidores. Sería posible definir a un inquisidor como alguien que olió lo Absoluto, y quedó fuera de sí. La experiencia es psicodélica: la persona queda poseída por la certeza de estar pisando tierra santa, en el centro mismo del universo, en el lugar donde se decide el futuro de la historia. Allí, en aquel lugar, en aquel momento, se está peleando la batalla por la salvación del futuro. Ella y Dios -no importa el nombre que se le dé- se confunden en una misma cosa.
Ocurre entonces una fantástica transformación en la imagen que las personas tienen de sí mismas. Las más insignificantes, perdidas en el sin sentido de los días que se repiten, se descubren participantes de una cosa enorme. Ellas pueden ser cómplices de aquellos que empuñan la bandera divina en la lucha contra el Mal. De los victoriosos, claro. Porque los perdedores son definidos siempre por los nombres del demonio: brujas, herejes, subversivos, comunistas, pequeño-burgueses. Tanto a derecha como a izquierda poseen sus dioses, sólo que los adoran en altares diferentes y sus textos inspirados son otros. Se efectúa una operación algebraica: aparece un conjunto de aquellos que participan del triunfo del Bien sobre el Mal -una nueva Iglesia. Y, como en las matemáticas, son esenciales los símbolos que afirman esta relación de pertenencia. En la religión son los actos sacramentales, las mismas formas litúrgicas repetidas, los gestos idénticos: así se dan a conocer los "hermanos". Y así también los que no pertenecen se dejan señalar: no participan de los mismos sacramentos, no repiten las mismas letanías y tampoco hacen los mismos gestos. La diferencia es la prueba de la complicidad con el demonio, porque quien no es igual a nosotros sólo puede estar contra nosotros.
El mundo se divide entre Dios y el Diablo, Verdad y Error, Salvación y Perdición, Nosotros y los Enemigos.
Los momentos de "caza de brujas" son siempre religiosos, apocalípticos. Confrontación entre el Bien y el Mal, en el Armagedón. Todo es Absoluto. Y con el Mal absoluto no se puede tener ni complacencia ni escrúpulos éticos. La ética se suspende porque, para ser aplicada, es preciso que haya, por parte de las personas involucradas, el reconocimiento de una cualidad común, que las une a todas. La ética nace de la empatía, esta capacidad que tenemos de sentir aquello que está aconteciendo con el otro. Pero esto sólo es posible si se acepta que somos parecidos, habitantes de un mundo común, hermanados de alguna forma. La "caza de brujas" elimina este hilo de unión. La "bruja" es emisaria de un mundo infernal que no tiene derechos. Por eso la lucha contra ella es semejante a la lucha contra el SIDA: algo contra lo cual todos los métodos son válidos. Contra el Sucio no hay "guerra sucia". Contra los emisarios del Infierno todas las torturas se justifican. Así, cuando los torturadores se defendían, alegando inocencia, ellos tenían absolutamente la razón. En el mundo en que vivían, y que ahora se encuentra relegado a sus espacios mentales, no podía existir la ética, porque el enemigo era una entidad de otro mundo, no-humano.
La ética sólo existe cuando se acepta que todos oscilamos entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Diablo. Todos podemos ser tentados, somos seres dividido, mezclados, confrontados permanentemente con la necesidad de decidir y de experimentar culpa. Pero en el Mundo Absoluto de la "caza de brujas" tal situación no existe más, porque el Bien y el Mal están completamente separados. Todas las decisiones ya fueron tomadas y no existe posibilidad de culpa. Así, es posible torturar por la mañana y jugar con los hijos por la tarde... Volver al mundo anterior a la culpa es, en cierto modo, recuperar el paraíso; la participación en esta comunidad sagrada (que puede ser una iglesia, un partido o una organización de torturadores) es algo que produce mucho placer: la sensación de poder, de verdad, de estar del lado del futuro...
Es ahí que la violencia se transforma en acto sacramental. Por medio de ella se definen lealtades, se delimitan conjuntos. Los que torturan son hermanos. Rehusarse a torturar es afirmarse como alguien que no pertenece al conjunto. Como rechazar el pan y el vino. Me contaron que, en un país de América Latina, encontraron cadáveres perforados por decenas de balas. Es evidente que la función de tantas balas no era práctica: para matar basta con una. Su función era otra: unir a todos los participantes en un mismo acto sacrificial. Cada bala en el cuerpo de la víctima era un hilo que unía a los participantes unos con otros. Las torturas, los masacres, los linchamientos, más que puros actos políticos, son actos eclesiales: por medio de ellos se establecen lazos de conspiración entre los miembros de una comunidad que se define como viviendo en los últimos tiempos, más allá de las mezclas entre el Bien y el Mal.
La delación también es parte de esta liturgia de participación. Delatar es decir al verdugo quién debe ser sacrificado. Y, con esto, aparece una nueva operación matemática: soy diferente a él, me separo del enemigo, lo entrego al sacrificio, y así me afirmo como miembro del cuerpo sacerdotal. La delación hace esto: afirma la pertenencia a un grupo por medio del establecimiento práctico del odio a otro. Delatar, por tanto, no es transgredir la ética; es enunciar una metafísica y confesar una lealtad.
De esto era que yo tenía miedo. Solamente mucho tiempo después comprendí los fundamentos sociales de mis temores. La Iglesia Católica tiene una eclesiología fuerte -en verdad es una eclesiología fuerte. Sus fronteras institucionales y su teología delimitan un espacio y un tiempo inmensos, que rebasan los tiempos y los espacios políticos. Ella aprendió el arte de la sobrevivencia. Y este arte tiene que ver con el mantenimiento de la integridad institucional, siempre que surge algún peligro. Así, en medio de la "caza de brujas", se constituyó en una "ciudad de refugio", en un "santuario" donde los perseguidos encontraban abrigo. Pertenecer a la Iglesia era más fuerte que pertenecer al Estado. Pero con las iglesias protestantes la situación era distinta. Eran comunidades pequeñas, marginales, sin reconocimiento, deseosas de "pertenecer" a algo mayor: nada mejor que una situación de "caza de brujas" para afirmar, ante al Estado, su lealtad, garantizando así su derecho de participar del poder. ¿Y qué mejor prueba de lealtad puede existir que entregar a sus propios hijos para el sacrificio?
Regresé a Brasil. Comencé a aprender a convivir con el miedo. Antes eran sólo fantasías. Ahora, se presentaba en aquel hombre que examinaba mi pasaporte y lo confrontaba con una lista de nombres. Allí estaba yo, flotando sobre el abismo, fingiendo tranquilidad (cualquier emoción me podía denunciar), hasta que me lo devolvió. Camino a casa, en el coche de un amigo, comenzaron las confirmaciones: "Mira Rubem, el Supremo Concilio recibió un documento de acusaciones contra seis pastores, y tú eres uno de ellos. Y circula también el rumor de que fuiste denunciado a la ID-IV, de Juiz de Fora..."
Era el inicio de una gran soledad. Primero, tenía que volver a la parroquia de la cual era pastor, en Minas Gerais. Recuerdo aquella noche, en el autobús, camino de Lavras, un viaje interrumpido por los militares que buscaban a Fernando Dias, y ellos, pausadamente, iban uno por uno de los pasajeros, en la oscuridad. Yo no podía ver sus caras, las linternas iluminaban la lista de los que buscaban, iluminando los documentos de cada uno y, finalmente, el foco sobre el rostro. Yo había visto cosas así en el cine: la posibilidad de ser arrastrado a la oscuridad en cualquier momento, sin saber si volvería. Las coincidencias: justamente ese día habían tomado esa ciudad. Los militares venidos de fuera hacían su trabajo. El cuartel de la policía estaba lleno de presos. ¿Cómo explicaría, al llegar, los libros que llevaba? Fue una noche entera abriendo cajas, separando libros, quemando, metiendo otros en sacos para tirarlos al río. Uno de los libros era Communism and the Theologians, de Charles West, perfectamente inocente. Pero el forro era rojo, con la hoz y el martillo. Lo quemé con un sentimiento de una grande y absurda pesadilla. Temprano en la mañana, mis amigos me aconsejaron salir de la ciudad. Volví un mes después. Además, estaban aquellas acusaciones contra los seis pastores ante el Supremo Concilio de la Iglesia Presbiteriana de Brasil. Me dirigí ante la autoridad competente para solicitar una copia del documento. Me dijeron que no podía ser informado de lo que se me acusaba. Finalmente alguien robó el documento y me lo dio. Eran más de cuarenta acusaciones: que predicábamos que Jesús tuvo relaciones sexuales con una prostituta, que nos deleitábamos cuando nuestros hijos escribían frases de odio contra los estadounidenses en las latas de leche que donaban (eran los años del programa "Alimentos para la Paz"), que éramos subvencionados con fondos soviéticos. Lo bueno del documento estaba justamente en su virulencia: ni los más obtusos podían creer que fuésemos culpados de tantos crímenes. Pero lo trágico era precisamente esto: que personas de la iglesia, hermanos, pastores y ancianos, no tuviesen un mínimo de sentimientos éticos y nos hayan delatado de esa forma.
Después fue la delación directa a los militares. Era una tarde fría de sábado. Silvio Menicucci, munícipe amigo mío, me telefoneó: "Venga al Hotel Central. Hay un abogado de Juiz de Fora con documentos que son de su interés". No me dijo más, no era necesario. Comprendí. Y gelei. Allí estaba el "dossier", resultado de la incursión militar de meses atrás. Yo era uno de los indiciados. Lo que más me dolió fue que una de las piezas básicas de la denuncia era un documento de la dirección del Instituto Gammon, escuela protestante, que funcionaba en un terreno que perteneció a mi bisabuelo, y que él le vendió a los misioneros que huían de la epidemia de fiebre amarilla en Campinas, a fines del siglo pasado. Las acusaciones no eran frontales, eran sólo insinuaciones. Nada tenemos que ver con este señor. Se lavaban las manos. Vine a Campinas para pedir que el cuerpo directivo me defendiese. Pero lo que encontré, de nueva cuenta, fueron manos bien lavadas. Y siempre fue así. Me parecía que los protestantes tenían horror absoluto a cualquier persona que hubiese sido acusada. "Quien nada debe, nada teme": el temor ya era prueba suficiente de culpa. Además, era muy peligroso ser amigo de quien fue delatado. Como dice la canción: "¿Cuando la desgracia es profunda, qué amigo se compadece?" Al amigo de la bruja, le debe gustar la brujería. Quien apareció para ayudar, gratuitamente, fue Eugenio, un masón, a quien no conocía yo bien. Era enfermero, de esas personas que conocen la ciudad entera. Tocó a mi puerta y le abrí: "Sabemos que está en dificultades. Venimos a ofrecernos para ayudarlo".
Y fue conmigo, hasta Juiz de Fora, abriendo puertas con sus compañeros masones. No lo olvidé. Pero no se podía hacer nada. Yo estaba muy cansado. Comprendí la inutilidad de la lucha. Quería estar lejos de allí, del miedo: poder amar y jugar sin sobresaltos, recuperar el placer perdido de expresar mis pensamientos sin voltear, en busca de oídos, sin bajar la voz...
Fue entonces que la Iglesia Presbiteriana Unida de los E.U.A. en combinación con el presidente del Seminario Teológico de Princeton, me invitaron a estudiar el doctorado. No se me olvida el momento cuando despegó el avión. Respiré hondo y sonreí, relajado, en la deliciosa euforia de la libertad. Aún ahora, cuando despega un avión, siento de nuevo aquel instante.
Pero, si en la partida está la euforia de la libertad,
en la llegada está la tristeza del exilio.
Aquél no era mi mundo.
Miraba a mis colegas, paseando por el césped, sólidos, con claras definiciones por delante, luchando por las credenciales que les permitirían ingresar en la jerarquía del saber. Pero mi deseo estaba lejos. Parodiando a Cecilia Meireles:
El cuerpo en aquellas salas,
al alma en lejana tierra,
en cada vida exiliada,
qué sorda perdida guerra.
Lo que el doctorado exigía de nosotros era el dominio de un campo del saber: to dominate the field, scholarship. Pero sucede que yo soñaba con un mundo que perdí. Y me asombraba con las cuestiones que los estudiantes habían escogido como aquellas a las que dedicarían cuatro o cinco años de sus vidas. Para mí eran abstracciones fantásticas, que no lograba relacionar con nada. recuerdo los famosos coloquios con estudiantes de ética.. Los problemas más dolorosos, de vida y muerte, eran transformados en trapecios donde se ejecutaban virtuosismos intelectuales. Porque lo que estaba en juego no era la vida ni la política, sino los ejercicios analíticos en que se jugaba una habilidad intelectual. Pero no me quedaban alternativas: al exiliado sólo le resta obedecer las leyes del país que lo recibe. Tenía que aprender a jugar el juego que todos jugaban.
Lo que deseaba era pensar mi destino.
Y el pensamiento es algo que acontece como la construcción de casas. En São Tomé das Letras, las casas son de piedra, en las florestas son de madera, y entre los esquimales los iglús son de hielo. Son los materiales que están a la mano. El pensamiento hace lo mismo: busca los materiales de que dispone para representarse. Los materiales para el pensamiento son los símbolos. Cada época se piensa con símbolos diferentes. Y no podría ser de otra manera, pues el pensar no puede suceder en el vacío. Porque los símbolos de que uno dispone eran, en gran parte, religiosos, precipitados de una vida, y si dijera "juego de cuentas de vidrio", los símbolos religiosos son parte de mi propio cuerpo, tendrían que aparecer.
Este libro es una meditación ruda sobre mi propio cuerpo: su espacio, su tiempo, sus valores, sus esperanzas, sus luchas. Si recorremos caminos aparentemente tan distantes de la carne que ríe y llora es porque el rigor académico prohibió que el cuerpo hable. Y es por eso que, para hablar, él tiene qeu valerse del lenguaje de otros, portadores de dignidad y reconocimiento. Si yo lo digo simplemente, no pasa de ser mi opinión. Pero si cito a alguien, el lenguaje adquiere peso de evidencia y comprobación. Yo necesitaba encontrar palabras que ayudaran a mi cuerpo a crearse de nuevo, ahora en la triste condición de exiliado. Porque yo entiendo que la teología es básicamente esto -ya lo dije-: un ejercicio de hechicería sobre este misterio, de que la Palabra se hizo Carne, y eso en el sentido más absolutamente literal.
Aprendí a repetir, como nunca, aquel salmo terrible, el 137. Sé que no es edificante, pero es muy verdadero. Nuestra verdad no siempre es bella, a veces es terrible.
Pensar la espera.
Vivir sobre la nostalgia.
Ser capaz de plantar árboles a cuya sombra nunca me sentaría.
Jeremías lo dijo por mí. Había, en Babilonia, un bando de revolucionarios que anunciaban para muy pronto el fin del cautiverio. Y el profeta les escribió aquella carta, que debe haber sido maldecida como producto de una mente derrotada y conservadora:
Plantan árboles, comen de sus frutos.
Construyen casas y habitan en ellas.
Tienen hijos, y los dan en casamiento.
La demora será larga.
Mientras se espera es preciso vivir.
Y entonces, aquel gesto maravilloso, Jerusalén sitiada, la invasión era cierta. Y el profeta toma sus bienes y compra un campo. Sus amigos deben haberlo juzgado un loco. Es una inversión suicida comprar tierra que se va a volver morada de chacales, donde va a crecer la hierba... Pero él dijo: "Aún se plantarán viñas en este lugar".. Y me pareció, entonces, que "Dios" era un nombre que se pronunciaba siempre que alguien quería indicar la terquedad de la esperanza, cuando no había ninguna razón para esperar, el absurdo de la sonrisa, cuando no había ninguna razón para reír, Abraham construyendo una cuna, siendo Sara ya vieja, de senos y vientre marchitos.
Sé que no hay brotes en las higueras
ni frutos en las vides.
No se recogen aceitunas
y en los pomares no hay frutos.
En los pastos no se ven rebaños
y en los corrales no se ve el ganado.
Pero todavía me alegro...
No, Dios no es un sustantivo. Es esta extraña conjunción, todavía, la que enuncia la absurda ligazón entre la muerte que se anuncia y la vida que brota, a pesar de todo. Si fuera así, yo seguiría hablando de Dios como fundamento de una terquedad de tener esperanza. Fue entonces que encontré a Bloch como precursor, él escribió aquello que estaba diciendo: "Donde está la esperanza allí está la religión".
Yo quería re-inventar las palabras. Porque las palabras, de tantas repeticiones, se van desgastando y, de repente, no son más que colillas de cigarro, vacías, agarradas a los troncos rugosos de los árboles, testimonios de un espacio donde estuvo la vida. Esto era lo que sentía, en relación a los símbolos de mi tradición: cuentas de vidrio, opacas y sin brillo. Pero yo las amaba e imaginaba que, quién sabe, tal como sucedió con la lámpara de Aladino, volverían a brillar, transparentes, si fuesen calentadas con sufrimiento y esperanza. Esta era mi dolida y presuntuosa esperanza: hacer vivir una cosa que, para mí, estaba muerta.
Este libro es eso: un exorcismo para la resurrección de los muertos. Quién sabe (pensaba yo), si estas cosas que voy a escribir serán capaces de reunir a los conspiradores que amo aunque no los vea... ¿Y no es este el secreto de cualquier libro? ¿Que sea capaz de dar nombres y de crear imágenes vivas para nuestros sueños de amor? Yo ya estaba de acuerdo con Bachelard: para convencerse es necesario restaurar a las personas los caminos para los sueños primordiales.
Soñar a Dios de nuevo, de otro modo.
El pedazo arrancado de nuestro cuerpo,
nombre no dicho de la nostalgia,
satisfacción fugaz (como la brisa que pasa) del deseo
(inolvidable...)
Conspiradores:
compañeros a quienes no hay que explicar nada,
pues respiramos el mismo aire: con/spirar...
Pues no es así?
Entienden no porque expliquemos con claridad, sino porque ya lo sabían muy bien, antes que hubiésemos dicho. Dicen que hay, permeando las cosas físicas que forman al cuerpo (músculos, sangre, huesos), una cosa invisible, a la que le dan el nombre de alma. Nunca la vi, pero creo, porque siempre me duele con un dolor que nada puede curar. Y escucho, allá en lo más profundo un grito sofocado contra la soledad. Porque es en los misterios del alma donde vive la nostalgia por los amigos: pensaba en aquellos con quienes podría compartir, hermanos, por haber comido el mismo pan amargo. Ellos podrían ser compañeros de batallas futuras. En lenguaje teológico, yo buscaba los contornos de una nueva eclesiología, que fuese fiel a mi experiencia. El venerable San Agustín, que leyó las Sagradas Escrituras, [...] ya me había dicho que una comunidad se define en función de un amor común. Con lo que estoy de acuerdo. No es el origen, es el destino... ¡Y como yo me sentía lejos y distante de aquella iglesia que un día fue objeto de mi amor! Recuerdo el primer día, cuando llegué a Lavras y entré en el templo vacío, con sus vitrales coloridos y su órgano de tubos: pensé que sería un bonito lugar para estar toda la vida. Pero, ¿qué quedaba de la Iglesia Presbiteriana que yo amé? Absolutamente nada. Mi desprecio era total, irremediable, absoluto. La cuestión de las notae ecclesiae -las marcas de la Iglesia. No es nada abstracto. Es como cuando se sale a buscar un lugar donde vivir, y el corazón dice que debe tener árboles y la casa deberá ser vieja para contar muchas historias (las casas nuevas hablan poco, porque nunca fueron cómplices de misterios), y será bueno si de ella se puede oír, de vez en cuando, el signo de alguna iglesia, para que la gente no se olvide ni de la infancia perdida ni de la vejez que llega. Así, la boca va hablando de las marcas de la casa donde a la gente le gustaría vivir. Y la misma cosa podría hacerse con las personas con quienes a la gente le gustaría vivir: tendrían que saber jugar, los ojos deberán tener el brillo de la eternidad, y se les tendrá tanta confianza que, cada vez que uno hable, todos digan "amén", sin que haya necesidad de una comisión de examen de cuentas. La Iglesia, aquí, en mi teología, es apenas el nombre de la comunidad con que sueño. El problema es que tanto católicos como protestantes piensan que ellos ya la encontraron. Yo lo veo distinto: la Iglesia es una Ausencia permanente, nombre de un Deseo, horizonte que llama y se aparta...
Al principio este libro iba a ser una eclesiología. Traducido en lenguaje accesible: un ejercicio en la utopía sobre las marcas de una comunidad que no existe en ningún lugar (es invisible) y que, por lo mismo, está en todas partes (es católica, universal), un horizonte del deseo, algo que aún no nace, y que, si naciese, todo el mundo sonreiría. Como el "Übermensch" de Nietzsche: el hombre que aún no existe, pero que está en gestación dentro de mí.
¿La ventaja de esto?
Creo que, sobre todo, abrir el espacio para el sueño.
En el cautiverio los presos sueñan con la libertad
y en el exilio surgen las canciones del retorno.
Un horizonte de esperanza.
Y cuando se espera, el futuro se vuelve un juicio sobre el presente.
Esta ha sido una de las grandes funciones de la utopía.
Mostrar que es posible un mundo diferente. Y, con ello, el absurdo del presente.
El presente se vuelve objeto de risa.
Reír de las iglesias, de los partidos, de los estados.
Si la comunidad sagrada es una Ausencia, un futuro del que se tienen nostalgias, entonces todas las cosas presentes sólo pueden ser cosas humanas, para siempre.
No se les permite erigirse como altares.
Nada es sagrado: ni torres, ni programas, ni banderas.
Sagrado es apenas el vacío del deseo.
Los altares han de abrirse para los espacios libres del futuro, donde habitan las cosas que aún no llegan.
Sobre todo, está prohibido a cualquier poder el derecho de la vida y la muerte sobre las personas.
Que las espadas se transformen en arados,
que las espadas llenas de sangre sean quemadas,
que las prisiones sean abiertas,
que los esclavos sean libres...
La eclesiología se transforma en política:
es política, en su forma onírica.
Sentí que la tarea del teólogo es la de ser el bufón de la corte:
cuando todos proclaman la belleza de los vestidos del rey, de los parlamentos de los cardenales, de los trajes de los banqueros, de las espadas de los generales,
él proclama
la desnudez universal.
Cuando el Nombre Sagrado es pronunciado todas las fantasías se hacen invisibles.
Sólo que yo no percibía el peligro de mi propuesta:
quien se propone ser el bufón de la corte
acaba siendo buey para el corte.
Allí mismo comenzó el corte.
Dijeron que yo no podría escribir una tesis con aquellos propósitos. Una tesis doctoral, alegaron, tiene que ser un ejercicio analítico, pura demostración de maestría técnica. Trabajar sobre el pensamiento de otros. Pero yo me proponía pensar por mi cuenta. Mi tesis era constructiva. Y esto estaba prohibido.
Yo vivía en el exilio, esperando volver: y era preciso pensar la vida. Mi dolor no me permitía otra cosa. Siempre es así: el pensamiento aparece en el lugar del sufrimiento. Si mi corazón late sin problemas, hasta me olvido de que existe. Pero basta con que me dé unos tropezones para que se transforme en el centro de mi mundo. ¡Ah! ¡Cómo me vuelvo consciente de él! El pensamiento vive en el lugar donde el cuerpo me duele. Y el mío me dolía en un lugar diferente: mi dolor era la lucha por seguir teniendo esperanzas. Sería terrible si la vida se asentase en la tristeza. Sólo puede decir que mi tristeza no me dejaba alternativas, que yo tenía que escribir con mi sangre los pensamientos nacidos en mi cuerpo. El análisis lo haría tomando mi propia carne como texto.
¿Y no es esto lo que dicen los textos sagrados,
que somos un verbo encarnado?
Sólo que a mi carne le faltaba la respetabilidad académica de un texto para ser investigado.
Para mí, la verdad era muy distinta:
yo como el único texto merecedor de mi trabajo intelectual.
No hay ninguna arrogancia en esto.
Es que no es posible, para nadie, estar fuera de sí mismo: somos nuestros temas permanentes. Como decía Feuerbach: el hombre es su propio Absoluto.
Y así sucedió, contra la prohibición académica.
Yo sabía que, para pensar una comunidad, es preciso primero pensar un lenguaje. En él se encuentran sus sueños de amor. Solamente eso hace un pueblo. Los hombres y las mujeres se dan las manos cuando tienen un objeto común de lealtad. Así, me dediqué a investigar apenas dos cosas: los objetos de deseo (en jerga psicoanalítica) u objetos de fruición (en lenguaje agustiniano). Una meditación sobre "el oscuro objeto del deseo". Y, con ello, las vicisitudes del poder, para llegar al objeto del amor. En realidad, parece que este es el resumen de todo lo que existe: el poder y el amor. La vida no es más que un tapete que se teje sobre estos dos dioses: Marte y Venus. En medio de ellos está nuestra bella Tierra, donde sucede la vida...
Cuando llegué al final de la investigación sobre el lenguaje, entretanto, ya había escrito más de 300 páginas, y el tiempo estaba terminándose. Como dice el sabio del Eclesiastés, "escribir libros y más libros no tiene límite, y el mucho estudio desgasta el cuerpo". Pedí entonces a mi guía que aceptara mi introducción a una eclesiología futura como tesis. Y aceptó. Ya no se trataba entonces de una eclesiología, era otra cosa: una meditación sobre la posibilidad de liberación. Y le di, entonces, el título de Towards a Theology of Liberation. Era el año de 1968. ¿Por qué escogí este nombre, que hasta el momento no había aparecido como título de ninguna teología? Había abandonado completamente la ilusión de que la teología podía ser un conocimiento de Dios. Dios es un enorme e innominado misterio, y lo que podemos decir se refiere apenas a aquello que acontece en mí al confrontarme con aquello que Rudolf Otto llamó "Lo Totalmente Otro", el Mysterium Tremendum. La teología es una antropología; hablar de Dios es hablar de nosotros mismos (Feuerbach). No, no estoy transformando al hombre en Dios. Sólo estoy diciendo que Dios es un nombre que sólo es pronunciado en las profundidades del cuerpo humano. De modo que no me interesaba absolutamente el esfuerzo "científico" de escribir tratados de anatomía, fisiología y psicología divinas, que estaban de moda en los seminarios. ¿Cómo es que tal tarea increíble podría siquiera imaginarse que fuera posible? Porque se aceptaba que había una revelación escrita en las Sagradas Escrituras. Tanto los teólogos fundamentalistas como los exegetas crítico-científicos comulgan con esta creencia: si llegamos a la verdad misma del texto habremos llegado al conocimiento de un secreto de Dios. Pero yo no podía pensar así. Las Escrituras eran Sagradas para mí solamente porque ellas decían en lenguaje poético aquello que, dentro de mí, ya era un gemido inarticulado: revelación de mis deseos, del Thánatos que me habita, de la Vida que me hace jugar y luchar. Solamente podía decir esto: son sagradas, divinas, por ser un espejo de mí mismo; experiencia de revelación. Así, el nombre de la cosa que yo escribiera no podría referirse a Dios. Era algo modesto, humano...
Pero tampoco podría ser demasiado modesto. El amor está siempre en busca de un mundo. La moda, en aquellos días, era la teología de la esperanza, de Jürgen Moltmann. La esperanza es una cosa bella, que amo. Pero ella vive dentro de la subjetividad, es una cosa interior. Esto no me bastaba. Yo no quería sólo seguir teniendo esperanza, quería ser capaz de percibir los signos de su posible realización en la vida de los individuos y de los pueblos. No me bastaban soñar los jardines: era necesario saber que podrían ser plantados. El amor por los jardines tenía que transformarse en un manual de jardinería. La esperanza tenía de se exprimir como política.
Era algo extraño: esta metamorfosis de la teología en política, este traer los cielos a la tierra. Pero yo estaba convencido de que, en aquel juego de cuentas de vidrio que estaba jugando, esta sustitución era posible. Este es el secreto de la metáfora: esto es aquello, este pan es mi cuerpo, cosas diferentes que son iguales. Pero, ¿de la teología a la política? ¿La teología es política? ¿De qué forma ejecutar este salto mortal sobre el abismo? Sucede que la teología cristiana se construyó sobre la absurda afirmación de la encarnación: Dios se hizo hombre, eternamente. Lo que significa que Dios desaparece, se mezcla para siempre en la invisibilidad, y la única cosa que queda por ser vista es el rostro del hombre y el jardín que le es prometido. No Dios, sino el Reino, no el Rostro imposible de ser contemplado, sino la tierra transfigurada. "He aquí que hago nuevas todas las cosas..." Eso era: hablar sobre este hacer que trae un nuevo mañana. La esperanza salía del interior de la subjetividad y se derramaba sobre la tierra: los desiertos se transforman en jardines... Y me pareció que una bella imagen poética para describir este movimiento era la de un pueblo que fue esclavo, caminando por la esperanza, a través del desierto. O Jeremías, quien en la amargura de un largo cautiverio, compró un pedazo de tierra en su ciudad sitiada, afirmando con ello la terquedad de la esperanza. Yo sentía que estas eran metáforas poéticas que reverberaban en mi experiencia. La esperanza en movimiento, luchando por un futuro, (a)fe(c)to que desea salir, por la angustia de paisajes apartados, parto: liberación. "La creación entera gime, con dolores de parto..." Y así bauticé esta tesis/hija: Towards a Theology of Liberation, nombre que se encuentra en el original y en el registro de derechos de autor.
La defensa fue una batalla. Y lo comprendo. Por decisión propia escribí lo que quise. Pecado de soberbia. El texto debe haber ofendido gustos acostumbrados a teologías más amables. Alguna sanción tenía que imponerse. Se buscaba la reprobación o que se escribiese todo de nuevo. Mi amigo R. Shaull, entretanto, dejó claro que yo nunca haría eso. No soportaría un año más en los jardines colgantes de Babilonia. Me aprobaron con la nota más baja. No sabía que aquel era el primer afluente, casi sin agua y sin nombre, de un gran río: la teología de la liberación...
Un editor católico se interesó por mi texto. Tuvo apenas una objeción. El nombre del libro era medio exquisito: liberación, un nombre sin respetabilidad teológica, sobre el que nadie hablaba. Lo que estaba en la cresta de la ola era la teología de la esperanza. Y me sugirió cambiar el título, para entrar en el debate. Siempre es más fácil pegarse a un tren que ya está corriendo que hacer otro nuevo, partiendo de cero... Y así quedó: A Theology of Human Hope (Washington, Corpus Books, 1969). Con esto, el nombre "teología de la liberación" se me escapó... Harvey Cox escribió el prefacio. Generoso. Nunca me había visto ni sabía nada de mí. Su nombre ya era una llave mágica que abría todas las puertas teológicas. Y fue así que él abrió lo que otros quisieron cerrar. Fue el inicio de una amistad profunda. Hace poco, el 10 de julio de 1987, celebré la Pascua judía en su casa. El sol se estaba poniendo y su esposa comenzó la liturgia encendiendo las velas y cantando una canción cuyos orígenes se pierden en el pasado remoto. Después él bendijo el vino y cantó otra canción, en hebreo. Qué extraño: ver a un teólogo bautista diciendo palabras en esta lengua sagrada, en una tradición diferente... Luego comentó: "Todos pertenecemos a este pasado..." Sentí los buenos sentimientos de estar allí comiendo y bebiendo con con/spiradores, celebrando memorias y esperanzas.
Ahora me siento en paz con algo que ya se anunciaba en mi texto, pero que yo no tenía el valor de decir, ni siquiera a mí mismo: hallo que consigo vivir sin Dios.
Un caqui es un caqui: mágico, erótico.
Efímero.
Maravillosamente divino.
Un caqui eterno no podría ser comido: no sería objeto de gozo.
Gozo el caqui y, para esto, no necesito pruebas encontradas más allá de las estrellas.
El caqui no tiene porqués... Él es rojo porque es rojo.
Así es la vida,
así soy yo,
caquis,
compañeros de "barcas y gaviotas",
y su tranquila simplicidad de existir.
Hay una tristeza, sí.
Todas las puestas de sol,
todos los abrazos de amor,
todas las cosas bellas
son tristes.
Somos endechadores.
Vivir y convivir con la pérdida.
Eso es lo que nos hace bellos: "la mirada de eternidad..."
No es que hayamos visto la eternidad, y que ella se encuentre morando en nosotros. Es la eternidad del deseo, la inmensidad de la nostalgia, los espacios sin fin. El Padre nuestro mora en los cielos, donde vuelan las aves, espacio vacío, pura permisión, ausencia.
Presencia de una ausencia.
¿Por qué escribo teología si no necesito creer en Dios? ¿No debe, cualquier tratado de teología, comenzar con el capítulo "Pruebas de la Existencia de Dios?" Si hubiese pruebas yo no necesitaría hacer teología. Cuando voy a la playa no necesito llenarme de pruebas de la existencia del mar y de la existencia del sol. En la playa no pienso sobre el sol ni sobre el mar. Simplemente gozo, disfruto.
Quienes necesitan pruebas de la existencia del mar y del sol son los habitantes del infierno, donde no existe ni sol ni mar.
Quien hace la ciencia de Dios no debe estar muy confiado: no hay calor ni color azul...
En la playa lo que se hace no es probar: ciencia.
Es gozar: poesía.
La poesía es el discurso de la fruición, de la unión mística.
Por eso hago teología.
Porque es bello.
La teología es como un juego:
alegría sin metafísicas...
Gozo en el propio texto.
Porque le hace bien a mi cuerpo.
Sacramento que distribuyo a los conspiradores.
Un modo de hacer el amor universalmente,
esparcir mis simientes,
buscar la suprema alegría de ver, en el rostro de los otros,
la alegría de encontrarse en lo que escribo.
Ser para ellos, por mi texto,
un caqui.
Toma y come: esto es mi cuerpo.
Y es sólo esto que lo yo pido, casi veinte años después: que lean este texto pensando en el poema que podía haber sido, pero que no fue. Quiso ser poema, pero no sabía cómo, y ni puede...
Eso me hace recordar un mural de Orozco, pintor mexicano que pasó unos años enseñando a pintar en un college estadunidense, y fue ciertamente en virtud de aquello que él veía que pasaba con sus alumnos que pintó La graduación:
el profesor, alto, magro, cadavérico, verde,
entrega a su discípulo,
su imagen,
también alto, magro, cadavérico, verde,
la prueba final del saber,
el diploma,
un feto muerto, dentro de un tubo de ensayo.
Las cosas más bonitas que se escribieron en filosofía no serían aceptadas en los círculos académicos ni siquiera como tesis de maestría. Así hablaba Zaratustra, por ejemplo. Es un libro que transgrede los cánones académicos de varias formas:
es bello,
poético,
metafórico,
reticente,
una colección de fragmentos,
y está escrito con sangre...
Pero si alguien se propusiera hacer de este poema el objeto de sus disecciones analíticas, entonces sí, la disección se volverá disertación, cosa aceptada en los círculos del saber. Lo que tiene vida queda fuera; se vuelven piezas anatómicas, fijas en formol. Como dice el refrán zen: "El dedo apunta hacia la luna, pero ay de aquel que confunda el dedo con la luna. Aquí es lo contrario: más vale el dedo que la luna... Como observó Nietzsche, la condición para aprobar el examen de doctorado es desarrollar el gusto por las cosas planas.
Por eso escribí feo, sin sonrisa ni poesía, pues no me quedaba alternativa: era un estudiante brasileño, subdesarrollado, en una institución extranjera, y sólo me restaba someterme, si quería aprobar...
Hoy lo haría todo diferente. Comenzaría por informar a mis lectores que la teología es una broma, parecida al juego encantado de las cuentas de vidrio que describió Hermann Hesse, algo que se hace por puro placer, sabiendo que Dios está muy alejado de nuestras tramas verbales. La teología no es una red que se teje para atrapar a Dios en sus mallas, porque Dios no es un pez, sino el Viento que no se puede detener...
La teología es una red que tejemos para nosotros mismos,
para dejar en ella nuestro cuerpo.
Ella no vale por la verdad que pueda decir sobre Dios (sería necesario que fuésemos dioses para verificar tal verdad); ella vale por el bien que le hace a nuestra carne.
¡Ah!, piensan que soy hereje... Nada de esto. Estoy repitiendo apenas algo muy viejo, olvidado, de la tradición protestante, que dice que "conocer a Cristo es conocer sus beneficios": de Dios, lo único que podemos saber es el bien que le hace a nuestro cuerpo. Con lo que estaría de acuerdo el sabio Riobaldo: "¿Cómo no va a haber un Dios? Si Él existe, todo da esperanza, el mundo se resuelve. Pero si no hay Dios, hay sólo gente perdida en el vaivén, y la vida es burra. Es el abierto peligro de las grandes y las pequeñas horas... Habiendo un Dios, es menos grave descuidarse un poquito, pues, al fin, hay certidumbre. Pero, si no hay un Dios, entonces, la gente no tiene licencia para ninguna cosa.
Aquí se resume la teología, el resto son bagatelas. Hay palabras que viven en la cabeza y son buenas para ser pensadas. Con ellas se hace la ciencia. Pero hay palabras que viven en el cuerpo, y son buenas para ser comidas. Llegan a la carne sin pasar por la reflexión. Es magia. O poesía, que es la misma cosa. Dicho de forma clara, como lo vi por primera vez en Emily Dickinson:
Si leo un libro y él enfría
mi cuerpo
tanto que ningún fuego sería capaz
de calentarlo,
sé que aquello es poesía.
Si siento,
físicamente,
como si la tapa de mi cabeza hubiese sido arrancada,
sé que aquello es poesía.
Por eso es que, para mí, la poesía y la magia son la misma cosa:
la imagen es la cosa-bruja que me posee
y se encarna en mí.
La teología es un ejercicio de hechicería,
variaciones sobre el tema de la Encarnación...
Dios se hizo Carne,
Dios es la Carne en que re reveló,
Dios acontece cuando el poema toma en cuenta al Cuerpo.
Esto es lo único que podemos decir de Dios.
No que sepamos cosa alguna respecto a Él.
Más bien sabemos que aquello que está aconteciendo con nuestro cuerpo es algo divino, que debería existir siempre, eternamente, y que nuestro cuerpo merece resucitar, en eterno retorno, para que el Poema sea eternamente repetido, con gozo, como orgasmo, un ciclo que siempre vulve al principio, canon, contrapunto, variaciones sobre un mismo tema.
Damos el nombre de Dios a este éxtasis del cuerpo (o del alma, no sé dónde se separan) poseído por la belleza. Aparte de estos, no hay misterios sobre los que podamos hablar. Cito, como autoridad, a otro teólogo, Alberto Caeiro: "Pensar en Dios es desobedecer a Dios..."
La única cosa que tenemos es el temor en el Carne cuando se da en ella la magia y queda poseída por el poema. Y entonces sucede que las Ausencias se hacen Presencias (fugitivas...) Aquello que Nietzsche sugirió: "¿Será que no percibes que lo que aman en ti es el brillo de la eternidad en tu mirada?" El Cuerpo se convierte en altar -o como dirían los teólogos, locus revelationis-, el lugar donde se hace visible que somos habitantes de otro mundo. No, no me entiendan mal cuando hablo de "otro mundo". Nada que ver con el cielo o el infierno... Otra vez la poesía:
Todos los días atravesamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos se topan con la misma pared roja, hecha de ladrillos y de tiempo urbano. De repente, en un día cualquiera, la calle da hacia otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora quedamos espantados porque ellos sean así: tanto y tan abrumadoramente reales. Su propia realidad compacta nos hace dudar: ¿son así las cosas o son de otro modo? No, esto que estamos viendo por primera vez, ya lo habíamos visto antes. En algún lugar, en el cual nunca estuvimos, ya estaban el muro, la calle, el jardín. Y a la sorpresa le sigue la nostalgia. Parece que nos acordamos y quisiéramos volver allá, a ese lugar donde las cosas son siempre así, bañadas por una luz antiquísima y al mismo tiempo acabada de nacer. Nosotros también somos de allá. Un soplo nos golpea la frente. Adivinamos que somos de otro mundo. (Octavio Paz)
Si uso la palabra Dios es como metáfora poética,
nada que yo conozca,
el significante que nada significa,
a no ser el espacio vacío donde aparecen mis
nostalgias
y donde se coloca el habla poética.
De Dios sólo tenemos el Verbo,
el Poema,
aquello que se dice cuando duele la nostalgia...
Este no es el modo que yo había inventado.
Aprendí, leyendo las Sagradas Escrituras, donde se prohibe pronunciar el Nombre Sagrado, que siempre que aparecía en el texto era sustituido por otro -¡tabú!- y, si la simple pronunciación del Nombre Sagrado era blasfemia, qué decir de los intentos de escribir anatomías y fisiologías del Misterio Divino, esto a lo que se da el nombre de teología.
Dios es el símbolo que marca una prohibición para hablar.
Donde él se pronuncia se establece un gran silencio.
Y sobre él surgen las metáforas, que son un modo de decir lo que no puede ser dicho.
No podemos hablar sobre Dios, puesto que sólo podemos hablar sobre las cosas humanas. Teología son los poemas que tejemos como redes sobre la nostalgia de algo cuyo nombre olvidamos.
¿Cuál de ellos es verdadero?
Los poemas no pueden ser verdaderos.
Pero deben ser bellos.
Y es por esto que ellos tienen el poder mágico de poseer el cuerpo. La verdad es lo que es; lo que está presente. Pero el Cuerpo se inclina para lo que no es -¡Deseo!- lo que aún no ha nacido, lo que ya murió, contornos del "pedazo arrancado de mí". Y me viene la idea insólita de que Dios es el nombre que damos a esta Ausencia que habita en el Cuerpo... Lo que me lleva a una absurda conclusión: para hacer teología no es necesario creer que Dios exista. Cecilia Meireles sólo pudo escribir su "Elegía" después de la muerte de su abuela. El poema describe el mundo mágico que quedó en el espacio vacío dejado por un cuerpo que se fue: "Tu cuerpo era un espejo transparente del universo".
La teología no es cosa de quien cree en Dios
sino de quien tiene nostalgias de Dios.
Creer: sé que Dios existe en algún lugar. ¡Ah!, si no existiese, todo estaría perdido...
Sentir nostalgia: sea que no exista allá afuera, en medio de las nubes o en el fondo del mar, yo lo mantengo como "pedazo arrancado de mí..."
¡Oh! Pedazo arrancado de mí...
¡Oh! Mitad arrancada de mí...
La nostalgia es el reverso del parto.
La nostalgia es arreglar el cuarto
del hijo que ya murió...
Chico
Teología,
celebración de un Vacío que nada puede llenar.
Por eso es que decimos que Dios es Infinito.
No porque lo hubiésemos medido,
sino porque sentimos lo Infinito del deseo
que ninguna cosa puede satisfacer.
De ahí que estemos condenados a ser eternos endechadores...
Pero la teología es algo bello, un Sueño...
Soñamos con Dios
y el sueño interpretado deja ver los escenarios que existen en los vacíos de nuestra nostalgia (ocultos por la bruma del olvido). Y entonces nos volvemos poetas...
Sucede que el mundo está lleno de locos.
Muchos piensan que lo que dicen sobre Dios tiene consecuencias cósmicas (más cerca de la verdad estarían si se contentasen con las cómicas)... Lo que me hace recordar la historia de un gallo que se levantaba muy temprano, todas las mañanas, oscuro aún, y anunciaba solemnemente a sus compañeros, en el gallinero: "Voy a cantar para hacer nacer el sol", y se colocaba en lo alto del tejado, mirando hacia el horizonte, ordenando, categórico: "¡Qui-qui-ri-quí!" Al poco rato la esfera roja mostraba un primer pedazo y el gallo comentaba, desafiante: "¿No les dije?" Y los demás animales se quedaban boquiabiertos y respetuosos ante el poder tan extraordinario conferido al gallo: cantar para hacer nacer el sol. Y no había sombra alguna de duda, porque siempre había sido así, con el padre del gallo, con su abuelo. Pero una vez, el gallo se quedó dormido, y cuando despertó el sol ya estaba allá, brillando en medio del cielo...
Hay teólogos que se parecen a ese gallo. Piensan que si no cantaran derecho, el sol no nacería: como si Dios fuese afectado por sus palabras. Y hasta establecen inquisiciones para perseguir gallos de canto diferente y condenan a otros a callarse, bajo pena de excomunión. Claro que hacen esto porque se toman muy en serio y porque piensan que Dios cambia de idea o de ser al sabor de las cosas que pensamos o decimos. o que es, para mí, la manifestación máxima de locura, delirio maníaco llevado al extremo de atribuir omnipotencia a las palabras que decimos.
Los teólogos son, frecuentemente, gallos que discuten cuál es la partitura correcta: ¿qué canto cantar para que salga el sol? En este sentido, los conservadores fundamentalistas no se distinguen en nada de los teólogos científicos que se valen de métodos críticos de investigación. Todos están de acuerdo en que existe una partitura original, revelada, autorizada, y que la tarea de la teología es la de tocar sin desafinar. Las luchas teológicas son discusiones sobre si la tonalidad es mayor o menor, o si la señal es bemol o sostenido. Unos quieren que sea tocada con orquesta de cámara y otros afirman que lo mejor es tocar con banda. Cualquiera que sea la posición, todos afirman que existe un único modo de tocar. Usando palabras de Lutero, unum simplicem solidum et constantem sensum, el sentido único, puro, sólido y constante. Las desafinaciones, variaciones o modificaciones traen consigo el peligro de alguna grave consecuencia.
Yo pienso, al contrario, que nada de esto es así. El sol nace siempre, con gallo o sin gallo. Así, el gallo puede dormir tranquilo, sin la angustia de tener que despertar a una hora exacta. Si duerme de más, el sol saldrá del mismo modo. Lo que, sin duda, disminuye su sentido de importancia, pero tiene la compensación del sueño tranquilo, algo que no debe despreciarse. Más que esto: el gallo puede inventar otros cantos, sabiendo que el sol no va a perderse y va a nacer como siempre, en el mismo lugar. Traducido en jerga teológica, esto significa "gracia": la bondad de Dios continúa la misma, siempre, independiente de nuestras afinaciones o desafinaciones. Él no nace mejor cuando estamos afinados, ni nace peor cuando desafinamos... Tenemos, por tanto, la libertad de hacer lo que queramos... Yo no soportaría pensar que mi pensamiento es tan poderoso que, en caso de equivocarme, Dios vaya a quedar tuerto. La partitura tiene el nombre de teología, pero quienes bailan somos nosotros.
Otra parábola: algunas personas discuten sobre una casa, que todos ven. Para un grupo, ella está habitada por un noble, de hábitos aristocráticos y conservadores... Otros afirman lo contrario: allí vive un trabajador, miembro de un sindicato, es un revolucionario... Algunos dicen que está vacía. Yo me acerco, apuntan hacia la casa, piden mi opinión y concluyo que alguna cosa debe estar mal en mis ojos, pues no veo ninguna casa, sólo nuestros propios reflejos a través de la vidriera.
Tuve en mi acuario un pez de colores simples. Pero era un pez guerrero, que no soportaba la presencia de un competidor. Si esto pasaba, se transformaba, y su cuerpo era poseído por colores escondidos que nadie sospechaba que tuviera. Pero como nadie deseaba el combate mortal, la magia se podía realizar con el auxilio de un simple espejo. Pobre pez: era incapaz de reconocer su propia imagen en el reflejo.
Las batallas teologales me hacen recordar a mi pez de batalla. Por no saber que todo no pasa de ser un espléndido juego de espejos -algo propio para nuestro placer de jugar- los teólogos cambian sus colores y son poseídos por una afección ya identificada: odium theologicum. Así se inician las batallas en nombre de Dios. Sería más honesto si reconocieran que "Dios" es el nombre que le dan a su propia imagen...
Hago mis poemas sobre un Vacío, mi Vacío.
No conozco ningún otro.
En obediencia a un mandamiento sacramental:
que el pan fuese comido y el vino fuese bebido
en el dolor de la Ausencia.
La magia no está ni en el pan
ni en el vino
sino en las Palabras que expresan la tristeza de la Falta.
El sacramento celebra la Ausencia de Dios,
enuncia los límites de los espacios de espera que se expanden dentro de mí, eróticamente.
Es la ausencia lo que me excita.
O, en las palabras de esta teóloga impar,
Adélia Prado:
Entre las piernas engendramos y sobre eso
se hablará hasta el fin sin que muchos lo entiendan:
erótica es el alma.
¿Será esto el alma? ¿La Ausencia que mora en mí y hace a mi cuerpo temer? No me canso de repetir esta belleza que dice Valery: "¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de las cosas que no existen?" Extraño esto, que lo que no existe pueda ayudar... Dios nos ayuda, aunque no existiera: este es el secreto de su omnipotencia. La teología es un encantamiento poético, un esfuerzo enorme para engendrar dioses... ¿Qué dioses? Los míos, es claro. Son los únicos que me es permitido conocer. Recuerdo a Feuerbach. Él comprendió que estimados destinados a nuestro cuerpo, especialmente los ojos. Vemos. Pero en todo lo que vemos encontramos los contornos de nuestra propia Nostalgia, el rostro del alma. Como Narciso, que se enamoró de su propia imagen, reflejada en la superficie de la fuente. También nosotros: el universo sobre el que hablamos es la imagen de nuestro escenarios interiores. Con lo que concuerda el psicoanálisis, y antes, el Evangelio: la boca habla de lo que está lleno el corazón. Nuestros dioses son nuestros deseos proyectados hasta los confines del universo. "Si las plantas tuvieran ojos, la capacidad de sentir y el poder de pensar, cada una de ellas diría que su flor es la más bella".
Los dioses de las flores son flores.
Los dioses de los lagartos son lagartos.
Los dioses de los corderos son corderos.
Los dioses de los tigres son tigres...
Todo es sueño.
O, como dice Guimarães Rosa:
"Todo es real
porque todo es inventado".
También lo real es una invención.
Y lo mágico es esto: que el cuerpo, desprendiéndose de sus ligas que lo prenden a aquello que es, pueda ser poseído por aquello que no es. Aquella cosa pesada, que se arrastraba desarregladamente por la tierra, repentinamente se hace leve, transparente, utópica, al viento. Y así, las cosas que son, es como si no fueran; y las cosas que no son, es como si fueran (I Cor 1.28-29).
La teología es un juego que hago.
Es posible plantar jardines,
pintar cuadros,
escribir poemas,
jugar ajedrez,
cocinar,
hacer teología...
Claro que un juego no excluye a otro.
Algunos dirán que esto no es cosa seria.
Yo los conozco muy bien y ya había advertido al lector contra ellos.
Quien se toma en serio es, en el fondo, un inquisidor.
Está sólo a la espera de que surja la ocasión.
Las grandes atrocidades que se cometieron contra las personas fueron todas llevadas a cabo con espíritu grave, con un sentido de misión, de salvación del mundo. El diablo está siempre vestido de traje y corbata y, si le creemos a Nietzsche, él no sabe contar chistes y tampoco baila: es el espíritu de la gravedad. Con Dios sucede lo contrario, porque la oración comienza con la sonrisa.
Juego de cuentas de vidrio. ¿No son lindas, las cuentas? El vidrio siempre me fascinó. ¿Cómo es posible esto, que haya algo tan duro y transparente? En especial, los pisapapeles. Tengo varios. La forma lisa, redonda, me hace recordar un seno juvenil. Y las hojas que veo, allá adentro, y que cambian sus reflejos de acuerdo con la posición de la luz, me hacen recordar lunas y soles. Galaxias, universos.
Todo dentro de un seno. ¿No sería bueno que fuese así?
Ellas no dicen nada, por eso podemos decir todo.
Todo es inventado. Todo es real. El cuerpo teme.
Sueño. Teólogo: juego con vidrios coloridos sagrados, y dejo que la luz pase por ellos, y aparezca con múltiples colores, mostrando su belleza escondida. También yo soy un vidrio, transparente, pisapapel. Por fuera está la superficie de mi por cuerpo y, por dentro, universos que deseo iluminar. Para eso, la luz es necesaria... Porque hay oscuridad. Profundidades en el fondo del mar.
Nuestro mirar es submarino.
Nuestros ojos miran hacia arriba
y ven la luz que se fractura a través de las aguas inquietas. (Eliot)
Con lo que concuerda Cecilia Meireles:
Pero, en este espejo, en el fondo
de esta fría luz marina,
como dos peces oscuros,
nadan mis ojos en mi búsqueda...
Todo es nebuloso,
neblina misteriosa,
como si todo lo viésemos en la superficie oscurecida de
un espejo mal pulido. (San Pablo, I Cor 13.12)
O la sombra de una mata encantada: "Los bosques son bellos, sombríos, hondos..." (Frost)
...su mundo interior, caos salvaje,
bosque antiquísimo y adormecido, sobre cuyo silencioso
despertar verde-luz, su corazón se erguía. (Rilke)
El juego es este. No el de la luz total, que daña siempre a los ojos. Algo que me enseñó un poeta, Heladio, que leía mis textos con espanto y decía: "Demasiada luz, estoy ofuscado, es preciso traer un poco de neblina..." Supe lo que era eso. Después aprendí: Mallarmé, Debussy, Boulez. Y me acordé del maestro que había leído tanto, pero sin entenderlo, justamente porque quería entenderlo: Kierkegaard. Es preciso no decir. Sólo la oscuridad somnolienta... ¿Y no es justamente ahí que se cazan sacis y los faunos aparecen, lúbricos, para las ninfas ardientes? El encanto de la hora de la modorra, cuando el cuerpo no está ni dormido ni despierto. Ahí aparecen las visiones...
[...]
Las cuentas de vidrio: en ellas se mezclan lisuras eróticas y honduras de sueños, senos y galaxias, nostalgias de paraísos. Y la gente va inventando lo real, construyendo el mosaico, experimentando con los colores, reduciendo distancias con la luz, llenando los espacios vacíos con las criaturas de la fantasía, y nuestro reverso va a apareciendo, terrible y maravilloso.
La teología que hago es el reverso de mi carne. Dios es mi reverso...
No, no es que Dios sea mi reverso Él es un misterio grande, prohibido. Y la metáfora, el punto que duele, con color y luz, en el juego de los vidrios. Digo mi reverso con el auxilio de otro nombre, que no es mío. Yo no soy yo. Soy más. Diferente. Más bonito. Más feo (porque en el reverso también vive el diablo...).
¿Por qué hago este juego? Por las mismas razones con que se juegan todos los juegos. Por puro placer. Vean qué absurdo: para venir a escribir estas cosas, en este teclado de máquina de escribir, silencié otro teclado, que tocaba en el aparato de sonido, una sonata de Mozart. Casi un sacrilegio. ¿Pero qué puedo hacer? No sé jugar con los sonidos como Mozart lo hacía, pero sé jugar con palabras, imágenes, cuentas de vidrio. Recibí un elogio tan grande, hace unos días, que hasta voy a vencer la modestia que se debe tener, por educación, y mencionarlo. Fue Benito Juárez, regente, comentando una cosita que escribí, quien dijo: "Tengo la impresión de que usted hace con palabras lo que Mozart hacía con las notas. Pura broma. Se le da un tema y la sonata aparece". Claro que estaba feliz y quisiera que fuera así. Hacer música. La teología es una música que hago con palabras, un móbile de cuentas de vidrio, una tapicería de luz. Lo hago por razones estéticas. Y por eso ni siquiera necesito creer. Para amar las Variaciones Goldberg no es necesario creer en nada. Basta tener oídos en el alma (por favor, no olvidemos que "lo erótico es el alma". Hay excelentes oídos que sólo perciben ruidos, barullos, gritos y colisiones). Para amar a Chagall tampoco es necesario creer en nada, basta tener ojos en el alma. Si los ojos están cegados por las cataratas, la lectura de Bachelard, sobre el mundo de Chagall, hará la debida magia. No es preciso creer en nada para gozar una copa de vino: basta tener ojos para ver el rojo que atraviesa la luz, olfato para dejar que los parreiras maduros entren en los lugares más primitivos de la memoria corporal, y gusto para sentir la forma como agrada el líquido al cuerpo.
No es preciso creer en nada. Basta sentir.
La teología es una fresa que se toma y se come, colocados sobre el abismo, sin ninguna promesa de que nos hará flotar... Puede parecer algo irresponsable, en un mundo lleno de graves problemas. Pero me pregunto si la gravedad de los problemas no es causada por la gravedad de las personas que juzgan que el destino del mundo depende de su acción. Justificación por las obras. Si ellas no se tomasen tan en serio tal vez no construyeran tantas armas y no serían tan implacables en sus afirmaciones (en el cobro de sus juramentos) ni tan autoritarias en la imposición de sus pensamientos.
La teología es un ejercicio de belleza y de humildad.
Jugamos,
como la propia Santísima Trinidad que,
en los juegos intelectuales del venerable San Agustín,
sólo hacía una cosa,
en los negocios intra-trinitarios:
jugar.
Autoerotismo.
Es preciso expulsar el espíritu de la gravedad que aparece en las corbatas y en los rostros de los señores constituyentes, en las ropas coloridas de los señores cardenales, en la elocuencia estudiada de los señores pastores, en los uniformes heroicos de los generales, en el habla científica de los catedráticos, en las cuentas implacables de los banqueros, en el rigor educativo de los padres y de las madres...
Tomar la vida en serio es comprender que "todo es real porque todo es inventado"... Lo que no se puede decir sin que una sonrisa enorme invada al cuerpo...
Escribí para hablarme. Broma conmigo mismo.
Si a otros les gusta el juego de las cuentas de vidrio, son bienvenidos.
Sólo que no adelanta y no tiene sentido tratar de entenderme.
Ni yo mismo sé si me entiendo.
¿Quién es dueño de sus propios sueños?
En el juego lo importante no es entender la cuenta de vidrio.
Ella no se ofrece para ser objeto de análisis.
En un juego de palabras imposible en español:
la cuestión no es "to understand it",
sino más bien
"to stand under it".
No mis pensamientos, supuestamente escondidos en aquellas cuentas de vidrio,
sino tus pensamientos, que aquella entidad mágica evocó.
Es preciso pensar los pensamientos propios.
Así, es como si fuese un duelo de improvisadores: uno va diciendo sus temas y otro va contraponiendo con los pedazos suyos lo que va apareciendo.
Que nadie me acuse de herejía, pues no tengo la menor pretensión de decir verdades sobre entidades del otro mundo. Este mundo me basta. Para hablar claro, el otro mundo siempre me provoca terror, ha de ser planísimo, si es que existe. Soy un ente de este mundo. Como decía Cecilia Meireles, angustiada, indagando después de mucho caminar a algún lugar dónde llegar: "Será tal vez hasta más triste. Ni barcos, ni gaviotas, apenas sobrehumanas compañías..." Lo que yo quiero es esta tierra. Abro de nuevo la Summa Teológica de Adélia Prado:
Después de la muerte... voy a querer el plato y el hambre, un día sin bañarme, la corbata para el domingo por la mañana... Cuando resucite, lo que quiero es la vida repetido sin peligro de muerte, los riesgos todos, la garantía; de noche estaremos juntos, la camisa en el portal. Descansaremos porque la sirena toca y tenemos que trabajar, comer, casarnos, pasar dificultades, con el temor de Dios, para ganar el cielo".
Mi teología nada tiene que ver con la teología.
Es un vicio.
Hace mucho que debería haber dejado este nombre.
Y decir sólo poesía, ficción.
Que descansen los que tienen certezas.
No entro en su mundo y no deseo entrar.
Los jardines de concreto me dan miedo.
Prefiero la sombra de los bosques
y el fondo de los mares,
lugares donde se sueña...
Allí habitan los misterios
y mi cuerpo queda fascinado.
Era una tarde común, en la ciudad de Nueva York. Fin de un año de sufrimientos. Había dejado esposa e hijos en Brasil para estudiar una maestría. Pero la nostalgia era demasiado grande. Varias veces preparé mis maletas para volver, convencido de que ningún grado académico valía el dolor de la separación. Había colocado en mi cuarto un calendario regresivo, con el número de los días que me faltaban para regresar. Cada mañana, lo primero que hacía era marcar uno más. Ahora estaba feliz. Faltaba sólo un mes. Ya había terminado todos mis compromisos académicos, inclusive la tesis. Su título revelaba lo que traía en mi cabeza. Eran años de efervescencia político-social en Brasil, y la gente sabía, con una convicción escatológica, que era inevitable que sucediera alguna transformación profunda. Y fue con estas ideas que escribí A Theological Interpretation of the Meaning of the Revolution in Brazil. Ahora, con todo terminado, yo podía entregarme a los placeres que aquella ciudad ofrecía: museos, conciertos, librerías y hasta el simple paseo por las calles. Volvía para la casa, contento y soñoliento, en el metro. Me preparaba para un corto recorrido hasta la calle 119, donde debería bajarme. Frente a mí un hombre leía el periódico. Y fue entonces que me quedé congelado instantáneamente, con el miedo circulando por el cuerpo, el vidrio liso astillado por un golpe de piedra. Allí estaba, con letras enormes, en primera plana: "Revolución en Brasil".
Era el 1 de abril de 1964. En un segundo me quedé sin saber si podría regresar. La Patria, este lugar que la nostalgia llena de cosas buenas, se transformó en una tierra invadida: gigantes verdes, dragones amarillos. En su lugar había una noche permanente, prisiones, delaciones, el crimen de pensar, de tener ideas diferentes. Mi pensamiento enloquecía, en la soledad del cuarto, dando vueltas sobre sí mismo, atado e impotente. El miedo y el odio se transformaban en diarrea, los ojos inquietos por la noche, náuseas, claustrofobia. Y no era posible comunicarme con Brasil. Hablar y escribir se volvieron cosas peligrosas. En 1984, un hombre fue apresado porque contaba sus sueños. La ficción se transformaba en realidad. Era preciso cuidarse para que ninguna palabra portara un pensamiento, hábito que se transformaba en estilo, por mucho tiempo. Las cartas y los telefonemas eran confesiones de crímenes... Así pasé el mes más largo de mi vida. El tiempo se vació de cualquier cosa que pudiese ocurrir y se transformó en espera en estado puro, todos los minutos sufridos en su contenido de miedo y rabia.
Yo sabía que la psicología que se vivía en ese momento en Brasil era la de una "caza de brujas". La aprendí en el estudio y en la experiencia de las Inquisiciones, periodos en los que desaparece la inocencia y la simple delación se constituye en veredicto. La política eclesiástica aparecía como profecía de la política secular. Las dos son la misma cosa. La diferencia está en que si en una los dioses aparecen con vestimentas sagradas y perfumes de incienso, en la otra las ropas son de otros colores y los rituales litúrgicos siguen otros ritmos.
Son momentos metafísicos, en que se respira el sentimiento de lo Absoluto, de forma embriagadora, por los inquisidores. Sería posible definir a un inquisidor como alguien que olió lo Absoluto, y quedó fuera de sí. La experiencia es psicodélica: la persona queda poseída por la certeza de estar pisando tierra santa, en el centro mismo del universo, en el lugar donde se decide el futuro de la historia. Allí, en aquel lugar, en aquel momento, se está peleando la batalla por la salvación del futuro. Ella y Dios -no importa el nombre que se le dé- se confunden en una misma cosa.
Ocurre entonces una fantástica transformación en la imagen que las personas tienen de sí mismas. Las más insignificantes, perdidas en el sin sentido de los días que se repiten, se descubren participantes de una cosa enorme. Ellas pueden ser cómplices de aquellos que empuñan la bandera divina en la lucha contra el Mal. De los victoriosos, claro. Porque los perdedores son definidos siempre por los nombres del demonio: brujas, herejes, subversivos, comunistas, pequeño-burgueses. Tanto a derecha como a izquierda poseen sus dioses, sólo que los adoran en altares diferentes y sus textos inspirados son otros. Se efectúa una operación algebraica: aparece un conjunto de aquellos que participan del triunfo del Bien sobre el Mal -una nueva Iglesia. Y, como en las matemáticas, son esenciales los símbolos que afirman esta relación de pertenencia. En la religión son los actos sacramentales, las mismas formas litúrgicas repetidas, los gestos idénticos: así se dan a conocer los "hermanos". Y así también los que no pertenecen se dejan señalar: no participan de los mismos sacramentos, no repiten las mismas letanías y tampoco hacen los mismos gestos. La diferencia es la prueba de la complicidad con el demonio, porque quien no es igual a nosotros sólo puede estar contra nosotros.
El mundo se divide entre Dios y el Diablo, Verdad y Error, Salvación y Perdición, Nosotros y los Enemigos.
Los momentos de "caza de brujas" son siempre religiosos, apocalípticos. Confrontación entre el Bien y el Mal, en el Armagedón. Todo es Absoluto. Y con el Mal absoluto no se puede tener ni complacencia ni escrúpulos éticos. La ética se suspende porque, para ser aplicada, es preciso que haya, por parte de las personas involucradas, el reconocimiento de una cualidad común, que las une a todas. La ética nace de la empatía, esta capacidad que tenemos de sentir aquello que está aconteciendo con el otro. Pero esto sólo es posible si se acepta que somos parecidos, habitantes de un mundo común, hermanados de alguna forma. La "caza de brujas" elimina este hilo de unión. La "bruja" es emisaria de un mundo infernal que no tiene derechos. Por eso la lucha contra ella es semejante a la lucha contra el SIDA: algo contra lo cual todos los métodos son válidos. Contra el Sucio no hay "guerra sucia". Contra los emisarios del Infierno todas las torturas se justifican. Así, cuando los torturadores se defendían, alegando inocencia, ellos tenían absolutamente la razón. En el mundo en que vivían, y que ahora se encuentra relegado a sus espacios mentales, no podía existir la ética, porque el enemigo era una entidad de otro mundo, no-humano.
La ética sólo existe cuando se acepta que todos oscilamos entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Diablo. Todos podemos ser tentados, somos seres dividido, mezclados, confrontados permanentemente con la necesidad de decidir y de experimentar culpa. Pero en el Mundo Absoluto de la "caza de brujas" tal situación no existe más, porque el Bien y el Mal están completamente separados. Todas las decisiones ya fueron tomadas y no existe posibilidad de culpa. Así, es posible torturar por la mañana y jugar con los hijos por la tarde... Volver al mundo anterior a la culpa es, en cierto modo, recuperar el paraíso; la participación en esta comunidad sagrada (que puede ser una iglesia, un partido o una organización de torturadores) es algo que produce mucho placer: la sensación de poder, de verdad, de estar del lado del futuro...
Es ahí que la violencia se transforma en acto sacramental. Por medio de ella se definen lealtades, se delimitan conjuntos. Los que torturan son hermanos. Rehusarse a torturar es afirmarse como alguien que no pertenece al conjunto. Como rechazar el pan y el vino. Me contaron que, en un país de América Latina, encontraron cadáveres perforados por decenas de balas. Es evidente que la función de tantas balas no era práctica: para matar basta con una. Su función era otra: unir a todos los participantes en un mismo acto sacrificial. Cada bala en el cuerpo de la víctima era un hilo que unía a los participantes unos con otros. Las torturas, los masacres, los linchamientos, más que puros actos políticos, son actos eclesiales: por medio de ellos se establecen lazos de conspiración entre los miembros de una comunidad que se define como viviendo en los últimos tiempos, más allá de las mezclas entre el Bien y el Mal.
La delación también es parte de esta liturgia de participación. Delatar es decir al verdugo quién debe ser sacrificado. Y, con esto, aparece una nueva operación matemática: soy diferente a él, me separo del enemigo, lo entrego al sacrificio, y así me afirmo como miembro del cuerpo sacerdotal. La delación hace esto: afirma la pertenencia a un grupo por medio del establecimiento práctico del odio a otro. Delatar, por tanto, no es transgredir la ética; es enunciar una metafísica y confesar una lealtad.
De esto era que yo tenía miedo. Solamente mucho tiempo después comprendí los fundamentos sociales de mis temores. La Iglesia Católica tiene una eclesiología fuerte -en verdad es una eclesiología fuerte. Sus fronteras institucionales y su teología delimitan un espacio y un tiempo inmensos, que rebasan los tiempos y los espacios políticos. Ella aprendió el arte de la sobrevivencia. Y este arte tiene que ver con el mantenimiento de la integridad institucional, siempre que surge algún peligro. Así, en medio de la "caza de brujas", se constituyó en una "ciudad de refugio", en un "santuario" donde los perseguidos encontraban abrigo. Pertenecer a la Iglesia era más fuerte que pertenecer al Estado. Pero con las iglesias protestantes la situación era distinta. Eran comunidades pequeñas, marginales, sin reconocimiento, deseosas de "pertenecer" a algo mayor: nada mejor que una situación de "caza de brujas" para afirmar, ante al Estado, su lealtad, garantizando así su derecho de participar del poder. ¿Y qué mejor prueba de lealtad puede existir que entregar a sus propios hijos para el sacrificio?
Regresé a Brasil. Comencé a aprender a convivir con el miedo. Antes eran sólo fantasías. Ahora, se presentaba en aquel hombre que examinaba mi pasaporte y lo confrontaba con una lista de nombres. Allí estaba yo, flotando sobre el abismo, fingiendo tranquilidad (cualquier emoción me podía denunciar), hasta que me lo devolvió. Camino a casa, en el coche de un amigo, comenzaron las confirmaciones: "Mira Rubem, el Supremo Concilio recibió un documento de acusaciones contra seis pastores, y tú eres uno de ellos. Y circula también el rumor de que fuiste denunciado a la ID-IV, de Juiz de Fora..."
Era el inicio de una gran soledad. Primero, tenía que volver a la parroquia de la cual era pastor, en Minas Gerais. Recuerdo aquella noche, en el autobús, camino de Lavras, un viaje interrumpido por los militares que buscaban a Fernando Dias, y ellos, pausadamente, iban uno por uno de los pasajeros, en la oscuridad. Yo no podía ver sus caras, las linternas iluminaban la lista de los que buscaban, iluminando los documentos de cada uno y, finalmente, el foco sobre el rostro. Yo había visto cosas así en el cine: la posibilidad de ser arrastrado a la oscuridad en cualquier momento, sin saber si volvería. Las coincidencias: justamente ese día habían tomado esa ciudad. Los militares venidos de fuera hacían su trabajo. El cuartel de la policía estaba lleno de presos. ¿Cómo explicaría, al llegar, los libros que llevaba? Fue una noche entera abriendo cajas, separando libros, quemando, metiendo otros en sacos para tirarlos al río. Uno de los libros era Communism and the Theologians, de Charles West, perfectamente inocente. Pero el forro era rojo, con la hoz y el martillo. Lo quemé con un sentimiento de una grande y absurda pesadilla. Temprano en la mañana, mis amigos me aconsejaron salir de la ciudad. Volví un mes después. Además, estaban aquellas acusaciones contra los seis pastores ante el Supremo Concilio de la Iglesia Presbiteriana de Brasil. Me dirigí ante la autoridad competente para solicitar una copia del documento. Me dijeron que no podía ser informado de lo que se me acusaba. Finalmente alguien robó el documento y me lo dio. Eran más de cuarenta acusaciones: que predicábamos que Jesús tuvo relaciones sexuales con una prostituta, que nos deleitábamos cuando nuestros hijos escribían frases de odio contra los estadounidenses en las latas de leche que donaban (eran los años del programa "Alimentos para la Paz"), que éramos subvencionados con fondos soviéticos. Lo bueno del documento estaba justamente en su virulencia: ni los más obtusos podían creer que fuésemos culpados de tantos crímenes. Pero lo trágico era precisamente esto: que personas de la iglesia, hermanos, pastores y ancianos, no tuviesen un mínimo de sentimientos éticos y nos hayan delatado de esa forma.
Después fue la delación directa a los militares. Era una tarde fría de sábado. Silvio Menicucci, munícipe amigo mío, me telefoneó: "Venga al Hotel Central. Hay un abogado de Juiz de Fora con documentos que son de su interés". No me dijo más, no era necesario. Comprendí. Y gelei. Allí estaba el "dossier", resultado de la incursión militar de meses atrás. Yo era uno de los indiciados. Lo que más me dolió fue que una de las piezas básicas de la denuncia era un documento de la dirección del Instituto Gammon, escuela protestante, que funcionaba en un terreno que perteneció a mi bisabuelo, y que él le vendió a los misioneros que huían de la epidemia de fiebre amarilla en Campinas, a fines del siglo pasado. Las acusaciones no eran frontales, eran sólo insinuaciones. Nada tenemos que ver con este señor. Se lavaban las manos. Vine a Campinas para pedir que el cuerpo directivo me defendiese. Pero lo que encontré, de nueva cuenta, fueron manos bien lavadas. Y siempre fue así. Me parecía que los protestantes tenían horror absoluto a cualquier persona que hubiese sido acusada. "Quien nada debe, nada teme": el temor ya era prueba suficiente de culpa. Además, era muy peligroso ser amigo de quien fue delatado. Como dice la canción: "¿Cuando la desgracia es profunda, qué amigo se compadece?" Al amigo de la bruja, le debe gustar la brujería. Quien apareció para ayudar, gratuitamente, fue Eugenio, un masón, a quien no conocía yo bien. Era enfermero, de esas personas que conocen la ciudad entera. Tocó a mi puerta y le abrí: "Sabemos que está en dificultades. Venimos a ofrecernos para ayudarlo".
Y fue conmigo, hasta Juiz de Fora, abriendo puertas con sus compañeros masones. No lo olvidé. Pero no se podía hacer nada. Yo estaba muy cansado. Comprendí la inutilidad de la lucha. Quería estar lejos de allí, del miedo: poder amar y jugar sin sobresaltos, recuperar el placer perdido de expresar mis pensamientos sin voltear, en busca de oídos, sin bajar la voz...
Fue entonces que la Iglesia Presbiteriana Unida de los E.U.A. en combinación con el presidente del Seminario Teológico de Princeton, me invitaron a estudiar el doctorado. No se me olvida el momento cuando despegó el avión. Respiré hondo y sonreí, relajado, en la deliciosa euforia de la libertad. Aún ahora, cuando despega un avión, siento de nuevo aquel instante.
Pero, si en la partida está la euforia de la libertad,
en la llegada está la tristeza del exilio.
Aquél no era mi mundo.
Miraba a mis colegas, paseando por el césped, sólidos, con claras definiciones por delante, luchando por las credenciales que les permitirían ingresar en la jerarquía del saber. Pero mi deseo estaba lejos. Parodiando a Cecilia Meireles:
El cuerpo en aquellas salas,
al alma en lejana tierra,
en cada vida exiliada,
qué sorda perdida guerra.
Lo que el doctorado exigía de nosotros era el dominio de un campo del saber: to dominate the field, scholarship. Pero sucede que yo soñaba con un mundo que perdí. Y me asombraba con las cuestiones que los estudiantes habían escogido como aquellas a las que dedicarían cuatro o cinco años de sus vidas. Para mí eran abstracciones fantásticas, que no lograba relacionar con nada. recuerdo los famosos coloquios con estudiantes de ética.. Los problemas más dolorosos, de vida y muerte, eran transformados en trapecios donde se ejecutaban virtuosismos intelectuales. Porque lo que estaba en juego no era la vida ni la política, sino los ejercicios analíticos en que se jugaba una habilidad intelectual. Pero no me quedaban alternativas: al exiliado sólo le resta obedecer las leyes del país que lo recibe. Tenía que aprender a jugar el juego que todos jugaban.
Lo que deseaba era pensar mi destino.
Y el pensamiento es algo que acontece como la construcción de casas. En São Tomé das Letras, las casas son de piedra, en las florestas son de madera, y entre los esquimales los iglús son de hielo. Son los materiales que están a la mano. El pensamiento hace lo mismo: busca los materiales de que dispone para representarse. Los materiales para el pensamiento son los símbolos. Cada época se piensa con símbolos diferentes. Y no podría ser de otra manera, pues el pensar no puede suceder en el vacío. Porque los símbolos de que uno dispone eran, en gran parte, religiosos, precipitados de una vida, y si dijera "juego de cuentas de vidrio", los símbolos religiosos son parte de mi propio cuerpo, tendrían que aparecer.
Este libro es una meditación ruda sobre mi propio cuerpo: su espacio, su tiempo, sus valores, sus esperanzas, sus luchas. Si recorremos caminos aparentemente tan distantes de la carne que ríe y llora es porque el rigor académico prohibió que el cuerpo hable. Y es por eso que, para hablar, él tiene qeu valerse del lenguaje de otros, portadores de dignidad y reconocimiento. Si yo lo digo simplemente, no pasa de ser mi opinión. Pero si cito a alguien, el lenguaje adquiere peso de evidencia y comprobación. Yo necesitaba encontrar palabras que ayudaran a mi cuerpo a crearse de nuevo, ahora en la triste condición de exiliado. Porque yo entiendo que la teología es básicamente esto -ya lo dije-: un ejercicio de hechicería sobre este misterio, de que la Palabra se hizo Carne, y eso en el sentido más absolutamente literal.
Aprendí a repetir, como nunca, aquel salmo terrible, el 137. Sé que no es edificante, pero es muy verdadero. Nuestra verdad no siempre es bella, a veces es terrible.
Pensar la espera.
Vivir sobre la nostalgia.
Ser capaz de plantar árboles a cuya sombra nunca me sentaría.
Jeremías lo dijo por mí. Había, en Babilonia, un bando de revolucionarios que anunciaban para muy pronto el fin del cautiverio. Y el profeta les escribió aquella carta, que debe haber sido maldecida como producto de una mente derrotada y conservadora:
Plantan árboles, comen de sus frutos.
Construyen casas y habitan en ellas.
Tienen hijos, y los dan en casamiento.
La demora será larga.
Mientras se espera es preciso vivir.
Y entonces, aquel gesto maravilloso, Jerusalén sitiada, la invasión era cierta. Y el profeta toma sus bienes y compra un campo. Sus amigos deben haberlo juzgado un loco. Es una inversión suicida comprar tierra que se va a volver morada de chacales, donde va a crecer la hierba... Pero él dijo: "Aún se plantarán viñas en este lugar".. Y me pareció, entonces, que "Dios" era un nombre que se pronunciaba siempre que alguien quería indicar la terquedad de la esperanza, cuando no había ninguna razón para esperar, el absurdo de la sonrisa, cuando no había ninguna razón para reír, Abraham construyendo una cuna, siendo Sara ya vieja, de senos y vientre marchitos.
Sé que no hay brotes en las higueras
ni frutos en las vides.
No se recogen aceitunas
y en los pomares no hay frutos.
En los pastos no se ven rebaños
y en los corrales no se ve el ganado.
Pero todavía me alegro...
No, Dios no es un sustantivo. Es esta extraña conjunción, todavía, la que enuncia la absurda ligazón entre la muerte que se anuncia y la vida que brota, a pesar de todo. Si fuera así, yo seguiría hablando de Dios como fundamento de una terquedad de tener esperanza. Fue entonces que encontré a Bloch como precursor, él escribió aquello que estaba diciendo: "Donde está la esperanza allí está la religión".
Yo quería re-inventar las palabras. Porque las palabras, de tantas repeticiones, se van desgastando y, de repente, no son más que colillas de cigarro, vacías, agarradas a los troncos rugosos de los árboles, testimonios de un espacio donde estuvo la vida. Esto era lo que sentía, en relación a los símbolos de mi tradición: cuentas de vidrio, opacas y sin brillo. Pero yo las amaba e imaginaba que, quién sabe, tal como sucedió con la lámpara de Aladino, volverían a brillar, transparentes, si fuesen calentadas con sufrimiento y esperanza. Esta era mi dolida y presuntuosa esperanza: hacer vivir una cosa que, para mí, estaba muerta.
Este libro es eso: un exorcismo para la resurrección de los muertos. Quién sabe (pensaba yo), si estas cosas que voy a escribir serán capaces de reunir a los conspiradores que amo aunque no los vea... ¿Y no es este el secreto de cualquier libro? ¿Que sea capaz de dar nombres y de crear imágenes vivas para nuestros sueños de amor? Yo ya estaba de acuerdo con Bachelard: para convencerse es necesario restaurar a las personas los caminos para los sueños primordiales.
Soñar a Dios de nuevo, de otro modo.
El pedazo arrancado de nuestro cuerpo,
nombre no dicho de la nostalgia,
satisfacción fugaz (como la brisa que pasa) del deseo
(inolvidable...)
Conspiradores:
compañeros a quienes no hay que explicar nada,
pues respiramos el mismo aire: con/spirar...
Pues no es así?
Entienden no porque expliquemos con claridad, sino porque ya lo sabían muy bien, antes que hubiésemos dicho. Dicen que hay, permeando las cosas físicas que forman al cuerpo (músculos, sangre, huesos), una cosa invisible, a la que le dan el nombre de alma. Nunca la vi, pero creo, porque siempre me duele con un dolor que nada puede curar. Y escucho, allá en lo más profundo un grito sofocado contra la soledad. Porque es en los misterios del alma donde vive la nostalgia por los amigos: pensaba en aquellos con quienes podría compartir, hermanos, por haber comido el mismo pan amargo. Ellos podrían ser compañeros de batallas futuras. En lenguaje teológico, yo buscaba los contornos de una nueva eclesiología, que fuese fiel a mi experiencia. El venerable San Agustín, que leyó las Sagradas Escrituras, [...] ya me había dicho que una comunidad se define en función de un amor común. Con lo que estoy de acuerdo. No es el origen, es el destino... ¡Y como yo me sentía lejos y distante de aquella iglesia que un día fue objeto de mi amor! Recuerdo el primer día, cuando llegué a Lavras y entré en el templo vacío, con sus vitrales coloridos y su órgano de tubos: pensé que sería un bonito lugar para estar toda la vida. Pero, ¿qué quedaba de la Iglesia Presbiteriana que yo amé? Absolutamente nada. Mi desprecio era total, irremediable, absoluto. La cuestión de las notae ecclesiae -las marcas de la Iglesia. No es nada abstracto. Es como cuando se sale a buscar un lugar donde vivir, y el corazón dice que debe tener árboles y la casa deberá ser vieja para contar muchas historias (las casas nuevas hablan poco, porque nunca fueron cómplices de misterios), y será bueno si de ella se puede oír, de vez en cuando, el signo de alguna iglesia, para que la gente no se olvide ni de la infancia perdida ni de la vejez que llega. Así, la boca va hablando de las marcas de la casa donde a la gente le gustaría vivir. Y la misma cosa podría hacerse con las personas con quienes a la gente le gustaría vivir: tendrían que saber jugar, los ojos deberán tener el brillo de la eternidad, y se les tendrá tanta confianza que, cada vez que uno hable, todos digan "amén", sin que haya necesidad de una comisión de examen de cuentas. La Iglesia, aquí, en mi teología, es apenas el nombre de la comunidad con que sueño. El problema es que tanto católicos como protestantes piensan que ellos ya la encontraron. Yo lo veo distinto: la Iglesia es una Ausencia permanente, nombre de un Deseo, horizonte que llama y se aparta...
Al principio este libro iba a ser una eclesiología. Traducido en lenguaje accesible: un ejercicio en la utopía sobre las marcas de una comunidad que no existe en ningún lugar (es invisible) y que, por lo mismo, está en todas partes (es católica, universal), un horizonte del deseo, algo que aún no nace, y que, si naciese, todo el mundo sonreiría. Como el "Übermensch" de Nietzsche: el hombre que aún no existe, pero que está en gestación dentro de mí.
¿La ventaja de esto?
Creo que, sobre todo, abrir el espacio para el sueño.
En el cautiverio los presos sueñan con la libertad
y en el exilio surgen las canciones del retorno.
Un horizonte de esperanza.
Y cuando se espera, el futuro se vuelve un juicio sobre el presente.
Esta ha sido una de las grandes funciones de la utopía.
Mostrar que es posible un mundo diferente. Y, con ello, el absurdo del presente.
El presente se vuelve objeto de risa.
Reír de las iglesias, de los partidos, de los estados.
Si la comunidad sagrada es una Ausencia, un futuro del que se tienen nostalgias, entonces todas las cosas presentes sólo pueden ser cosas humanas, para siempre.
No se les permite erigirse como altares.
Nada es sagrado: ni torres, ni programas, ni banderas.
Sagrado es apenas el vacío del deseo.
Los altares han de abrirse para los espacios libres del futuro, donde habitan las cosas que aún no llegan.
Sobre todo, está prohibido a cualquier poder el derecho de la vida y la muerte sobre las personas.
Que las espadas se transformen en arados,
que las espadas llenas de sangre sean quemadas,
que las prisiones sean abiertas,
que los esclavos sean libres...
La eclesiología se transforma en política:
es política, en su forma onírica.
Sentí que la tarea del teólogo es la de ser el bufón de la corte:
cuando todos proclaman la belleza de los vestidos del rey, de los parlamentos de los cardenales, de los trajes de los banqueros, de las espadas de los generales,
él proclama
la desnudez universal.
Cuando el Nombre Sagrado es pronunciado todas las fantasías se hacen invisibles.
Sólo que yo no percibía el peligro de mi propuesta:
quien se propone ser el bufón de la corte
acaba siendo buey para el corte.
Allí mismo comenzó el corte.
Dijeron que yo no podría escribir una tesis con aquellos propósitos. Una tesis doctoral, alegaron, tiene que ser un ejercicio analítico, pura demostración de maestría técnica. Trabajar sobre el pensamiento de otros. Pero yo me proponía pensar por mi cuenta. Mi tesis era constructiva. Y esto estaba prohibido.
Yo vivía en el exilio, esperando volver: y era preciso pensar la vida. Mi dolor no me permitía otra cosa. Siempre es así: el pensamiento aparece en el lugar del sufrimiento. Si mi corazón late sin problemas, hasta me olvido de que existe. Pero basta con que me dé unos tropezones para que se transforme en el centro de mi mundo. ¡Ah! ¡Cómo me vuelvo consciente de él! El pensamiento vive en el lugar donde el cuerpo me duele. Y el mío me dolía en un lugar diferente: mi dolor era la lucha por seguir teniendo esperanzas. Sería terrible si la vida se asentase en la tristeza. Sólo puede decir que mi tristeza no me dejaba alternativas, que yo tenía que escribir con mi sangre los pensamientos nacidos en mi cuerpo. El análisis lo haría tomando mi propia carne como texto.
¿Y no es esto lo que dicen los textos sagrados,
que somos un verbo encarnado?
Sólo que a mi carne le faltaba la respetabilidad académica de un texto para ser investigado.
Para mí, la verdad era muy distinta:
yo como el único texto merecedor de mi trabajo intelectual.
No hay ninguna arrogancia en esto.
Es que no es posible, para nadie, estar fuera de sí mismo: somos nuestros temas permanentes. Como decía Feuerbach: el hombre es su propio Absoluto.
Y así sucedió, contra la prohibición académica.
Yo sabía que, para pensar una comunidad, es preciso primero pensar un lenguaje. En él se encuentran sus sueños de amor. Solamente eso hace un pueblo. Los hombres y las mujeres se dan las manos cuando tienen un objeto común de lealtad. Así, me dediqué a investigar apenas dos cosas: los objetos de deseo (en jerga psicoanalítica) u objetos de fruición (en lenguaje agustiniano). Una meditación sobre "el oscuro objeto del deseo". Y, con ello, las vicisitudes del poder, para llegar al objeto del amor. En realidad, parece que este es el resumen de todo lo que existe: el poder y el amor. La vida no es más que un tapete que se teje sobre estos dos dioses: Marte y Venus. En medio de ellos está nuestra bella Tierra, donde sucede la vida...
Cuando llegué al final de la investigación sobre el lenguaje, entretanto, ya había escrito más de 300 páginas, y el tiempo estaba terminándose. Como dice el sabio del Eclesiastés, "escribir libros y más libros no tiene límite, y el mucho estudio desgasta el cuerpo". Pedí entonces a mi guía que aceptara mi introducción a una eclesiología futura como tesis. Y aceptó. Ya no se trataba entonces de una eclesiología, era otra cosa: una meditación sobre la posibilidad de liberación. Y le di, entonces, el título de Towards a Theology of Liberation. Era el año de 1968. ¿Por qué escogí este nombre, que hasta el momento no había aparecido como título de ninguna teología? Había abandonado completamente la ilusión de que la teología podía ser un conocimiento de Dios. Dios es un enorme e innominado misterio, y lo que podemos decir se refiere apenas a aquello que acontece en mí al confrontarme con aquello que Rudolf Otto llamó "Lo Totalmente Otro", el Mysterium Tremendum. La teología es una antropología; hablar de Dios es hablar de nosotros mismos (Feuerbach). No, no estoy transformando al hombre en Dios. Sólo estoy diciendo que Dios es un nombre que sólo es pronunciado en las profundidades del cuerpo humano. De modo que no me interesaba absolutamente el esfuerzo "científico" de escribir tratados de anatomía, fisiología y psicología divinas, que estaban de moda en los seminarios. ¿Cómo es que tal tarea increíble podría siquiera imaginarse que fuera posible? Porque se aceptaba que había una revelación escrita en las Sagradas Escrituras. Tanto los teólogos fundamentalistas como los exegetas crítico-científicos comulgan con esta creencia: si llegamos a la verdad misma del texto habremos llegado al conocimiento de un secreto de Dios. Pero yo no podía pensar así. Las Escrituras eran Sagradas para mí solamente porque ellas decían en lenguaje poético aquello que, dentro de mí, ya era un gemido inarticulado: revelación de mis deseos, del Thánatos que me habita, de la Vida que me hace jugar y luchar. Solamente podía decir esto: son sagradas, divinas, por ser un espejo de mí mismo; experiencia de revelación. Así, el nombre de la cosa que yo escribiera no podría referirse a Dios. Era algo modesto, humano...
Pero tampoco podría ser demasiado modesto. El amor está siempre en busca de un mundo. La moda, en aquellos días, era la teología de la esperanza, de Jürgen Moltmann. La esperanza es una cosa bella, que amo. Pero ella vive dentro de la subjetividad, es una cosa interior. Esto no me bastaba. Yo no quería sólo seguir teniendo esperanza, quería ser capaz de percibir los signos de su posible realización en la vida de los individuos y de los pueblos. No me bastaban soñar los jardines: era necesario saber que podrían ser plantados. El amor por los jardines tenía que transformarse en un manual de jardinería. La esperanza tenía de se exprimir como política.
Era algo extraño: esta metamorfosis de la teología en política, este traer los cielos a la tierra. Pero yo estaba convencido de que, en aquel juego de cuentas de vidrio que estaba jugando, esta sustitución era posible. Este es el secreto de la metáfora: esto es aquello, este pan es mi cuerpo, cosas diferentes que son iguales. Pero, ¿de la teología a la política? ¿La teología es política? ¿De qué forma ejecutar este salto mortal sobre el abismo? Sucede que la teología cristiana se construyó sobre la absurda afirmación de la encarnación: Dios se hizo hombre, eternamente. Lo que significa que Dios desaparece, se mezcla para siempre en la invisibilidad, y la única cosa que queda por ser vista es el rostro del hombre y el jardín que le es prometido. No Dios, sino el Reino, no el Rostro imposible de ser contemplado, sino la tierra transfigurada. "He aquí que hago nuevas todas las cosas..." Eso era: hablar sobre este hacer que trae un nuevo mañana. La esperanza salía del interior de la subjetividad y se derramaba sobre la tierra: los desiertos se transforman en jardines... Y me pareció que una bella imagen poética para describir este movimiento era la de un pueblo que fue esclavo, caminando por la esperanza, a través del desierto. O Jeremías, quien en la amargura de un largo cautiverio, compró un pedazo de tierra en su ciudad sitiada, afirmando con ello la terquedad de la esperanza. Yo sentía que estas eran metáforas poéticas que reverberaban en mi experiencia. La esperanza en movimiento, luchando por un futuro, (a)fe(c)to que desea salir, por la angustia de paisajes apartados, parto: liberación. "La creación entera gime, con dolores de parto..." Y así bauticé esta tesis/hija: Towards a Theology of Liberation, nombre que se encuentra en el original y en el registro de derechos de autor.
La defensa fue una batalla. Y lo comprendo. Por decisión propia escribí lo que quise. Pecado de soberbia. El texto debe haber ofendido gustos acostumbrados a teologías más amables. Alguna sanción tenía que imponerse. Se buscaba la reprobación o que se escribiese todo de nuevo. Mi amigo R. Shaull, entretanto, dejó claro que yo nunca haría eso. No soportaría un año más en los jardines colgantes de Babilonia. Me aprobaron con la nota más baja. No sabía que aquel era el primer afluente, casi sin agua y sin nombre, de un gran río: la teología de la liberación...
Un editor católico se interesó por mi texto. Tuvo apenas una objeción. El nombre del libro era medio exquisito: liberación, un nombre sin respetabilidad teológica, sobre el que nadie hablaba. Lo que estaba en la cresta de la ola era la teología de la esperanza. Y me sugirió cambiar el título, para entrar en el debate. Siempre es más fácil pegarse a un tren que ya está corriendo que hacer otro nuevo, partiendo de cero... Y así quedó: A Theology of Human Hope (Washington, Corpus Books, 1969). Con esto, el nombre "teología de la liberación" se me escapó... Harvey Cox escribió el prefacio. Generoso. Nunca me había visto ni sabía nada de mí. Su nombre ya era una llave mágica que abría todas las puertas teológicas. Y fue así que él abrió lo que otros quisieron cerrar. Fue el inicio de una amistad profunda. Hace poco, el 10 de julio de 1987, celebré la Pascua judía en su casa. El sol se estaba poniendo y su esposa comenzó la liturgia encendiendo las velas y cantando una canción cuyos orígenes se pierden en el pasado remoto. Después él bendijo el vino y cantó otra canción, en hebreo. Qué extraño: ver a un teólogo bautista diciendo palabras en esta lengua sagrada, en una tradición diferente... Luego comentó: "Todos pertenecemos a este pasado..." Sentí los buenos sentimientos de estar allí comiendo y bebiendo con con/spiradores, celebrando memorias y esperanzas.
Ahora me siento en paz con algo que ya se anunciaba en mi texto, pero que yo no tenía el valor de decir, ni siquiera a mí mismo: hallo que consigo vivir sin Dios.
Un caqui es un caqui: mágico, erótico.
Efímero.
Maravillosamente divino.
Un caqui eterno no podría ser comido: no sería objeto de gozo.
Gozo el caqui y, para esto, no necesito pruebas encontradas más allá de las estrellas.
El caqui no tiene porqués... Él es rojo porque es rojo.
Así es la vida,
así soy yo,
caquis,
compañeros de "barcas y gaviotas",
y su tranquila simplicidad de existir.
Hay una tristeza, sí.
Todas las puestas de sol,
todos los abrazos de amor,
todas las cosas bellas
son tristes.
Somos endechadores.
Vivir y convivir con la pérdida.
Eso es lo que nos hace bellos: "la mirada de eternidad..."
No es que hayamos visto la eternidad, y que ella se encuentre morando en nosotros. Es la eternidad del deseo, la inmensidad de la nostalgia, los espacios sin fin. El Padre nuestro mora en los cielos, donde vuelan las aves, espacio vacío, pura permisión, ausencia.
Presencia de una ausencia.
¿Por qué escribo teología si no necesito creer en Dios? ¿No debe, cualquier tratado de teología, comenzar con el capítulo "Pruebas de la Existencia de Dios?" Si hubiese pruebas yo no necesitaría hacer teología. Cuando voy a la playa no necesito llenarme de pruebas de la existencia del mar y de la existencia del sol. En la playa no pienso sobre el sol ni sobre el mar. Simplemente gozo, disfruto.
Quienes necesitan pruebas de la existencia del mar y del sol son los habitantes del infierno, donde no existe ni sol ni mar.
Quien hace la ciencia de Dios no debe estar muy confiado: no hay calor ni color azul...
En la playa lo que se hace no es probar: ciencia.
Es gozar: poesía.
La poesía es el discurso de la fruición, de la unión mística.
Por eso hago teología.
Porque es bello.
La teología es como un juego:
alegría sin metafísicas...
Gozo en el propio texto.
Porque le hace bien a mi cuerpo.
Sacramento que distribuyo a los conspiradores.
Un modo de hacer el amor universalmente,
esparcir mis simientes,
buscar la suprema alegría de ver, en el rostro de los otros,
la alegría de encontrarse en lo que escribo.
Ser para ellos, por mi texto,
un caqui.
Toma y come: esto es mi cuerpo.
Y es sólo esto que lo yo pido, casi veinte años después: que lean este texto pensando en el poema que podía haber sido, pero que no fue. Quiso ser poema, pero no sabía cómo, y ni puede...
P.S.: Si usted no es teólogo no necesita leer "El lenguaje del humanismo político como crítica del lenguaje teológico" (Cap. I, 3). Allí el caqui está verde, se pega en la boca, como astringente, y quien no fue entrenado tiene el derecho de escupir. Si se sirvió el caqui así, verde, es porque había personas a las que les gustaba. Recordando a Nietzsche: el secreto del doctorado es aprender a gustar de cosas chats...
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