Teologia e Cultura, año I, núm. 2, enero de 1996, pp. 7-10.
Versión de L. Cervantes-Ortiz
No conozco a nadie que se entusiasme con la idea del cielo. Hasta los más piadosos no quieren dejar este mundo y hacen el mayor esfuerzo por retardar el momento de partir hacia el prometido lugar de las delicias. Prefieren quedarse un poco más, a pesar de la artritis, la úlcera, la sordera, la dentadura, la incontinencia. Tienen razón, pues no se puede desear nada mejor que esta tierra maravillosa, con todos sus peligros y amenidades.
Recuerdo a doña Clara, una mujer muy sabia, que cuidaba de su huerta como de un enamorado, y hacía esto alabando a Dios, sin ser ella una beata. Cuando ya era viejita y ciega, en su cama, su hija le leía la Biblia, pero al parecer ella no la escuchaba, pues la interrumpía diciéndole: “Hija mía… Sé que la hora está llegando. ¡Qué pena! Este mundo es tan bonito…”
Cecilia Meireles, mística, criatura de otro mundo, según el testimonio propio y confirmado por Carlos Drummond, decía que se imaginaba si, después de mucho navegar a otro mundo, por fin se llega. Y tenía miedo de que eso pudiese suceder: “Lo que será tal vez, incluso más triste. Ni barcas, ni gaviotas, tan sólo compañías sobrehumanas…”
Le pregunté a Adélia Prado para ver si su teología era de diferente opinión. Lo que encontré fue esto: “Si lo que está prometido es la carne incorruptible, es eso lo que yo quiero, pero el sol una tarde con tanajuras, el vestido amarillo con diseños de urubus y, de manera imprescindible, multiplicado al infinito, el momento en que ninguna palabra perturbaba el amor”. Así quiero el “venga a nosotros tu Reino…” Consulté los textos de dos grandes doctores en la cosas divinas y en ninguno encontré referencias a un cielo sin tanajuras, vestidos amarillos y momentos de amor carnal. Regalé sus libros a mis enemigos y guardé el poema de Adélia.
Hasta el mismo Nietzsche creyó que sería bueno que esta vida, con todos sus dolores y sufrimientos, no terminase nunca, y que el universo fuera un canon infinito, donde la vida se repitiera eternamente. Imaginaba que cada momento debería ser eterno, y la única forma de lograr eso era lograr que el tiempo fuese una ciranda, y que todo volviese al principio y comenzase de nuevo, del mismo modo siempre.
Estoy de acuerdo. Y hasta estoy pensando en fundar una nueva religión, pues la religión es esto, creer en la fuerza de la imaginación… En esta religión, los más importante será la doctrina de la reencarnación —pues es eso lo que la reencarnación dice acerca de que el cuerpo es como un ave fénix, que resucita siempre de las cenizas. Sólo que la reencarnación de mi religión es diferente a la que ya existe. Lo que yo quiero es volver atrás.
Estuve leyendo cosas espantosas de la física moderna. Y, si entendí, existe otro tiempo, diferente al cotidiano, ése río que nace en el pasado y va llevando nuestra barca hacia el futuro. Este otro tiempo nace del futuro y va navegando hacia el pasado…
Me alegré al saber algo tan maravilloso. Pues lo que mi corazón desea no es navegar hacia el futuro. El futuro es deconocido. Y, por más que vuele mi imaginación, no consigo amar lo que no conozco. Puede ser que allí se encuentren las cosas más maravillosas, pero como nunca las tuve, no puedo amarlas. No siento nostalgia de ellas.
La nostalgia es un hueco en el alma que se abrió cuando nos fue arrancado un pedazo. En el hueco de la nostalgia vive el recuerdo de lo que amamos, tuvimos y perdimos: la presencia de una ausencia. “¡Oh! pedazo arrancado de mí”, dice Chico. Mi alma es un queso suizo. Y lo que la nostalgia desea no es una cosa nueva. Es el retorno de la cosa antigua, perdida. “La nostalgia es el reverso del parto. Es arreglar el cuarto del niño fallecido…”. Es inútil consolar a la madre delante del hijo muerto, diciéndole que podrá tener otro más bonito y más inteligente. Lo que la madre desea es aquel niño burrito y feo, pues a él es a quien ama.
Don Miguel de Unamuno escribió un libro lindísmo bajo el título de Paisajes del alma. Los paisajes del alma están hechos de escenarios que ya no existen y que la nostalgia hizo eternos. Lo que el corazón amo se vuelve eterno.
No, no quiero ir ni al cielo ni hacia adelante. Lo que deseo es volver a los lugares del pasado que amé. Quiero volver a casa…
Quiero el gemido del monjolo de mi infancia y sus pancadas tristes, noche adentro. Quiero las madrugadas con los campos cubiertos de capim gordura, el burbujear de los regatos escondidos en el monte, el barullo de los cascos de los caballos en la tierra, mezclado con el olor divino de su sudor. Quiero las jabuticabeiras floridas y sus abejas. Quiero las historias de almas de otro mundo, contadas a la sombra de las paineiras. Quiero el barullo de las goteras en las cazuelas, cayendo dentro de la casa. Quiero el pitar ronco del tren, que vive pitando dentro de mí. Quiero un canarito de tierra, con cabecita de fuego, en el retoño de la laranjeira. Quiero el olor de los cuadernos, libros y borradores, el primer día de clases, en el grupo. Quiero sentarme cerca del fogón y quedarme viendo el fuego. Quiero asistir a la matiné del Cinema Paradiso. Quiero mojar mis pies en el charco…
Si pudiese escribir una teología sobre la felicidad futura, sería esto lo que escribiría: un poema sobre la felicidad pasada… Por eso oro todas las noches: “Señor del Tiempo, pon mi barca en el río del pasado, pues sólo así podré curar mi nostalgia…”.
No conozco a nadie que se entusiasme con la idea del cielo. Hasta los más piadosos no quieren dejar este mundo y hacen el mayor esfuerzo por retardar el momento de partir hacia el prometido lugar de las delicias. Prefieren quedarse un poco más, a pesar de la artritis, la úlcera, la sordera, la dentadura, la incontinencia. Tienen razón, pues no se puede desear nada mejor que esta tierra maravillosa, con todos sus peligros y amenidades.
Recuerdo a doña Clara, una mujer muy sabia, que cuidaba de su huerta como de un enamorado, y hacía esto alabando a Dios, sin ser ella una beata. Cuando ya era viejita y ciega, en su cama, su hija le leía la Biblia, pero al parecer ella no la escuchaba, pues la interrumpía diciéndole: “Hija mía… Sé que la hora está llegando. ¡Qué pena! Este mundo es tan bonito…”
Cecilia Meireles, mística, criatura de otro mundo, según el testimonio propio y confirmado por Carlos Drummond, decía que se imaginaba si, después de mucho navegar a otro mundo, por fin se llega. Y tenía miedo de que eso pudiese suceder: “Lo que será tal vez, incluso más triste. Ni barcas, ni gaviotas, tan sólo compañías sobrehumanas…”
Le pregunté a Adélia Prado para ver si su teología era de diferente opinión. Lo que encontré fue esto: “Si lo que está prometido es la carne incorruptible, es eso lo que yo quiero, pero el sol una tarde con tanajuras, el vestido amarillo con diseños de urubus y, de manera imprescindible, multiplicado al infinito, el momento en que ninguna palabra perturbaba el amor”. Así quiero el “venga a nosotros tu Reino…” Consulté los textos de dos grandes doctores en la cosas divinas y en ninguno encontré referencias a un cielo sin tanajuras, vestidos amarillos y momentos de amor carnal. Regalé sus libros a mis enemigos y guardé el poema de Adélia.
Hasta el mismo Nietzsche creyó que sería bueno que esta vida, con todos sus dolores y sufrimientos, no terminase nunca, y que el universo fuera un canon infinito, donde la vida se repitiera eternamente. Imaginaba que cada momento debería ser eterno, y la única forma de lograr eso era lograr que el tiempo fuese una ciranda, y que todo volviese al principio y comenzase de nuevo, del mismo modo siempre.
Estoy de acuerdo. Y hasta estoy pensando en fundar una nueva religión, pues la religión es esto, creer en la fuerza de la imaginación… En esta religión, los más importante será la doctrina de la reencarnación —pues es eso lo que la reencarnación dice acerca de que el cuerpo es como un ave fénix, que resucita siempre de las cenizas. Sólo que la reencarnación de mi religión es diferente a la que ya existe. Lo que yo quiero es volver atrás.
Estuve leyendo cosas espantosas de la física moderna. Y, si entendí, existe otro tiempo, diferente al cotidiano, ése río que nace en el pasado y va llevando nuestra barca hacia el futuro. Este otro tiempo nace del futuro y va navegando hacia el pasado…
Me alegré al saber algo tan maravilloso. Pues lo que mi corazón desea no es navegar hacia el futuro. El futuro es deconocido. Y, por más que vuele mi imaginación, no consigo amar lo que no conozco. Puede ser que allí se encuentren las cosas más maravillosas, pero como nunca las tuve, no puedo amarlas. No siento nostalgia de ellas.
La nostalgia es un hueco en el alma que se abrió cuando nos fue arrancado un pedazo. En el hueco de la nostalgia vive el recuerdo de lo que amamos, tuvimos y perdimos: la presencia de una ausencia. “¡Oh! pedazo arrancado de mí”, dice Chico. Mi alma es un queso suizo. Y lo que la nostalgia desea no es una cosa nueva. Es el retorno de la cosa antigua, perdida. “La nostalgia es el reverso del parto. Es arreglar el cuarto del niño fallecido…”. Es inútil consolar a la madre delante del hijo muerto, diciéndole que podrá tener otro más bonito y más inteligente. Lo que la madre desea es aquel niño burrito y feo, pues a él es a quien ama.
Don Miguel de Unamuno escribió un libro lindísmo bajo el título de Paisajes del alma. Los paisajes del alma están hechos de escenarios que ya no existen y que la nostalgia hizo eternos. Lo que el corazón amo se vuelve eterno.
No, no quiero ir ni al cielo ni hacia adelante. Lo que deseo es volver a los lugares del pasado que amé. Quiero volver a casa…
Quiero el gemido del monjolo de mi infancia y sus pancadas tristes, noche adentro. Quiero las madrugadas con los campos cubiertos de capim gordura, el burbujear de los regatos escondidos en el monte, el barullo de los cascos de los caballos en la tierra, mezclado con el olor divino de su sudor. Quiero las jabuticabeiras floridas y sus abejas. Quiero las historias de almas de otro mundo, contadas a la sombra de las paineiras. Quiero el barullo de las goteras en las cazuelas, cayendo dentro de la casa. Quiero el pitar ronco del tren, que vive pitando dentro de mí. Quiero un canarito de tierra, con cabecita de fuego, en el retoño de la laranjeira. Quiero el olor de los cuadernos, libros y borradores, el primer día de clases, en el grupo. Quiero sentarme cerca del fogón y quedarme viendo el fuego. Quiero asistir a la matiné del Cinema Paradiso. Quiero mojar mis pies en el charco…
Si pudiese escribir una teología sobre la felicidad futura, sería esto lo que escribiría: un poema sobre la felicidad pasada… Por eso oro todas las noches: “Señor del Tiempo, pon mi barca en el río del pasado, pues sólo así podré curar mi nostalgia…”.
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