Tempo e Presença, núm. 235, octubre de 1988, pp. 28-29.
Versión de L. Cervantes-Ortiz
Para que los niños duerman en la oscuridad y sin miedo no existe nada mejor que un cuello materno. Lo que hace extraño que justo las historias que se contaban para que el sueño llegase más rápido son las que colocaban muy lejos a las mamás. En Blanca Nieves, ella aparece apenas por un instante, cuando la sangre brota y enrojece la nieve acumulada sobre el parapeto negro de ébano de la ventana; y ella desea entonces tener una hija con la piel blanca como la nieve, rostros rojos como la sangre y cabellos oscuros como el ébano. Pero ella existe sólo en este momento efímero de deseo, pues muere luego de que nace la niña. Del padre no se tiene noticia. En La cenicienta, sucede algo parecido. La historia inicia con la muerte de la madre, el casamiento del padre con la madrastra y la distancia sin remedio del padre, que parte a un viaje sin retorno. En otra versión, el padre viudo se casa con una vecina, yéndose muy lejos, y la hija queda a merced de la madrastra que acaba por enterrarla viva por el figo de la higuera que el pajarito bicou. Hay otras historias en donde aparece la madre, pero más bien parece madrastra, como en el caso de la Caperucita roja, una niña bobita a quien la madre envía sola al bosque, a sabiendas de que por allá andaba el lobo. O Juan y María, que, durante la noche, escuchan aterrorizados los planes de sus padres para matarlos, abandonándolos a las fieras del campo.
Se repite un mismo script, como si las historias, diferentes, fueran sólo variaciones de un único tema: el abandono del niño, entregado a la maldad de la madrastra, sin tener a quien acudir, infinitamente lejos de un padre distante, o de una madre que sólo es un recuerdo, ausencia, un enorme vacío en medio de la noche… Somos huérfanos.
Mientras tanto, fueron estas tristes historias las que nos hicieron dormir. ¿No es extraño? ¿Que hayan sido repetidas por generaciones y que hayan sobrevivido? El secreto, tal vez, esté en el hecho de que cuentan, en el fondo, nuestra propia historia: somos niños perdidos en el bosque, aterrorizados por la noche que se aproxima, por fuera y por dentro, siendo inútiles todos los gritos. Y no hay madre cuyo cuello sea los bastante grande para hacer dormir nuestro miedo.
En la lengua zulú, cuando alguien quiere decir “muy lejos”, lo que dice es una palabra que, traducida literalmente, significa: “Allá, donde alguien grita ¡Mamá, estoy perdido…!” Suena bien, pues sugiere el dolor de este nombre: objeto supremo del deseo —este es el rostro que se invoca en la soledad— pero se sabe que nadie responderá.
Comprendo lo que hicieron los narradores de historias al anviar a las madres muy lejos: es que no hay remedio para nuestra orfandad. No es casualidad que este nombre haya sido transformado en símbolo sagrado, la madre de un Dios agonizante, Pietá: para decir qué madre es esta Madre deseada, que en todas ellas hay un poco de madrastra. Y un poco de orfandad también: ellas también están perdidas y dicen la palabra zulú…
Las historias hablan de nuestro mundo interior y dicen que los universos que habitan en el cuerpo giran todos alrededor de un Gran Vacío que tiene el perfil de una mujer. ¿Ya observaron la escultura de Miguel Ángel? No se trata de una madre real. Es demasiado joven, con un rostro juvenil, y los dobleces del vestido sugieren la belleza de un cuerpo de mujer. Sus ojos están en el vientre del hijo perdido, muerto. Sus brazos lo acogen. Hasta la orfandad suprema, de la propia muerte, sería bella si hubiese una Gran Madre Pietá para contarnos historias.
Vive en nosotros la madrastra (para ser perdonada).
Vive en nosotros el niño perdido (cuyo llanto se escuche noche adentro).
Vive en nosotros este inmenso maternal vacío, que arrulla nuestros sueños (en cuyo cuello nos dormimos).
“Cuando yo muera, sea niño o más pequeño, acércame a tu cuello y llévame adentro de tu casa. Desnuda mi ser cansado y humano y déjame en tu cama. Y cuéntame historias, si me despierto, para volver a dormir. Y dame tus sueños para jugar hasta que nazca cualquier día que tú sabes cuál es” (Fernando Pessoa).
Para que los niños duerman en la oscuridad y sin miedo no existe nada mejor que un cuello materno. Lo que hace extraño que justo las historias que se contaban para que el sueño llegase más rápido son las que colocaban muy lejos a las mamás. En Blanca Nieves, ella aparece apenas por un instante, cuando la sangre brota y enrojece la nieve acumulada sobre el parapeto negro de ébano de la ventana; y ella desea entonces tener una hija con la piel blanca como la nieve, rostros rojos como la sangre y cabellos oscuros como el ébano. Pero ella existe sólo en este momento efímero de deseo, pues muere luego de que nace la niña. Del padre no se tiene noticia. En La cenicienta, sucede algo parecido. La historia inicia con la muerte de la madre, el casamiento del padre con la madrastra y la distancia sin remedio del padre, que parte a un viaje sin retorno. En otra versión, el padre viudo se casa con una vecina, yéndose muy lejos, y la hija queda a merced de la madrastra que acaba por enterrarla viva por el figo de la higuera que el pajarito bicou. Hay otras historias en donde aparece la madre, pero más bien parece madrastra, como en el caso de la Caperucita roja, una niña bobita a quien la madre envía sola al bosque, a sabiendas de que por allá andaba el lobo. O Juan y María, que, durante la noche, escuchan aterrorizados los planes de sus padres para matarlos, abandonándolos a las fieras del campo.
Se repite un mismo script, como si las historias, diferentes, fueran sólo variaciones de un único tema: el abandono del niño, entregado a la maldad de la madrastra, sin tener a quien acudir, infinitamente lejos de un padre distante, o de una madre que sólo es un recuerdo, ausencia, un enorme vacío en medio de la noche… Somos huérfanos.
Mientras tanto, fueron estas tristes historias las que nos hicieron dormir. ¿No es extraño? ¿Que hayan sido repetidas por generaciones y que hayan sobrevivido? El secreto, tal vez, esté en el hecho de que cuentan, en el fondo, nuestra propia historia: somos niños perdidos en el bosque, aterrorizados por la noche que se aproxima, por fuera y por dentro, siendo inútiles todos los gritos. Y no hay madre cuyo cuello sea los bastante grande para hacer dormir nuestro miedo.
En la lengua zulú, cuando alguien quiere decir “muy lejos”, lo que dice es una palabra que, traducida literalmente, significa: “Allá, donde alguien grita ¡Mamá, estoy perdido…!” Suena bien, pues sugiere el dolor de este nombre: objeto supremo del deseo —este es el rostro que se invoca en la soledad— pero se sabe que nadie responderá.
Comprendo lo que hicieron los narradores de historias al anviar a las madres muy lejos: es que no hay remedio para nuestra orfandad. No es casualidad que este nombre haya sido transformado en símbolo sagrado, la madre de un Dios agonizante, Pietá: para decir qué madre es esta Madre deseada, que en todas ellas hay un poco de madrastra. Y un poco de orfandad también: ellas también están perdidas y dicen la palabra zulú…
Las historias hablan de nuestro mundo interior y dicen que los universos que habitan en el cuerpo giran todos alrededor de un Gran Vacío que tiene el perfil de una mujer. ¿Ya observaron la escultura de Miguel Ángel? No se trata de una madre real. Es demasiado joven, con un rostro juvenil, y los dobleces del vestido sugieren la belleza de un cuerpo de mujer. Sus ojos están en el vientre del hijo perdido, muerto. Sus brazos lo acogen. Hasta la orfandad suprema, de la propia muerte, sería bella si hubiese una Gran Madre Pietá para contarnos historias.
Vive en nosotros la madrastra (para ser perdonada).
Vive en nosotros el niño perdido (cuyo llanto se escuche noche adentro).
Vive en nosotros este inmenso maternal vacío, que arrulla nuestros sueños (en cuyo cuello nos dormimos).
“Cuando yo muera, sea niño o más pequeño, acércame a tu cuello y llévame adentro de tu casa. Desnuda mi ser cansado y humano y déjame en tu cama. Y cuéntame historias, si me despierto, para volver a dormir. Y dame tus sueños para jugar hasta que nazca cualquier día que tú sabes cuál es” (Fernando Pessoa).
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