Protestantismo y repressão. São Paulo, Ática, 1979, pp. 163-166
Versión de L. Cervantes-Ortiz
En este punto, entretanto, surge un problema que demanda resolución. En la medida en que los límites de su lenguaje denotan los límites de su mundo, el hombre que articula el lenguaje de la Providencia habita un mundo fijo y terminado. Mientras, este mismo hombre, en ciertos momentos, coloca entre paréntesis el lenguaje indicativo de la Providencia, suspendiéndolo en un silencio provisorio y articula, en su lugar, el lenguaje desiderativo de la oración.
¿Qué es la oración La oración es un lenguaje que expresa un deseo. En ella, el hombre coloca delante de Dios sus angustias y sus aspiraciones más profundas. Y ella estaría totalmente desprovista de sentido si la persona que ora no creyese que su deseo es capaz de modificar el curso de los acontecimientos. En la oración, el hombre intenta abolir el poder del así es por la magia del así debe ser. ¿Cómo explicar que aquél que hacía uso del lenguaje indicativo de la Providencia eche mano, ahora, de otro lenguaje, expresivo del deseo, el lenguaje de la oración?
El creyente podrá explicarlo diciendo que en la oración su deseo está siempre subordinado al deseo de Dios. “Hágase tu voluntad y no la mía”. Si es así, cabría preguntar por la función de la expresión de nuestro deseo. ¿No sería más consistente afirmar simplemente “Hágase tu voluntad”, sin ninguna referencia a lo que deseamos? Parece que tal explicación realmente no explica, porque hace a la oración superflua e innecesaria. El creyente podrá aún decir que la oración es esencialmente comunión con Dios y no un esfuerzo por conmoverlo, mágicamente. En muchos casos, en verdad, la oración es casi un silencio agradecido que no pide nada, y que dice apenas: “Gracias te doy, oh Dios”.
Estas explicaciones no agotan lo que es la oración. La oración es súplica, petición, lucha con Dios. Y en ella el hombre revela su protesta contra las cosas, tal como son, y la esperanza de que su deseo sea capaz de operar una nueva causalidad que habrá de cambiar el curso de los eventos. Un médico creyente hace uso de todos los recursos de la ciencia en su diagnóstico y tratamiento. Pero ora para que Dios lo ilumine y bendiga los medicamentos. Una madre ve que su hijo abandona la iglesia y entra en los caminos del mundo. Y ora, para que Dios haga alguna cosa para salvarlo. Una esposa, a pesar de la doctrina de la doble predestinación, ora para que Dios convierta a su marido incrédulo. Se ora por todas las cosas: por la salud de los enfermos, por el fin de las guerras, por el crecimiento de las iglesias, por la reconciliación de los enemigos, por la lluvia (para que caiga o se detenga), por el éxito de los negocios.
¿Por qué se ora? Cada creyente ora, si y sólo si, él cree que, de alguna forma misteriosa, sus deseos son capaces de mover a una voluntad suprema, que permanecería impasible si la voz de la oración no fuese articulada. Él ora porque cree que su oración tiene el poder para poner en acción una eficacia extra que no existiría si permaneciese en silencio.
La oración, por lo tanto, revela algo sorprendente: un creyente que no cree en la Providencia como causalidad de hierro, y un Dios diferente que acoge los deseos humanos y altera el curso de las cosas. En un universo rigurosamente determinista, en que las acciones son impotentes frente a lo real, la oración es una imposibilidad. ¿Se puede orar realmente cuando se confía totalmente en la Providencia divina? ¿No será el silencio tranquilo, comprensivo y confiado, la única actitud adecuada para la creencia de que todo sucede en virtud de los designios misteriosos y bondadosos de Dios?
Estamos delante de una contradicción. Dice la Providencia: “Todo lo que ocurre es efecto de una causalidad trascendente inflexible”. La Providencia y la oración no pueden armonizarse lógicamente. ¿Cómo explicar tal contradicción? Es necesario echar mano de recursos ajenos a la racionalidad protestante.
Freud, en Tótem y tabú, indica que hay grandes semejanzas entre la vida psíquica del hombre primitivo que utilizaba la magia, a fin de conseguir sus objetivos, y la vida psíquica de los neuróticos: “Los motivos que hacen que alguien use la magia son fácilmete reconocibles: son los deseos humanos […] El hombre primitivo tenía una gran confianza en el poder de sus deseos”. Los deseos son fuerzas capaces de cambiar el curso de las cosas. Malinowski, de forma similar, ve surgir el comportamiento mágico cuando la realidad se interpone a la realización del deseo. En la magia estamos frente a frente con un acto de rechazo: el ego no acepta como final el veredicto de los hechos. “Lo que es, no puede ser verdad” (Bloch). Lo que caracteriza el comportamiento de los neuróticos, igualmente, es su creencia de que los deseos son capaces de abolir el mundo real y poderoso para crear los deseos a que ellos aspiran. La magia y la neurosis son formas de rebelión del “principio del placer” contra el “principio de la realidad”.
¿Existirá alguna semejanza entre la magia y la oración? Evidentemente. Sólo se distinguen en la forma. En ambas el hombre es movido por la esperanza de que sus deseos, misteriosamente, serán capaces de conmover a lo real y alterar su curso. Como la magia, la oración es el gemido de la criatura oprimida, el rechazo para aceptar como final la crueldad de los hechos, la esperanza de que los valores humanos serán capaces de doblar la necesidad invisible, una apuesta en el “principio del placer”, en oposición al “principio de la realidad”.
Ahora, en el universo protestante, ¿qué es lo que define al “principio de la realidad”? Es la doctrina de la Providencia. La oración, por el contrario, es una mansa y murmurante protesta contra este orden cerrado, contra una providencia obcecada por la “gloria de Dios”, de tal forma que no hay lugar para la felicidad humana. Veo a la oración como un lapsus freudiano: un lenguaje reprimido y prohibido que, a pesar de la prohibición, se hace expresar incluso dentro del mismo lenguaje que lo prohíbe. La oración nos informa que el rebelde aún no muere. La conciencia aún no se inclinó, totalmente, hacia la Providencia. El alma todavía es capaz de expresar sus deseos, en oposición a la fatalidad.
Pero la relación entre estos dos lenguajes sigue siendo muy problemática. Como ya se señaló, ellas no pueden ser armonizadas lógicamente. En la medida en que el protestantismo se obsesiona con la “gloria de Dios”, no le es posible pensar, de forma consistente, en la significación de un lenguaje que articula las aspiraciones humanas. No existe, aquí, una síntesis entre razón y sentimiento [...] La ética protestante se caracteriza por desautorizar a los sentimientos, por reprimirlos y disciplinarlos por medio de una racionalidad heteronómica. Por esto la racionalidad protestante permanece fría, y su calor amorfo. Creo que esto explica, en parte, la pobreza artística del protestantismo. La creación de una obra de arte exige que el artista sepa combinar sus medios de expresión con sus sentimientos. En la obra de arte, forma y emoción se unifican. Los católicos fueron capaces de crear un drama litúrgico, la misa, en el que estos elementos se armonizan. Nada de esto encontramos en el protestantismo. El culto protestante oscila entre los extremos de la hipertrofia de la verbalización —la racionalidad fría— y la hipertrofia de la emoción —el calor amorfo—. El propio protestantismo oscila entre estos dos extremos: el protestantismo de la sana doctrina, por un lado, y el protestantismo del Espíritu, por el otro.
En este punto, entretanto, surge un problema que demanda resolución. En la medida en que los límites de su lenguaje denotan los límites de su mundo, el hombre que articula el lenguaje de la Providencia habita un mundo fijo y terminado. Mientras, este mismo hombre, en ciertos momentos, coloca entre paréntesis el lenguaje indicativo de la Providencia, suspendiéndolo en un silencio provisorio y articula, en su lugar, el lenguaje desiderativo de la oración.
¿Qué es la oración La oración es un lenguaje que expresa un deseo. En ella, el hombre coloca delante de Dios sus angustias y sus aspiraciones más profundas. Y ella estaría totalmente desprovista de sentido si la persona que ora no creyese que su deseo es capaz de modificar el curso de los acontecimientos. En la oración, el hombre intenta abolir el poder del así es por la magia del así debe ser. ¿Cómo explicar que aquél que hacía uso del lenguaje indicativo de la Providencia eche mano, ahora, de otro lenguaje, expresivo del deseo, el lenguaje de la oración?
El creyente podrá explicarlo diciendo que en la oración su deseo está siempre subordinado al deseo de Dios. “Hágase tu voluntad y no la mía”. Si es así, cabría preguntar por la función de la expresión de nuestro deseo. ¿No sería más consistente afirmar simplemente “Hágase tu voluntad”, sin ninguna referencia a lo que deseamos? Parece que tal explicación realmente no explica, porque hace a la oración superflua e innecesaria. El creyente podrá aún decir que la oración es esencialmente comunión con Dios y no un esfuerzo por conmoverlo, mágicamente. En muchos casos, en verdad, la oración es casi un silencio agradecido que no pide nada, y que dice apenas: “Gracias te doy, oh Dios”.
Estas explicaciones no agotan lo que es la oración. La oración es súplica, petición, lucha con Dios. Y en ella el hombre revela su protesta contra las cosas, tal como son, y la esperanza de que su deseo sea capaz de operar una nueva causalidad que habrá de cambiar el curso de los eventos. Un médico creyente hace uso de todos los recursos de la ciencia en su diagnóstico y tratamiento. Pero ora para que Dios lo ilumine y bendiga los medicamentos. Una madre ve que su hijo abandona la iglesia y entra en los caminos del mundo. Y ora, para que Dios haga alguna cosa para salvarlo. Una esposa, a pesar de la doctrina de la doble predestinación, ora para que Dios convierta a su marido incrédulo. Se ora por todas las cosas: por la salud de los enfermos, por el fin de las guerras, por el crecimiento de las iglesias, por la reconciliación de los enemigos, por la lluvia (para que caiga o se detenga), por el éxito de los negocios.
¿Por qué se ora? Cada creyente ora, si y sólo si, él cree que, de alguna forma misteriosa, sus deseos son capaces de mover a una voluntad suprema, que permanecería impasible si la voz de la oración no fuese articulada. Él ora porque cree que su oración tiene el poder para poner en acción una eficacia extra que no existiría si permaneciese en silencio.
La oración, por lo tanto, revela algo sorprendente: un creyente que no cree en la Providencia como causalidad de hierro, y un Dios diferente que acoge los deseos humanos y altera el curso de las cosas. En un universo rigurosamente determinista, en que las acciones son impotentes frente a lo real, la oración es una imposibilidad. ¿Se puede orar realmente cuando se confía totalmente en la Providencia divina? ¿No será el silencio tranquilo, comprensivo y confiado, la única actitud adecuada para la creencia de que todo sucede en virtud de los designios misteriosos y bondadosos de Dios?
Estamos delante de una contradicción. Dice la Providencia: “Todo lo que ocurre es efecto de una causalidad trascendente inflexible”. La Providencia y la oración no pueden armonizarse lógicamente. ¿Cómo explicar tal contradicción? Es necesario echar mano de recursos ajenos a la racionalidad protestante.
Freud, en Tótem y tabú, indica que hay grandes semejanzas entre la vida psíquica del hombre primitivo que utilizaba la magia, a fin de conseguir sus objetivos, y la vida psíquica de los neuróticos: “Los motivos que hacen que alguien use la magia son fácilmete reconocibles: son los deseos humanos […] El hombre primitivo tenía una gran confianza en el poder de sus deseos”. Los deseos son fuerzas capaces de cambiar el curso de las cosas. Malinowski, de forma similar, ve surgir el comportamiento mágico cuando la realidad se interpone a la realización del deseo. En la magia estamos frente a frente con un acto de rechazo: el ego no acepta como final el veredicto de los hechos. “Lo que es, no puede ser verdad” (Bloch). Lo que caracteriza el comportamiento de los neuróticos, igualmente, es su creencia de que los deseos son capaces de abolir el mundo real y poderoso para crear los deseos a que ellos aspiran. La magia y la neurosis son formas de rebelión del “principio del placer” contra el “principio de la realidad”.
¿Existirá alguna semejanza entre la magia y la oración? Evidentemente. Sólo se distinguen en la forma. En ambas el hombre es movido por la esperanza de que sus deseos, misteriosamente, serán capaces de conmover a lo real y alterar su curso. Como la magia, la oración es el gemido de la criatura oprimida, el rechazo para aceptar como final la crueldad de los hechos, la esperanza de que los valores humanos serán capaces de doblar la necesidad invisible, una apuesta en el “principio del placer”, en oposición al “principio de la realidad”.
Ahora, en el universo protestante, ¿qué es lo que define al “principio de la realidad”? Es la doctrina de la Providencia. La oración, por el contrario, es una mansa y murmurante protesta contra este orden cerrado, contra una providencia obcecada por la “gloria de Dios”, de tal forma que no hay lugar para la felicidad humana. Veo a la oración como un lapsus freudiano: un lenguaje reprimido y prohibido que, a pesar de la prohibición, se hace expresar incluso dentro del mismo lenguaje que lo prohíbe. La oración nos informa que el rebelde aún no muere. La conciencia aún no se inclinó, totalmente, hacia la Providencia. El alma todavía es capaz de expresar sus deseos, en oposición a la fatalidad.
Pero la relación entre estos dos lenguajes sigue siendo muy problemática. Como ya se señaló, ellas no pueden ser armonizadas lógicamente. En la medida en que el protestantismo se obsesiona con la “gloria de Dios”, no le es posible pensar, de forma consistente, en la significación de un lenguaje que articula las aspiraciones humanas. No existe, aquí, una síntesis entre razón y sentimiento [...] La ética protestante se caracteriza por desautorizar a los sentimientos, por reprimirlos y disciplinarlos por medio de una racionalidad heteronómica. Por esto la racionalidad protestante permanece fría, y su calor amorfo. Creo que esto explica, en parte, la pobreza artística del protestantismo. La creación de una obra de arte exige que el artista sepa combinar sus medios de expresión con sus sentimientos. En la obra de arte, forma y emoción se unifican. Los católicos fueron capaces de crear un drama litúrgico, la misa, en el que estos elementos se armonizan. Nada de esto encontramos en el protestantismo. El culto protestante oscila entre los extremos de la hipertrofia de la verbalización —la racionalidad fría— y la hipertrofia de la emoción —el calor amorfo—. El propio protestantismo oscila entre estos dos extremos: el protestantismo de la sana doctrina, por un lado, y el protestantismo del Espíritu, por el otro.
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