Correio Popular, 24 de diciembre de 2000
Versión de L. Cervantes-Ortiz
De niño, allá en Minas, había una cosa, una única cosa que envidiaba yo a los católicos: en Navidad, ellos armaban nacimientos y nosotros, los protestantes, teníamos árboles de Navidad. Pero éstos, por muy bonitos que fuesen, no me conmovían como el nacimiento: una cabañita cubierta de musgo, María, José, los pastores, ovejas, vacas, burros, mezclados con reyes, ángeles y estrellas, en una mansa fraternidad, contemplando a un niñito. La contemplación de un niñito amansa el universo. Los católicos más humildes se alegraban al hacer sus nacimientos. Las pobres salas de visita se transformaban en un lugar sagrado. Las casas permanecían abiertas para quien quisiera unirse a los reyes, pastores y animales. Y nosotros, los niños, con los pies descalzos —los zapatos sólo se usaban en ocasiones especiales— pregerinábamos de casa en casa, para ver repetirse la misma escena.
Los niños, con envidia, tratábamos de hacer nuestros propios nacimientos. Los preparativos comenzaban mucho antes de Navidad. Llenábamos latas vacías de dulce de guayaba con arena y en ellas sembrábamos alpiste o arroz. Después, los brotes verdes comenzaban a aparecer. El escenario del nacimiento del Niño Jesús tenía que ser muy verde. Sobre los brotes colocábamos animalitos de celuloide. En ese tiempo no había plástico. Tigres, leones, bueyes, vacas, monos, elefantes, jirafas. Sin saber, estábamos representando el sueño del profeta que anunciaba un día en que los leones comerían hierba junto con los bueyes y los niños jugarían con las serpientes venenosas. Hacíamos la caballeriza con bambú. Y las figuras que faltaban las completábamos artesanalmente con muñequitos de arcilla. Tenía que haber también un laguito donde nadaban patos y cisnes. No importaba que los patos fueran más grandes que los elefantes. En el mundo mágico todo es posible. Era una escena näive, primitiva, ajena a las reglas de la perspectiva. Un nacimiento verdadero tiene que ser infantil. Y las figuras más desproporcionadas en ella éramos nosotros mismos. Porque, si construíamos el nacimiento, era porque nos hubiera gustado estar dentro de él. Éramos adoradores del Niño, junto con los animales, las estrellas, los reyes y los pastores —sin importar que estuviésemos descalzos y con la ropa sucia.
Siempre me pregunté las razones por las que esa escena, en toda su realidad onírica, me agita tanto y tan hondo. No siento alegría al contemplarla. Siento una tranquila belleza triste. Me gusta. Es una ausencia acogedora. Carlos Drummond de Andrade un poema llamado “Ausencia”. No sé a propósito de qué —si era por causa de un amor perdido, de una persona querida que estaba lejos— le dolía la nostalgia. Y él escribió, para explicarse y consolarse:
Por mucho tiempo creí que la ausencia era falta.
Y lastimaba, ignorante, la falta.
Hoy no la lastimo.
No hay falta en la ausencia.
La ausencia es un estar en mí.
Y la siento, blanca, tan pegada, acomodada en mis brazos,
que río y bailo e invento exclamaciones alegres,
porque la ausencia, esa ausencia asimilada,
nadie se la puede llevar de mí.
De niño, allá en Minas, había una cosa, una única cosa que envidiaba yo a los católicos: en Navidad, ellos armaban nacimientos y nosotros, los protestantes, teníamos árboles de Navidad. Pero éstos, por muy bonitos que fuesen, no me conmovían como el nacimiento: una cabañita cubierta de musgo, María, José, los pastores, ovejas, vacas, burros, mezclados con reyes, ángeles y estrellas, en una mansa fraternidad, contemplando a un niñito. La contemplación de un niñito amansa el universo. Los católicos más humildes se alegraban al hacer sus nacimientos. Las pobres salas de visita se transformaban en un lugar sagrado. Las casas permanecían abiertas para quien quisiera unirse a los reyes, pastores y animales. Y nosotros, los niños, con los pies descalzos —los zapatos sólo se usaban en ocasiones especiales— pregerinábamos de casa en casa, para ver repetirse la misma escena.
Los niños, con envidia, tratábamos de hacer nuestros propios nacimientos. Los preparativos comenzaban mucho antes de Navidad. Llenábamos latas vacías de dulce de guayaba con arena y en ellas sembrábamos alpiste o arroz. Después, los brotes verdes comenzaban a aparecer. El escenario del nacimiento del Niño Jesús tenía que ser muy verde. Sobre los brotes colocábamos animalitos de celuloide. En ese tiempo no había plástico. Tigres, leones, bueyes, vacas, monos, elefantes, jirafas. Sin saber, estábamos representando el sueño del profeta que anunciaba un día en que los leones comerían hierba junto con los bueyes y los niños jugarían con las serpientes venenosas. Hacíamos la caballeriza con bambú. Y las figuras que faltaban las completábamos artesanalmente con muñequitos de arcilla. Tenía que haber también un laguito donde nadaban patos y cisnes. No importaba que los patos fueran más grandes que los elefantes. En el mundo mágico todo es posible. Era una escena näive, primitiva, ajena a las reglas de la perspectiva. Un nacimiento verdadero tiene que ser infantil. Y las figuras más desproporcionadas en ella éramos nosotros mismos. Porque, si construíamos el nacimiento, era porque nos hubiera gustado estar dentro de él. Éramos adoradores del Niño, junto con los animales, las estrellas, los reyes y los pastores —sin importar que estuviésemos descalzos y con la ropa sucia.
Siempre me pregunté las razones por las que esa escena, en toda su realidad onírica, me agita tanto y tan hondo. No siento alegría al contemplarla. Siento una tranquila belleza triste. Me gusta. Es una ausencia acogedora. Carlos Drummond de Andrade un poema llamado “Ausencia”. No sé a propósito de qué —si era por causa de un amor perdido, de una persona querida que estaba lejos— le dolía la nostalgia. Y él escribió, para explicarse y consolarse:
Por mucho tiempo creí que la ausencia era falta.
Y lastimaba, ignorante, la falta.
Hoy no la lastimo.
No hay falta en la ausencia.
La ausencia es un estar en mí.
Y la siento, blanca, tan pegada, acomodada en mis brazos,
que río y bailo e invento exclamaciones alegres,
porque la ausencia, esa ausencia asimilada,
nadie se la puede llevar de mí.
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