De la Iglesia y la sociedad. Montevideo, Tierra Nueva, 1971, pp. 1-21
La principal constatación de la sociología del conocimiento es que las ideas no poseen vida autónoma; sino que ellas son un componente de la estructura global de la vida humana. Pero esta estructura no es —como se pensó por mucho tiempo— un dado “a priori y universal”. Las estructuras son construidas por el hombre —a fin de resolver la cuestión de la supervivencia— como respuesta a sus necesidades vitales de vinculación con su mundo. De este modo, las ideas, e incluso la conciencia, surgen como producto de la interacción entre el hombre y su mundo y tienden a resolver los problemas creados permanentemente por esta dialéctica, orientando la actividad humana. En otras palabras: la conciencia y las ideas nacen de necesidades prácticas y funcionan para solucionarlas.[1]
Por otra parte, en el libro ya citado, Berger y Luckmann nos señalan que una de las paradojas de la experiencia humana es que el hombre capaz de producir al mundo, pasa frecuentemente a experimentarlo como algo que posee una existencia en sí, autónoma, anterior a la actividad humana que la produjo. Posteriormente las ideas que aluden a este mundo pasan, paralelamente, a ser entendidas como eternas y poseedoras de existencia en sí mismas. Este es en realidad, uno de los hábitos de pensamiento más arraigados de nuestra tradición occidental. Hábito aún ligado a la tradición platónica y que postula bajo las formas más variadas, que las ideas no existen independientemente de la historia y que en consecuencia el intelecto humano no crea sino que meramente descubre aquello que ya es verdad antes y fuera de él. Creo que esta manera es una de las formas más insidiosas de aquel embrujo que el lenguaje ejerce sobre el hombre y al que se refiere Wittgenstein.[2] Y esto es así porque el hombre, al olvidar los orígenes de las ideas, pierde la posibilidad de comprenderlas. La sociología del conocimiento nos indica por el contrario, que las ideas deben ser aprehendidas a partir de sus orígenes; a partir de las necesidades vitales que indujeron al hombre a crearlas como “herramientas” con las que explicar y dominar el mundo para hacerlo así más dócil. Comprender una idea es aprehender el su “para qué”; significa descifrarla como “herramienta”.
No debemos olvidar, además, que todo este proceso de creación de ideas o de “construcción social de la realidad”, ocurre bajo el imperio de los ingredientes emocionales y volitivos de la clase en cuestión. Dewey destaca que la dinámica de nuestras elaboraciones intelectuales no responde a la lógica o a la razón pura, sino sobre todo a nuestras emociones, temores y esperanzas.[3] Siguiendo el mismo enfoque, Mannheim observa que incluso la mentalidad de los grupos, su particular manera de estructurar el tiempo y la historia, se encuentra condicionada por sus determinantes emotivas y volitivas. A ello se debe su afirmación de que “la estructura interna de la mentalidad de un grupo nunca puede ser comprendida mejor, que cuando procuramos comprender a la luz de sus esperanzas, aspiraciones y propósitos, cuáles son sus concepciones del tiempo” (subrayado mío).[4] En otras palabras, y retomando una afirmación que ya hicimos antes, el tiempo es construido, al igual que la conciencia, como respuesta a necesidades eminentemente prácticas y desempeña asimismo funciones de índole práctica. Es la traducción, en términos abstractos y universales, de la experiencia práctica del grupo, constituyéndose por ello mismo en la lógica según la cual el grupo programa (en el sentido cibernético del término) sus relaciones con el mundo. En cierto modo es posterior a la acción porque nace de ésta, y por otro lado precede a la acción, orientándola.
Considero que las perspectivas que tenemos por delante nos abren un horizonte harto promisorio, y hasta ahora virtualmente inexplorado, para una comprehensión científica del fenómeno religioso, liberada de las distorsiones unilaterales que encontramos en la crítica marxista y freudiana.[5] Porque en efecto, las religiones son formas generales de estructuración del tiempo y contienen una “programación” de acción en respuesta a las mismas.
Tengo la impresión de que aquí nos encontramos frente a algunas aproximaciones que nos pueden ayudar a comprender la profunda reorganización del fenómeno religioso cristiano en América Latina. Para clasificar dicho fenómeno se usaba tradicionalmente una tipología importada, basada en los orígenes históricos de los diversos grupos. Los cristianos eran divididos así en dos grandes clases: Católicos y Protestantes. A su vez, éstos últimos eran tipificados en dos categorías: la correspondiente por un lado, a las denominaciones históricas, estructuradas en los moldes de iglesia y, por el otro la de los grupos entusiásticos (en su mayoría pentecostales) estructurados como secta. Pero, así como para descubrir en lingüística el significado de una palabra, debemos observar cuál es su uso en el lenguaje corriente, del mismo modo para entender en nuestro caso específico al Protestantismo, es necesario verificar la manera como éste se comporta en el contexto global de la sociedad latinoamericana, y no a partir de sus orígenes históricos. La tipología histórica no sólo nada nos revela sobre este comportamiento, sino que además —y eso quizás sea lo más grave— desfigura al Protestantismo y lo muestra diferente a cómo es en la realidad. Por otra parte, las profundas fracturas que dividen internamente y de arriba a abajo, tanto a las denominaciones protestantes como a la iglesia católica, son una clara evidencia de que la tipología tradicional esconde profundas contradicciones.
¿Por qué surgieron las fracturas? La respuesta parece obvia. En primer lugar, vemos que ellas se produjeron paralelamente a la toma de conciencia de la situación de crisis que atraviesa Latinoamérica. Esta situación crítica obligó a los grupos cristianos a reinterpretar, de una u otra manera, su vinculación con nuestro mundo. Este es un proceso ineluctable toda vez que la “programación” de las relaciones entre una comunidad y su mundo, sea problematizada por la aparición de una situación imprevista. Las alternativas serían: o bien refairmar la antigua “programación” negando así la realidad de los nuevos problemas, o bien reformular ñla “programación” a fin de crear mejores condiciones de vinculación con el mundo. La ruptura se manifestará inmediatamente en los grupos, apenas ellos elijan entre estas alternativas.
En el libro de Mannheim ya citado, éste ofrece un argumento que me parece sumamente útil para comprender este proceso de reorganización por el que pasan los grupos cristianos ante la crisis latinoamericana. Según este autor, la manera en que los grupos son llevados a entender su situación histórico-social, da origen a la formación de estados mentales utópicos e ideológicos. Mannheim define como estado mental utópico a aquel que, “siendo incongruente” con el estado de realidad dentro del cual ocurre (topía)”, al convertirse en acto tiende “a destruir parcial o completamente el orden de cosas existentes en determinada época”. Denomina entonces utopías a aquellas estructuras intelectuales que “trascienden la realidad y, simultáneamente, rompen la trama del orden existente”.[6]
Las ideologías son, por otro lado, las estructuras intelectuales que por mucho que “trasciendan la situación nunca logran, de facto, realizar el contenido proyectado”. En consecuencia, las utopías y las ideologías se diferencian por la manera en que “programan” la acción del grupo que las sustenta. En tanto que la utopías orientan acciones de transformación, las ideologías las inhiben, preservando así las cosas tal como están.
La razón por la que sugerimos antes que la tipología tradicional basada en criterios históricos, se tornó obsoleta, es que actualmente las orientaciones utópicas e ideológicas son las que, para los grupos cristianos constituyen los nuevos principios rectores de organización, de pensamiento y de comunidad. De ahí la razón de la fractura. De ahí las tensiones, las luchas. Situación de polarización y choque entre la mentalidad profética, orientada al futuro, y la mentalidad sacerdotal, comprometida con la preservación del presente; situación análoga a la del Antiguo Testamento. Permítaseme hacer aquí algunos comentarios sobre el problema, particularmente en lo referente al Protestantismo.
Las posibilidades utópicas del protestantismo
Católicos y protestantes coincidían en poquísimas cosas con anterioridad al Segundo Concilio Vaticano. Una de esas pocas coincidencias era su interpretación de la Reforma como un movimiento que contribuyó a desintegrar la síntesis medieval. Es lógico que sus valoraciones fuesen contradictorias. Mientras los protestantes elogiaban el hecho, los católicos lo reprobaban. Si Hegel incluye a la Reforma en su Filosofía de la historia,[7] como un nuevo avance del espíritu ahora consciente de que “el hombre está destinado, por propia naturaleza, a ser libre”, en cambio Novalis la acusa de haber dividido al mundo y separado lo inseparable, de haber asesinado a la Cristiandad.[8] Este conflicto nos permite observar que mientras el pensamiento católico se organizó con el afán de preservar la síntesis medieval, funcionando como ideología en relación con ésta, la reforma contenía elementos indudablemente disfuncionales con respecto a aquella, lo que confirió a su pensamiento la función utópica. Esta observación es de suma importancia porque el catolicismo que fue implantado en América Latina se proponía restaurar aquí la síntesis que se quebró en Europa. Se trató de un catolicismo organizado conforme a los lineamientos de Trento y, por consiguiente, animado por el espíritu de la Contrarreforma. La sociedad latinoamericana, por lo tanto, se formó como resultado de la fusión del espíritu aristocrático, autoritario y elitista de la tradición ibérica y los ideales católicos. Es comprensible que en esta sociedad la espiritualidad católica no se constituyera en una religión que se colocara en un mismo plano junto a muchas otras expresiones culturales posibles. Ella era el alma misma de Latinoamérica, con la cual formó una síntesis global que preservaba la unidad cultural de la Cristiandad, asesinada por la Reforma.
Mas, llevado por el movimiento misionero del siglo XIX, el protestantismo trajo aquí consigo la amenaza de una nueva desintegración. No se trataba de un fenómeno religioso más. Debe acotarse que la iglesia católica jamás temió los nuevos fenómenos religiosos; por el contrario, siempre supo asimilarlos integrándolos a la espiritualidad católica. En cambio, el protestantismo pareció caracterizarse por su oposición estructural al catolicismo. Resistente a la asimilación, permaneció como un cuerpo extraño, disfuncional y perturbador. Se presentaba como una posibilidad de subversión del orden dominante.
En los hechos, el protestantismo llegó no tanto como una nueva religión, sino más como parte de la corriente de modernización que entonces invadía a América Latina. Traía consigo los ideales y valores de la sociedad burguesa que en Europa y los Estados Unidos había asestado —a través de la Revolución Francesa y la Revolución Norteamericana— dos dolorosos golpes a la sociedad aristocrática. El protestantismo ofrecía una versión religiosa de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa y así como de las “verdades por sí mismas evidentes” a las que se refería la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos; es decir, “que todos los hombres fueron creados iguales, y dotados por su Creador de ciertos Derechos Inalienables entre los cuales el Derecho a la Vida, a la Libertad, y a la Búsqueda de la felicidad”. De ahí que la iglesia católica juzgara necesario perseguir en América Latina a los protestantes, pues a su entender, no se trataba de una religión más, sino de la negación y la amenaza de destrucción de la síntesis Iglesia-Civilización, última expresión de la Cristiandad aún existente. Al analizar los valores protestantes desde el punto de vista de su posible función respecto de la sociedad latinoamericana resulta obvio que los mismos constituyeran una amenaza de desintegración del orden dominante, o sea que el protestantismo pudiera llegar a ser una utopía. Veamos algunos de estos valores.
Históricamente, el protestantismo nació como afirmación de que el hombre está destinado, por propia naturaleza, a ser libre. En su tratado La libertad del cristiano, Lutero afirmaba: “El cristiano es señor de todas las cosas y no se halla bajo el dominio de cosa alguna”. Este énfasis en el hombre representaba algo profundamente revolucionario, porque al contrario del pensamiento católico medieval que hacía del hombre un ser subordinado a la estructura jerárquica, la Reforma hacía subordinar las estructuras a lo personal; llegado el caso las estructuras deben ser destruidas para que el Hombre exprese su libertad. Esta es, en sustancia, la médula de la polémica gracia versus ley y que fuera verdaderamente el núcleo del conflicto entre protestantismo y catolicismo. No se requiere excesiva imaginación para comprender que el conflicto se asemeja al que hoy se manifiesta entre historia versus estructura. La Reforma articuló, así, un humanismo de libertad. Con gran perspicacia, K. Holl observó que el superhombre nietzscheano —el hombre que es libre para crear un nuevo mundo— no es más que una versión secularizada del hombre de Luterado liberado de la ley.[9] De tal modo, desde sus orígenes la mentalidad protestante implicaba un rechazo radical del carácter acabado o sagrado de cualquier estructura. Paul Tillich llega incluso a ver en este elemento de crítica a todas las estructuras, lo que podría ser llamado como Principio protestante.[10]
Es fácil ver a esta mentalidad colocándose del lado de las fuerzas que estaban contribuyendo a la destrucción de la síntesis medieval; síntesis que articulaba su humanismo en términos de integración del hombre a las estructuras eclesiásticas, políticas y sociales.
Como ya señalamos antes, la sociedad latinoamericana tenía una gran semejanza con la sociedad medieval. Es decir, una sociedad jerárquica, dividida entre élites dominantes cuya voluntad era la ley, cuyos intereses eran la única norma y donde las masas eran enteramente dominadas. Sociedad que vivía en una situación de colonialismo interno y externo; dominada internacionalmente por los intereses de España y Portugal e internamente por los grupos que respondían a dichos intereses. A las masas les cabía un papel puramente pasivo, pues no tenían valor en sí. Su importancia estaba subordinada a la contribución que pudiesen hacer al bienestar de las clases dominantes. Tampoco les era permitido proyectar su propio futuro, porque el único porvenir que les estaba reservado era aquel que les impusieran los dominadores.
Las estructuras de dominación crearon pues, a su vez, la mentalidad del hombre dominado: pasivo, incapaz de pensar su futuro, impotente para soñar su propia liberación. Se dio ese fenómeno que menciono en la introducción: las estructuras creadas por los hombres pasaron a ser consideradas como estructuras inmutables, estructuras que no podían sufrir cambios; eternas.
Las estructuras del pensamiento católico contribuían doblemente, en el contexto referido, a sacralizar el status quo. Primero, porque su visión jerárquica de la sociedad admitía, como normales y necesarias, las desigualdades económicas y la situación de las masas controladas por las élites. Y en segundo lugar, porque legitimaba las estructuras dominantes como acordes con la voluntad de Dios. La conciencia del hombre oprimido es de este modo impedida de protestar; pasa a expresarse en términos de fatalismo religioso, de resignación ante las condiciones de injusticia, acepta todo y corrobora todo al declarar: “Es la voluntad de Dios”.
Como indicamos, el protestantismo alteró el acento puesto en las estructuras desplazándolo hacia el individuo. Esta preocupación por la persona era —en el caso del protestantismo latinoamericano— aún más fuerte pues provenía del pietismo, movimiento que naciera como protesta ante la esterilidad doctrinaria de la ortodoxia protestante. Su interés primordial radicaba en la experiencia religiosa personal, en los contenidos subjetivos y existenciales como: la angustia por los pecados cometidos, la certidumbre de salvación, la paz y la alegría. Al abandonar las estructuras como punto de partida, el humanismo protestante creaba embrionariamente una forma de pensar que podía llegar eventualmente a quebrar la trama del orden existente. No hay estructuras sagradas; Dios no comulga con las estructuras, sino solamente con las personas. A ello se debe que los hombres sean sacerdotes y libres. El sacerdocio universal suponía el fin de todo autoritarismo religioso o seglar, exigiendo paralelamente una sociedad fraterna, de comunión, de participación; una sociedad, en fin, de iguales derechos humanos. Si Dios se relaciona con todos los hombres de la misma manera, no cabe tolerar una sociedad donde algunos hombres dominen a otros hombres. Lo que se exige es una sociedad democrática.
Además, la conciencia del pecado —tan típica de la mentalidad protestante— contribuyó a acentuar la oposición entre lo personal y lo estructural. Si las estructuras de América Latina eran expresión del autoritarismo jerárquico del catolicismo de Trento, ellas serían consideradas, en un todo, como expresión de pecado. La afirmación bíblica de que “la amistad del mundo es enemistad con Dios” pasó a ser interpretada necesariamente como un enjuiciamiento de todas las estructuras dominantes. Cabía entonces la posibilidad de que el protestantismo llegara a engrosar las vanguardias políticas e intelectuales que en el siglo xix bregaban para quebrar el status quo.
Por otra parte, el protestantismo creó —en franca contradicción con las actitudes mentales que creara la “topía” latinoamericana—, un estilo de vida disciplinado. En su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber señaló que el factor disciplina de trabajo era un elemento fundamental de la espiritualidad calvinista, porque por medio de la misma el creyente hallaba la confirmación de que Dios lo había predestinado a la salvación. La disciplina, además, exige una actitud mental de confianza en el poder humano para determinar al mundo. El hombre se disciplina en tanto esté convencido de que mediante ella podrá alcanzar determinados objetivos y modificar las condiciones que dominan su presente. Cuando existe tal actitud mental, el hombre organiza su energía en función de un propósito. Pero una de las características de la sociedad latinoamericana es que sus estructuras imposibilitaron tal actitud. El individualismo aristocrático de las élites ibéricas asumía la forma de una independencia de conquistador y explorador esencialmente anárquica que confiaba más en la suerte que en la disciplina (Comblin). No se planifica el futuro, se apuesta a él. Se trata de un fatalismo diferenciado del de las masas pues en este caso el futuro es encarado como una dádiva de los dioses. Igual actitud prevalecía entre las masas, pues dado que las élites no les permitían planear o ejecutar su futuro, éstas creyeron que el porvenir se subordinaba a un ciego fatalismo. Como no podía ser de otro modo, las masas participaban en un juego en el que no tenían posibilidad alguna de ganar. Su enraizada convicción de que su trabajo no podía crear ningún porvenir diferente, no era otra cosa que producto de una generalización de su experiencia histórica, conforme a la cual el porvenir sería como Dios quisiese. A esta razón se debe que nunca surgiera entre las masas latinoamericanas aquella actividad febril que caracterizó al pueblo estadounidense. las estructuras de dominación no permitieron que el hombre considerase al trabajo como un instrumento con el cual crear un mundo de libertad. Por el contrario, siempre consideró al trabajo como una forma de opresión. De su impotencia ante el porvenir nace su indisciplina, su proverbial indolencia. En el contexto del colonialismo, la disciplina no tiene realmente sentido, porque el dominador será siempre quien recogerá los frutos sembrados por el trabajo arduo. Por consiguiente, la falta de disciplina del pueblo latinoamericano no significa, como pretende Harvey Cox, que los latinoamericanos se hayan convertido en especialistas en el arte del ocio. La ociosidad es, ante todo, manifestación de impotencia. En cambio el disciplinado estilo de vida que traía consigo el protestantismo significaba la posibilidad de destrucción de las estructuras mentales tanto de los señores como de los dominados; implícitamente, afirmaba la libertad y el poder del hombre para construir su propio mundo y dominar su propio tiempo.
El protestantismo como ideología
América Latina vive actualmente un momento único en su historia. Ello se debe a que, paralelamente a laetuación de la situación de opresión e injusticia en que se encuentran las amplias masas, se percibe una toma de conciencia generalizada sobre la necesidad de crear una sociedad nueva. La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano constató que vivimos una situación de excesivas desigualdades entre las clases sociales, situación en la que pocos tienen mucho mientras muchos nada tienen; una situación de frustarciones crecientes, de opresión ejercida por grupos o sectores dominantes, de poder ejercido injustamente. De empobrecimiento general del continente debido a las injustas condiciones internacionales a que éste está sometido. Una situación, en síntesis, de violencia institucionalizada. Entre tanto, la conciencia otrora oprimida, incapaz de planificar su porvenir ha despertado. Puede percibirse un ansia generalizada de estructuras más justas. “Estamos en el umbral de una nueva época de nuestra historia”, prosiguen los obispos católicos. “Época plena de un deseo de emacipación total, de liberación de cualquier servidumbre, de madurez personal e integración colectiva. Notamos aquí los preanuncios del parto doloroso de una nueva civilización”.[11] El desafío que se le plantea hoy día a Amperica Latina es la exigencia de construir una sociedad donde reine la fraternidad humana. No se trata tan sólo de resolver nuestras contradicciones económicas, si bien éstas son un elemento fundamental. Teóricamente es posible que quienes dominan, interna y externamente, ofrezcan a los dominados condiciones económicas razonables. Pero es necesario tener siempre presente que cuando los amos mejoran las condiciones de los esclavos, paralelamente mejoran las propias condiciones de explotación. Lo que aquellos no pueden hacer es liberar a éstos últimos. Lo que se pretende en la actualidad es, fundamentalmente, la creación de una sociedad de participación, es decir, que sea resultado de la creatividad, de la vocación humana del pueblo latinoamericano. Los obispos concluyen con el anuncio “del deseo de pasar del conjunto de las condiciones inhumanas para todos, a condiciones plenamente humanas e integrar toda la escala de valores temporales a la visión global de la fe cristiana; tomamos conciencia de la ‘vocación original’ de América Latina: vocación de unir en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros nos legaron y nuestra propia originalidad”.[12] Estas afirmaciones hacen evidente que las esperanzas que hoy existen en América Latina consideran al destino y el futuro del individuo como algo inseparable del destino y porvenir del continente, es decir, como un todo. Nuestra situación es tan intensamente histórica, social, pública, que carece de sentido hablar del individuo como un ser aislado. Vivimos aquello que Paul Tillich denomina “la situación proletaria”, o sea aquella en la que el destino del individuo sólo puede ser pensado desde el punto de vista de su solidaridad con las masas.[13]
Es necesario que veamos con claridad la fertilidad de la situación. Las observaciones precedentes indican que estamos contemplando el nacimiento de un pensamiento utópico, con todas sus promesas de transformación. El protestantismo podría actuar en esta situación como catalizador, sis sus posibilidades utópicas encontrasen una manera de insertarse en nuestro momento histórico. Mas, como bien señala Tillich, “la situación proletaria, en la medida en que representa al destino de las masas, no puede ser penetrada por el protestantismo, cuyo mensaje apela a la personalidad individual exigiéndole una decisión de índole religiosa, abandonándolo después a sus propios medios en las esferas política y social”.[14] Lo que está ocurriendo con el protestantismo latinoamericano es una confirmación total de esta comprobación. Sus formas de pensamiento han sido dominadas en tal grado por el individualismo, que el protestantismo no puede producir categorías para comprender los problemas de naturaleza estructural. A esto se debe que enfoque los problemas sociales como un mero agregado, como una simple suma de problemas individuales. De ahí la fórmula central de su ética social: “conviértase el individuo y la sociedad se transformará”. Esto significa, lógicamente, que el fenómeno de crecimiento de las iglesias implica, al mismo tiempo, la creación de estructuras intelectuales que hacen imposible la comprensión del momento histórico que vivimos. ¿Será esta una forma del “embrujo del lenguaje” al que se refiere Wittgenstein?
Esto parece sumamente extraño. Y es así porque la contradicción entre lo personal y lo estructural, tan característica del protestantismo, podría y debería haber creado una ética mediante la cual lo personal hubiera aceptado, como vocación propia, la transformación de las mismas estructuras a las que se opone, a fin de reconciliarse con ellas. Mas esto no fue así y la razón es muy simple y de suma importancia para comprender la estructura y el funcionamiento global de la mentalidad protestante. El protestantismo, en vez de considerar la contradicción entre lo personal y lo estructural en términos dialécticos, la interpretó en términos dualistas. La dialéctica significa que el sujeto que se opone al mundo entiende tal oposición como una exigencia para transformarlo. La conciencia niega a fin de poder afirmar. Su propósito es la reconciliación. El dualismo significa, por el contrario, que el sujeto que se opone al mundo, y considera tal oposición como una exigencia de distanciamiento. Hay, pues, una doble negación. El dualismo no pretende resolver la oposición, sino perpetuarla, exacerbándola aún más. El dualismo no ve posibilidad de reconciliación entre lo personal y lo estructural. Según las palabras de Hoekendijk, nos encontramos aquí con la persona que “desaprendió la esperanza”. Lo que se persigue, entonces, ya que el mundo está perdido, es salvar el alma. La dialéctica hubiera dado origen a una ética de transformación, mientras que el dualismo no podía producir otra cosa que una ética de conservación. Así, para el protestantismo latinoamericano, lo personal no transforma al mundo, lo rechaza. La libertad no lo fertiliza. Huye de él. De ahí la típica formulación de la eclesiología dominante: la iglesia, como comunidad, no participa en las transformaciones sociales. Su tarea es convertir a los infieles y cobijar a los conversos. En consecuencia, el mundo en sí y específicamente el mundo latinoamericano con sus valores, estilo de vida y cultura pasó a ser considerado como malo. Incluso se verifica que esta negación del mundo latinoamericano (por su vinculación con el catolicismo) toma una dirección inversa en términos de identificación con los valores importados del mundo anglosajón. El acto de conversión al protestantismo puede entonces implicar un desarraigo por el cual el hombre se ve forzado a negar la cultura que lo formó. Aparece, así, una antropología en la que las relaciones de nuestro hombre con su mundo dejan de ser relaciones esenciales de solidaridad, para pasar a ser relaciones accidentales de mero contacto. No hay esperanzas para el mundo. El protestante está en el mundo pero no se solidariza con él. Sus ojos están puestos en su vida personal y en la promesa de la salvación individual.
Otro artificio del que echa mano la mentalidad protestante para impedir la dialéctica entre lo personal y lo estructural es considerar al mundo como un terreno de pruebas. Su aspecto negativo, los dolores que provoca, son pruebas enviadas por Dios. Por medio de ellas el hombre es llevado a desprenderse del mundo y a esperar solamente aquello que viene de lo alto. La doctrina de la providencia contribuyó mucho a tal actitud con sus tonos fatalistas. Así, lo importante no es qué sufren los hombres, o sea, las condiciones objetivas y estructurales vividas por los hombres, sino cómo sufren, es decir, las condiciones subjetivas con que enfrentan la provocación. Esta es una contradicción fundamental. Por un lado, la crítica a lo estructural como opuesto a lo personal; por el otro, la aceptación pasiva de lo estructural, como ordenado por Dios mismo. Contradicción, pues, que hace imposible la dimensión de la protesta, explícita sin embargo en el propio nombre del protestantismo. Lógicamente, los impulsos transformadores de la acción son sublimados en dirección de virtudes pasivas como la paciencia, el conformismo, el quietismo, la subordinación.
Esto significa que las tesis de Weber acerca del calvinismo, y de Walzer acerca de los puritanos, no encuentran paralelo en la situación latinoamericana. La espiritualidad protestante implicaba para ambos una ética de carácter político que exigía la transformación del mundo para mayor gloria de Dios. la concepción dualista del protestantismo latinoamericano no permitió que surgiese una ética semejante. La ética es internalizada e individualizada. El creyente no emplea su disciplina para transformar al mundo, sino para reprimirse y dominarse: no fuma, no bebe, no miente, es trabajador, ahorra dinero. Tiene conciencia de “ser diferente” y de que el mundo sería mejor si todos fuesen como él… Su estilo de vida, además de los elementos antes indicados, se caracteriza entonces, desde el punto de vista ético, por otros dos elementos. En primer lugar, una tendencia de adaptación al mundo tal como es, puesto que sus leyes —jurídicas o funcionales— son manifestación de la voluntad divina. No se trata ya de una simple tendencia individual, sino que es esencialmente eclesiástica. Un capítulo que la historia deberá investigar en el futuro es la actitud que las iglesias protestantes han tenido frente a las estructuras económicas y políticas dominantes. A esta actitud están ligadas las prácticas inquisitoriales que volvieron a manifestarse en varios círculos protestantes. En segundo lugar, la ética legalista unida a la disciplina personal hace de los protestantes excelentes “funcionarios”. Incluso se creó una “ética de funcionario” que canaliza las energías humanas hacia el aumento de la eficiencia de las estructuras existentes más que a la creación de lo nuevo. Este es un buen empleado, un buen funcionario, un buen ciudadano; es aquel que obedece las reglas del juego tal como fueron impuestas.
Al explicar las estructuras como manifestación de la voluntad de Dios, el protestantismo hizo que fuera imposible comprenderlas desde el punto de vista de su génesis histórica y de las relaciones y funciones que ellas perpetúan. El énfasis protestante en la reconciliación es harto sugestiva, pues ella indica que los problemas humanos se sitúan a nivel de los malos entendidos y jamás en la esfera de las situaciones injustas. En consecuencia, se torna dificultoso comprender la pobreza de las masas como problema estructural. La tendencia del protestantismo es más bien a interpretarla como un problema de raíces puramente individuales. De ahí la honda convicción de que “la conversión individual conduce a la solución de los problemas”. Ideología análoga a aquella que en Estados Unidos interpreta la situación de los pobres como consecuencia de que ellos do not try hard enough (“no se esfuerzan lo suficiente”). La crítica de lo estructural es eliminada y reemplazada por la crítica al individuo. Por consiguiente, las promesas utópicas del protestantismo se revelan en la actualidad como solamente ideológicas.
¿Un nuevo protestantismo?
Existen pruebas de que la crisis latinoamericana está llevando a algunos a reinterpretar los símbolos de su fe, pero en la dirección utópica o mesiánico-profética del Antiguo Testamento. Es bien cierto que esto no se refiere tanto a las interpretaciones de los símbolos, tal como son adoptados por las estructuras eclesiásticas. Pero podremos ver que este proceso ocurre sobre todo en ciertos grupos marginados por las estructuras oficiales. Este conflicto entre tendencias ideológicas y utópicas explica las fracturas que actualmente dividen, no sólo a las denominaciones protestantes tradicionales, sinom también a la propia iglesia católica. Se trata de tensiones entre orientaciones irreconciliables. Como ideología, el protestantismo se proyecta al futuro y exige una ética de transformaciones sociales. Entre estas dos comunidades no puede existir ninguna unidad ecuménica. Esta es una de las razones por la que afirmamos al principio que los criterios denominacionales se volvieron obsoletos para la comprensión de la situación del protestantismo en América Latina. Pero la otra razón por la que los otros criterios tampoco pueden ser usados, es que así como las tendencias ideológicas y las tendencias utópicas dividen al protestantismo, los grupos de orientación utópica dentro del mismo descubriránuna nueva unidad con grupos de idéntica orientación de la Iglesia Católica. Nace así una nueva realidad eclesial, ecuménica, absolutamente real aunque no posea el rótulo de “oficial”. Las nuevas tendencias mesiánico-proféticas de la Iglesia Católica no se limitan a los grupos marginados. Se expresan por el contrario en las altas esferas jerárquicas, como lo testimonian los documentos de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Las discusiones sobre la Fe y el Orden asumen un carácter secundario y hasta accesorio frente al hecho de que católicos y protestantes están descubriéndose como un solo cuerpo en función de su esperanza en una América Latina nueva. Quizás porque la unidad sólo nace en la medida en que participamos de Cristo y nos constituyamos entonces en su cuerpo. Mas Cristo, como él mismo lo declara, se esconde en quienes sufren (Mt 25) y Su Espíritu transforma los gemidos de aquellos en una sinfonía de esperanza (Ro 8.22-23). Así, al volvernos hacia este hombre en el que Cristo anida, protestantes y católicos encuentran repentinamente aquella unidad hace tanto tiempo perdida.
La principal constatación de la sociología del conocimiento es que las ideas no poseen vida autónoma; sino que ellas son un componente de la estructura global de la vida humana. Pero esta estructura no es —como se pensó por mucho tiempo— un dado “a priori y universal”. Las estructuras son construidas por el hombre —a fin de resolver la cuestión de la supervivencia— como respuesta a sus necesidades vitales de vinculación con su mundo. De este modo, las ideas, e incluso la conciencia, surgen como producto de la interacción entre el hombre y su mundo y tienden a resolver los problemas creados permanentemente por esta dialéctica, orientando la actividad humana. En otras palabras: la conciencia y las ideas nacen de necesidades prácticas y funcionan para solucionarlas.[1]
Por otra parte, en el libro ya citado, Berger y Luckmann nos señalan que una de las paradojas de la experiencia humana es que el hombre capaz de producir al mundo, pasa frecuentemente a experimentarlo como algo que posee una existencia en sí, autónoma, anterior a la actividad humana que la produjo. Posteriormente las ideas que aluden a este mundo pasan, paralelamente, a ser entendidas como eternas y poseedoras de existencia en sí mismas. Este es en realidad, uno de los hábitos de pensamiento más arraigados de nuestra tradición occidental. Hábito aún ligado a la tradición platónica y que postula bajo las formas más variadas, que las ideas no existen independientemente de la historia y que en consecuencia el intelecto humano no crea sino que meramente descubre aquello que ya es verdad antes y fuera de él. Creo que esta manera es una de las formas más insidiosas de aquel embrujo que el lenguaje ejerce sobre el hombre y al que se refiere Wittgenstein.[2] Y esto es así porque el hombre, al olvidar los orígenes de las ideas, pierde la posibilidad de comprenderlas. La sociología del conocimiento nos indica por el contrario, que las ideas deben ser aprehendidas a partir de sus orígenes; a partir de las necesidades vitales que indujeron al hombre a crearlas como “herramientas” con las que explicar y dominar el mundo para hacerlo así más dócil. Comprender una idea es aprehender el su “para qué”; significa descifrarla como “herramienta”.
No debemos olvidar, además, que todo este proceso de creación de ideas o de “construcción social de la realidad”, ocurre bajo el imperio de los ingredientes emocionales y volitivos de la clase en cuestión. Dewey destaca que la dinámica de nuestras elaboraciones intelectuales no responde a la lógica o a la razón pura, sino sobre todo a nuestras emociones, temores y esperanzas.[3] Siguiendo el mismo enfoque, Mannheim observa que incluso la mentalidad de los grupos, su particular manera de estructurar el tiempo y la historia, se encuentra condicionada por sus determinantes emotivas y volitivas. A ello se debe su afirmación de que “la estructura interna de la mentalidad de un grupo nunca puede ser comprendida mejor, que cuando procuramos comprender a la luz de sus esperanzas, aspiraciones y propósitos, cuáles son sus concepciones del tiempo” (subrayado mío).[4] En otras palabras, y retomando una afirmación que ya hicimos antes, el tiempo es construido, al igual que la conciencia, como respuesta a necesidades eminentemente prácticas y desempeña asimismo funciones de índole práctica. Es la traducción, en términos abstractos y universales, de la experiencia práctica del grupo, constituyéndose por ello mismo en la lógica según la cual el grupo programa (en el sentido cibernético del término) sus relaciones con el mundo. En cierto modo es posterior a la acción porque nace de ésta, y por otro lado precede a la acción, orientándola.
Considero que las perspectivas que tenemos por delante nos abren un horizonte harto promisorio, y hasta ahora virtualmente inexplorado, para una comprehensión científica del fenómeno religioso, liberada de las distorsiones unilaterales que encontramos en la crítica marxista y freudiana.[5] Porque en efecto, las religiones son formas generales de estructuración del tiempo y contienen una “programación” de acción en respuesta a las mismas.
Tengo la impresión de que aquí nos encontramos frente a algunas aproximaciones que nos pueden ayudar a comprender la profunda reorganización del fenómeno religioso cristiano en América Latina. Para clasificar dicho fenómeno se usaba tradicionalmente una tipología importada, basada en los orígenes históricos de los diversos grupos. Los cristianos eran divididos así en dos grandes clases: Católicos y Protestantes. A su vez, éstos últimos eran tipificados en dos categorías: la correspondiente por un lado, a las denominaciones históricas, estructuradas en los moldes de iglesia y, por el otro la de los grupos entusiásticos (en su mayoría pentecostales) estructurados como secta. Pero, así como para descubrir en lingüística el significado de una palabra, debemos observar cuál es su uso en el lenguaje corriente, del mismo modo para entender en nuestro caso específico al Protestantismo, es necesario verificar la manera como éste se comporta en el contexto global de la sociedad latinoamericana, y no a partir de sus orígenes históricos. La tipología histórica no sólo nada nos revela sobre este comportamiento, sino que además —y eso quizás sea lo más grave— desfigura al Protestantismo y lo muestra diferente a cómo es en la realidad. Por otra parte, las profundas fracturas que dividen internamente y de arriba a abajo, tanto a las denominaciones protestantes como a la iglesia católica, son una clara evidencia de que la tipología tradicional esconde profundas contradicciones.
¿Por qué surgieron las fracturas? La respuesta parece obvia. En primer lugar, vemos que ellas se produjeron paralelamente a la toma de conciencia de la situación de crisis que atraviesa Latinoamérica. Esta situación crítica obligó a los grupos cristianos a reinterpretar, de una u otra manera, su vinculación con nuestro mundo. Este es un proceso ineluctable toda vez que la “programación” de las relaciones entre una comunidad y su mundo, sea problematizada por la aparición de una situación imprevista. Las alternativas serían: o bien refairmar la antigua “programación” negando así la realidad de los nuevos problemas, o bien reformular ñla “programación” a fin de crear mejores condiciones de vinculación con el mundo. La ruptura se manifestará inmediatamente en los grupos, apenas ellos elijan entre estas alternativas.
En el libro de Mannheim ya citado, éste ofrece un argumento que me parece sumamente útil para comprender este proceso de reorganización por el que pasan los grupos cristianos ante la crisis latinoamericana. Según este autor, la manera en que los grupos son llevados a entender su situación histórico-social, da origen a la formación de estados mentales utópicos e ideológicos. Mannheim define como estado mental utópico a aquel que, “siendo incongruente” con el estado de realidad dentro del cual ocurre (topía)”, al convertirse en acto tiende “a destruir parcial o completamente el orden de cosas existentes en determinada época”. Denomina entonces utopías a aquellas estructuras intelectuales que “trascienden la realidad y, simultáneamente, rompen la trama del orden existente”.[6]
Las ideologías son, por otro lado, las estructuras intelectuales que por mucho que “trasciendan la situación nunca logran, de facto, realizar el contenido proyectado”. En consecuencia, las utopías y las ideologías se diferencian por la manera en que “programan” la acción del grupo que las sustenta. En tanto que la utopías orientan acciones de transformación, las ideologías las inhiben, preservando así las cosas tal como están.
La razón por la que sugerimos antes que la tipología tradicional basada en criterios históricos, se tornó obsoleta, es que actualmente las orientaciones utópicas e ideológicas son las que, para los grupos cristianos constituyen los nuevos principios rectores de organización, de pensamiento y de comunidad. De ahí la razón de la fractura. De ahí las tensiones, las luchas. Situación de polarización y choque entre la mentalidad profética, orientada al futuro, y la mentalidad sacerdotal, comprometida con la preservación del presente; situación análoga a la del Antiguo Testamento. Permítaseme hacer aquí algunos comentarios sobre el problema, particularmente en lo referente al Protestantismo.
Las posibilidades utópicas del protestantismo
Católicos y protestantes coincidían en poquísimas cosas con anterioridad al Segundo Concilio Vaticano. Una de esas pocas coincidencias era su interpretación de la Reforma como un movimiento que contribuyó a desintegrar la síntesis medieval. Es lógico que sus valoraciones fuesen contradictorias. Mientras los protestantes elogiaban el hecho, los católicos lo reprobaban. Si Hegel incluye a la Reforma en su Filosofía de la historia,[7] como un nuevo avance del espíritu ahora consciente de que “el hombre está destinado, por propia naturaleza, a ser libre”, en cambio Novalis la acusa de haber dividido al mundo y separado lo inseparable, de haber asesinado a la Cristiandad.[8] Este conflicto nos permite observar que mientras el pensamiento católico se organizó con el afán de preservar la síntesis medieval, funcionando como ideología en relación con ésta, la reforma contenía elementos indudablemente disfuncionales con respecto a aquella, lo que confirió a su pensamiento la función utópica. Esta observación es de suma importancia porque el catolicismo que fue implantado en América Latina se proponía restaurar aquí la síntesis que se quebró en Europa. Se trató de un catolicismo organizado conforme a los lineamientos de Trento y, por consiguiente, animado por el espíritu de la Contrarreforma. La sociedad latinoamericana, por lo tanto, se formó como resultado de la fusión del espíritu aristocrático, autoritario y elitista de la tradición ibérica y los ideales católicos. Es comprensible que en esta sociedad la espiritualidad católica no se constituyera en una religión que se colocara en un mismo plano junto a muchas otras expresiones culturales posibles. Ella era el alma misma de Latinoamérica, con la cual formó una síntesis global que preservaba la unidad cultural de la Cristiandad, asesinada por la Reforma.
Mas, llevado por el movimiento misionero del siglo XIX, el protestantismo trajo aquí consigo la amenaza de una nueva desintegración. No se trataba de un fenómeno religioso más. Debe acotarse que la iglesia católica jamás temió los nuevos fenómenos religiosos; por el contrario, siempre supo asimilarlos integrándolos a la espiritualidad católica. En cambio, el protestantismo pareció caracterizarse por su oposición estructural al catolicismo. Resistente a la asimilación, permaneció como un cuerpo extraño, disfuncional y perturbador. Se presentaba como una posibilidad de subversión del orden dominante.
En los hechos, el protestantismo llegó no tanto como una nueva religión, sino más como parte de la corriente de modernización que entonces invadía a América Latina. Traía consigo los ideales y valores de la sociedad burguesa que en Europa y los Estados Unidos había asestado —a través de la Revolución Francesa y la Revolución Norteamericana— dos dolorosos golpes a la sociedad aristocrática. El protestantismo ofrecía una versión religiosa de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa y así como de las “verdades por sí mismas evidentes” a las que se refería la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos; es decir, “que todos los hombres fueron creados iguales, y dotados por su Creador de ciertos Derechos Inalienables entre los cuales el Derecho a la Vida, a la Libertad, y a la Búsqueda de la felicidad”. De ahí que la iglesia católica juzgara necesario perseguir en América Latina a los protestantes, pues a su entender, no se trataba de una religión más, sino de la negación y la amenaza de destrucción de la síntesis Iglesia-Civilización, última expresión de la Cristiandad aún existente. Al analizar los valores protestantes desde el punto de vista de su posible función respecto de la sociedad latinoamericana resulta obvio que los mismos constituyeran una amenaza de desintegración del orden dominante, o sea que el protestantismo pudiera llegar a ser una utopía. Veamos algunos de estos valores.
Históricamente, el protestantismo nació como afirmación de que el hombre está destinado, por propia naturaleza, a ser libre. En su tratado La libertad del cristiano, Lutero afirmaba: “El cristiano es señor de todas las cosas y no se halla bajo el dominio de cosa alguna”. Este énfasis en el hombre representaba algo profundamente revolucionario, porque al contrario del pensamiento católico medieval que hacía del hombre un ser subordinado a la estructura jerárquica, la Reforma hacía subordinar las estructuras a lo personal; llegado el caso las estructuras deben ser destruidas para que el Hombre exprese su libertad. Esta es, en sustancia, la médula de la polémica gracia versus ley y que fuera verdaderamente el núcleo del conflicto entre protestantismo y catolicismo. No se requiere excesiva imaginación para comprender que el conflicto se asemeja al que hoy se manifiesta entre historia versus estructura. La Reforma articuló, así, un humanismo de libertad. Con gran perspicacia, K. Holl observó que el superhombre nietzscheano —el hombre que es libre para crear un nuevo mundo— no es más que una versión secularizada del hombre de Luterado liberado de la ley.[9] De tal modo, desde sus orígenes la mentalidad protestante implicaba un rechazo radical del carácter acabado o sagrado de cualquier estructura. Paul Tillich llega incluso a ver en este elemento de crítica a todas las estructuras, lo que podría ser llamado como Principio protestante.[10]
Es fácil ver a esta mentalidad colocándose del lado de las fuerzas que estaban contribuyendo a la destrucción de la síntesis medieval; síntesis que articulaba su humanismo en términos de integración del hombre a las estructuras eclesiásticas, políticas y sociales.
Como ya señalamos antes, la sociedad latinoamericana tenía una gran semejanza con la sociedad medieval. Es decir, una sociedad jerárquica, dividida entre élites dominantes cuya voluntad era la ley, cuyos intereses eran la única norma y donde las masas eran enteramente dominadas. Sociedad que vivía en una situación de colonialismo interno y externo; dominada internacionalmente por los intereses de España y Portugal e internamente por los grupos que respondían a dichos intereses. A las masas les cabía un papel puramente pasivo, pues no tenían valor en sí. Su importancia estaba subordinada a la contribución que pudiesen hacer al bienestar de las clases dominantes. Tampoco les era permitido proyectar su propio futuro, porque el único porvenir que les estaba reservado era aquel que les impusieran los dominadores.
Las estructuras de dominación crearon pues, a su vez, la mentalidad del hombre dominado: pasivo, incapaz de pensar su futuro, impotente para soñar su propia liberación. Se dio ese fenómeno que menciono en la introducción: las estructuras creadas por los hombres pasaron a ser consideradas como estructuras inmutables, estructuras que no podían sufrir cambios; eternas.
Las estructuras del pensamiento católico contribuían doblemente, en el contexto referido, a sacralizar el status quo. Primero, porque su visión jerárquica de la sociedad admitía, como normales y necesarias, las desigualdades económicas y la situación de las masas controladas por las élites. Y en segundo lugar, porque legitimaba las estructuras dominantes como acordes con la voluntad de Dios. La conciencia del hombre oprimido es de este modo impedida de protestar; pasa a expresarse en términos de fatalismo religioso, de resignación ante las condiciones de injusticia, acepta todo y corrobora todo al declarar: “Es la voluntad de Dios”.
Como indicamos, el protestantismo alteró el acento puesto en las estructuras desplazándolo hacia el individuo. Esta preocupación por la persona era —en el caso del protestantismo latinoamericano— aún más fuerte pues provenía del pietismo, movimiento que naciera como protesta ante la esterilidad doctrinaria de la ortodoxia protestante. Su interés primordial radicaba en la experiencia religiosa personal, en los contenidos subjetivos y existenciales como: la angustia por los pecados cometidos, la certidumbre de salvación, la paz y la alegría. Al abandonar las estructuras como punto de partida, el humanismo protestante creaba embrionariamente una forma de pensar que podía llegar eventualmente a quebrar la trama del orden existente. No hay estructuras sagradas; Dios no comulga con las estructuras, sino solamente con las personas. A ello se debe que los hombres sean sacerdotes y libres. El sacerdocio universal suponía el fin de todo autoritarismo religioso o seglar, exigiendo paralelamente una sociedad fraterna, de comunión, de participación; una sociedad, en fin, de iguales derechos humanos. Si Dios se relaciona con todos los hombres de la misma manera, no cabe tolerar una sociedad donde algunos hombres dominen a otros hombres. Lo que se exige es una sociedad democrática.
Además, la conciencia del pecado —tan típica de la mentalidad protestante— contribuyó a acentuar la oposición entre lo personal y lo estructural. Si las estructuras de América Latina eran expresión del autoritarismo jerárquico del catolicismo de Trento, ellas serían consideradas, en un todo, como expresión de pecado. La afirmación bíblica de que “la amistad del mundo es enemistad con Dios” pasó a ser interpretada necesariamente como un enjuiciamiento de todas las estructuras dominantes. Cabía entonces la posibilidad de que el protestantismo llegara a engrosar las vanguardias políticas e intelectuales que en el siglo xix bregaban para quebrar el status quo.
Por otra parte, el protestantismo creó —en franca contradicción con las actitudes mentales que creara la “topía” latinoamericana—, un estilo de vida disciplinado. En su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber señaló que el factor disciplina de trabajo era un elemento fundamental de la espiritualidad calvinista, porque por medio de la misma el creyente hallaba la confirmación de que Dios lo había predestinado a la salvación. La disciplina, además, exige una actitud mental de confianza en el poder humano para determinar al mundo. El hombre se disciplina en tanto esté convencido de que mediante ella podrá alcanzar determinados objetivos y modificar las condiciones que dominan su presente. Cuando existe tal actitud mental, el hombre organiza su energía en función de un propósito. Pero una de las características de la sociedad latinoamericana es que sus estructuras imposibilitaron tal actitud. El individualismo aristocrático de las élites ibéricas asumía la forma de una independencia de conquistador y explorador esencialmente anárquica que confiaba más en la suerte que en la disciplina (Comblin). No se planifica el futuro, se apuesta a él. Se trata de un fatalismo diferenciado del de las masas pues en este caso el futuro es encarado como una dádiva de los dioses. Igual actitud prevalecía entre las masas, pues dado que las élites no les permitían planear o ejecutar su futuro, éstas creyeron que el porvenir se subordinaba a un ciego fatalismo. Como no podía ser de otro modo, las masas participaban en un juego en el que no tenían posibilidad alguna de ganar. Su enraizada convicción de que su trabajo no podía crear ningún porvenir diferente, no era otra cosa que producto de una generalización de su experiencia histórica, conforme a la cual el porvenir sería como Dios quisiese. A esta razón se debe que nunca surgiera entre las masas latinoamericanas aquella actividad febril que caracterizó al pueblo estadounidense. las estructuras de dominación no permitieron que el hombre considerase al trabajo como un instrumento con el cual crear un mundo de libertad. Por el contrario, siempre consideró al trabajo como una forma de opresión. De su impotencia ante el porvenir nace su indisciplina, su proverbial indolencia. En el contexto del colonialismo, la disciplina no tiene realmente sentido, porque el dominador será siempre quien recogerá los frutos sembrados por el trabajo arduo. Por consiguiente, la falta de disciplina del pueblo latinoamericano no significa, como pretende Harvey Cox, que los latinoamericanos se hayan convertido en especialistas en el arte del ocio. La ociosidad es, ante todo, manifestación de impotencia. En cambio el disciplinado estilo de vida que traía consigo el protestantismo significaba la posibilidad de destrucción de las estructuras mentales tanto de los señores como de los dominados; implícitamente, afirmaba la libertad y el poder del hombre para construir su propio mundo y dominar su propio tiempo.
El protestantismo como ideología
América Latina vive actualmente un momento único en su historia. Ello se debe a que, paralelamente a laetuación de la situación de opresión e injusticia en que se encuentran las amplias masas, se percibe una toma de conciencia generalizada sobre la necesidad de crear una sociedad nueva. La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano constató que vivimos una situación de excesivas desigualdades entre las clases sociales, situación en la que pocos tienen mucho mientras muchos nada tienen; una situación de frustarciones crecientes, de opresión ejercida por grupos o sectores dominantes, de poder ejercido injustamente. De empobrecimiento general del continente debido a las injustas condiciones internacionales a que éste está sometido. Una situación, en síntesis, de violencia institucionalizada. Entre tanto, la conciencia otrora oprimida, incapaz de planificar su porvenir ha despertado. Puede percibirse un ansia generalizada de estructuras más justas. “Estamos en el umbral de una nueva época de nuestra historia”, prosiguen los obispos católicos. “Época plena de un deseo de emacipación total, de liberación de cualquier servidumbre, de madurez personal e integración colectiva. Notamos aquí los preanuncios del parto doloroso de una nueva civilización”.[11] El desafío que se le plantea hoy día a Amperica Latina es la exigencia de construir una sociedad donde reine la fraternidad humana. No se trata tan sólo de resolver nuestras contradicciones económicas, si bien éstas son un elemento fundamental. Teóricamente es posible que quienes dominan, interna y externamente, ofrezcan a los dominados condiciones económicas razonables. Pero es necesario tener siempre presente que cuando los amos mejoran las condiciones de los esclavos, paralelamente mejoran las propias condiciones de explotación. Lo que aquellos no pueden hacer es liberar a éstos últimos. Lo que se pretende en la actualidad es, fundamentalmente, la creación de una sociedad de participación, es decir, que sea resultado de la creatividad, de la vocación humana del pueblo latinoamericano. Los obispos concluyen con el anuncio “del deseo de pasar del conjunto de las condiciones inhumanas para todos, a condiciones plenamente humanas e integrar toda la escala de valores temporales a la visión global de la fe cristiana; tomamos conciencia de la ‘vocación original’ de América Latina: vocación de unir en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros nos legaron y nuestra propia originalidad”.[12] Estas afirmaciones hacen evidente que las esperanzas que hoy existen en América Latina consideran al destino y el futuro del individuo como algo inseparable del destino y porvenir del continente, es decir, como un todo. Nuestra situación es tan intensamente histórica, social, pública, que carece de sentido hablar del individuo como un ser aislado. Vivimos aquello que Paul Tillich denomina “la situación proletaria”, o sea aquella en la que el destino del individuo sólo puede ser pensado desde el punto de vista de su solidaridad con las masas.[13]
Es necesario que veamos con claridad la fertilidad de la situación. Las observaciones precedentes indican que estamos contemplando el nacimiento de un pensamiento utópico, con todas sus promesas de transformación. El protestantismo podría actuar en esta situación como catalizador, sis sus posibilidades utópicas encontrasen una manera de insertarse en nuestro momento histórico. Mas, como bien señala Tillich, “la situación proletaria, en la medida en que representa al destino de las masas, no puede ser penetrada por el protestantismo, cuyo mensaje apela a la personalidad individual exigiéndole una decisión de índole religiosa, abandonándolo después a sus propios medios en las esferas política y social”.[14] Lo que está ocurriendo con el protestantismo latinoamericano es una confirmación total de esta comprobación. Sus formas de pensamiento han sido dominadas en tal grado por el individualismo, que el protestantismo no puede producir categorías para comprender los problemas de naturaleza estructural. A esto se debe que enfoque los problemas sociales como un mero agregado, como una simple suma de problemas individuales. De ahí la fórmula central de su ética social: “conviértase el individuo y la sociedad se transformará”. Esto significa, lógicamente, que el fenómeno de crecimiento de las iglesias implica, al mismo tiempo, la creación de estructuras intelectuales que hacen imposible la comprensión del momento histórico que vivimos. ¿Será esta una forma del “embrujo del lenguaje” al que se refiere Wittgenstein?
Esto parece sumamente extraño. Y es así porque la contradicción entre lo personal y lo estructural, tan característica del protestantismo, podría y debería haber creado una ética mediante la cual lo personal hubiera aceptado, como vocación propia, la transformación de las mismas estructuras a las que se opone, a fin de reconciliarse con ellas. Mas esto no fue así y la razón es muy simple y de suma importancia para comprender la estructura y el funcionamiento global de la mentalidad protestante. El protestantismo, en vez de considerar la contradicción entre lo personal y lo estructural en términos dialécticos, la interpretó en términos dualistas. La dialéctica significa que el sujeto que se opone al mundo entiende tal oposición como una exigencia para transformarlo. La conciencia niega a fin de poder afirmar. Su propósito es la reconciliación. El dualismo significa, por el contrario, que el sujeto que se opone al mundo, y considera tal oposición como una exigencia de distanciamiento. Hay, pues, una doble negación. El dualismo no pretende resolver la oposición, sino perpetuarla, exacerbándola aún más. El dualismo no ve posibilidad de reconciliación entre lo personal y lo estructural. Según las palabras de Hoekendijk, nos encontramos aquí con la persona que “desaprendió la esperanza”. Lo que se persigue, entonces, ya que el mundo está perdido, es salvar el alma. La dialéctica hubiera dado origen a una ética de transformación, mientras que el dualismo no podía producir otra cosa que una ética de conservación. Así, para el protestantismo latinoamericano, lo personal no transforma al mundo, lo rechaza. La libertad no lo fertiliza. Huye de él. De ahí la típica formulación de la eclesiología dominante: la iglesia, como comunidad, no participa en las transformaciones sociales. Su tarea es convertir a los infieles y cobijar a los conversos. En consecuencia, el mundo en sí y específicamente el mundo latinoamericano con sus valores, estilo de vida y cultura pasó a ser considerado como malo. Incluso se verifica que esta negación del mundo latinoamericano (por su vinculación con el catolicismo) toma una dirección inversa en términos de identificación con los valores importados del mundo anglosajón. El acto de conversión al protestantismo puede entonces implicar un desarraigo por el cual el hombre se ve forzado a negar la cultura que lo formó. Aparece, así, una antropología en la que las relaciones de nuestro hombre con su mundo dejan de ser relaciones esenciales de solidaridad, para pasar a ser relaciones accidentales de mero contacto. No hay esperanzas para el mundo. El protestante está en el mundo pero no se solidariza con él. Sus ojos están puestos en su vida personal y en la promesa de la salvación individual.
Otro artificio del que echa mano la mentalidad protestante para impedir la dialéctica entre lo personal y lo estructural es considerar al mundo como un terreno de pruebas. Su aspecto negativo, los dolores que provoca, son pruebas enviadas por Dios. Por medio de ellas el hombre es llevado a desprenderse del mundo y a esperar solamente aquello que viene de lo alto. La doctrina de la providencia contribuyó mucho a tal actitud con sus tonos fatalistas. Así, lo importante no es qué sufren los hombres, o sea, las condiciones objetivas y estructurales vividas por los hombres, sino cómo sufren, es decir, las condiciones subjetivas con que enfrentan la provocación. Esta es una contradicción fundamental. Por un lado, la crítica a lo estructural como opuesto a lo personal; por el otro, la aceptación pasiva de lo estructural, como ordenado por Dios mismo. Contradicción, pues, que hace imposible la dimensión de la protesta, explícita sin embargo en el propio nombre del protestantismo. Lógicamente, los impulsos transformadores de la acción son sublimados en dirección de virtudes pasivas como la paciencia, el conformismo, el quietismo, la subordinación.
Esto significa que las tesis de Weber acerca del calvinismo, y de Walzer acerca de los puritanos, no encuentran paralelo en la situación latinoamericana. La espiritualidad protestante implicaba para ambos una ética de carácter político que exigía la transformación del mundo para mayor gloria de Dios. la concepción dualista del protestantismo latinoamericano no permitió que surgiese una ética semejante. La ética es internalizada e individualizada. El creyente no emplea su disciplina para transformar al mundo, sino para reprimirse y dominarse: no fuma, no bebe, no miente, es trabajador, ahorra dinero. Tiene conciencia de “ser diferente” y de que el mundo sería mejor si todos fuesen como él… Su estilo de vida, además de los elementos antes indicados, se caracteriza entonces, desde el punto de vista ético, por otros dos elementos. En primer lugar, una tendencia de adaptación al mundo tal como es, puesto que sus leyes —jurídicas o funcionales— son manifestación de la voluntad divina. No se trata ya de una simple tendencia individual, sino que es esencialmente eclesiástica. Un capítulo que la historia deberá investigar en el futuro es la actitud que las iglesias protestantes han tenido frente a las estructuras económicas y políticas dominantes. A esta actitud están ligadas las prácticas inquisitoriales que volvieron a manifestarse en varios círculos protestantes. En segundo lugar, la ética legalista unida a la disciplina personal hace de los protestantes excelentes “funcionarios”. Incluso se creó una “ética de funcionario” que canaliza las energías humanas hacia el aumento de la eficiencia de las estructuras existentes más que a la creación de lo nuevo. Este es un buen empleado, un buen funcionario, un buen ciudadano; es aquel que obedece las reglas del juego tal como fueron impuestas.
Al explicar las estructuras como manifestación de la voluntad de Dios, el protestantismo hizo que fuera imposible comprenderlas desde el punto de vista de su génesis histórica y de las relaciones y funciones que ellas perpetúan. El énfasis protestante en la reconciliación es harto sugestiva, pues ella indica que los problemas humanos se sitúan a nivel de los malos entendidos y jamás en la esfera de las situaciones injustas. En consecuencia, se torna dificultoso comprender la pobreza de las masas como problema estructural. La tendencia del protestantismo es más bien a interpretarla como un problema de raíces puramente individuales. De ahí la honda convicción de que “la conversión individual conduce a la solución de los problemas”. Ideología análoga a aquella que en Estados Unidos interpreta la situación de los pobres como consecuencia de que ellos do not try hard enough (“no se esfuerzan lo suficiente”). La crítica de lo estructural es eliminada y reemplazada por la crítica al individuo. Por consiguiente, las promesas utópicas del protestantismo se revelan en la actualidad como solamente ideológicas.
¿Un nuevo protestantismo?
Existen pruebas de que la crisis latinoamericana está llevando a algunos a reinterpretar los símbolos de su fe, pero en la dirección utópica o mesiánico-profética del Antiguo Testamento. Es bien cierto que esto no se refiere tanto a las interpretaciones de los símbolos, tal como son adoptados por las estructuras eclesiásticas. Pero podremos ver que este proceso ocurre sobre todo en ciertos grupos marginados por las estructuras oficiales. Este conflicto entre tendencias ideológicas y utópicas explica las fracturas que actualmente dividen, no sólo a las denominaciones protestantes tradicionales, sinom también a la propia iglesia católica. Se trata de tensiones entre orientaciones irreconciliables. Como ideología, el protestantismo se proyecta al futuro y exige una ética de transformaciones sociales. Entre estas dos comunidades no puede existir ninguna unidad ecuménica. Esta es una de las razones por la que afirmamos al principio que los criterios denominacionales se volvieron obsoletos para la comprensión de la situación del protestantismo en América Latina. Pero la otra razón por la que los otros criterios tampoco pueden ser usados, es que así como las tendencias ideológicas y las tendencias utópicas dividen al protestantismo, los grupos de orientación utópica dentro del mismo descubriránuna nueva unidad con grupos de idéntica orientación de la Iglesia Católica. Nace así una nueva realidad eclesial, ecuménica, absolutamente real aunque no posea el rótulo de “oficial”. Las nuevas tendencias mesiánico-proféticas de la Iglesia Católica no se limitan a los grupos marginados. Se expresan por el contrario en las altas esferas jerárquicas, como lo testimonian los documentos de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Las discusiones sobre la Fe y el Orden asumen un carácter secundario y hasta accesorio frente al hecho de que católicos y protestantes están descubriéndose como un solo cuerpo en función de su esperanza en una América Latina nueva. Quizás porque la unidad sólo nace en la medida en que participamos de Cristo y nos constituyamos entonces en su cuerpo. Mas Cristo, como él mismo lo declara, se esconde en quienes sufren (Mt 25) y Su Espíritu transforma los gemidos de aquellos en una sinfonía de esperanza (Ro 8.22-23). Así, al volvernos hacia este hombre en el que Cristo anida, protestantes y católicos encuentran repentinamente aquella unidad hace tanto tiempo perdida.
Notas
[1] Acerca de los orígenes biológicos de las estructuras intelectuales, véase Jean Piaget, Biologie et Connaissance (París, Editions Gallimard, 1967) y John Dewey, Reconstruction in Philosophy (Boston, The Beacon Press, 1962, especialmente el capítulo IV, “Changed Conceptions of Experience and Reason”. Acerca de las estructuras como construcciones o productos de la actividad humana, véase Peter Berger y Luckmann, The Social Construction of Reality (Nueva York, Doubleday & Co., 1967) y Jean Piaget, El estructuralismo (Proteo, 1968).
[2] L. Wittgenstein, Philosophical Investigations (Nueva York, The MacMillan Co., 1968), p. 45, n. 109: “La filosofía es una batalla contra el embrujo de nuestra inteligencia mediante el lenguaje”.
[3] Dewey, op. cit., capítulo 1.
[4] K. Mannheim, Ideología e utopía. Río de Janeiro-Porto Alegre-Sao Paulo, 1954, p. 195.
[5] A este respecto encuentro muy interesantes dos afirmaciones. La primera es de Norman O. Brown, en su libro Life Against Death. Nueva York, Vintage Books, Random House, 1959, p. 14: “El psicoanálisis está en posición de definir el error en la religión, sólo después de haber reconocido la verdad”. Y la segunda, de Berger y Luckmann cuando, a guisa de conclusión de su libro, declaran que “nuestra comprensión de la sociología del conocimiento nos lleva a la conclusión de que las sociologías del lenguaje y de la religión no pueden ser consideradas como especialidades periféricas de escaso interés para la teoría sociológica como tal, sino que tienen contribuciones esenciales que hacerle […] Confiamos haber dejado bien claro que […] es imposible una sociología del conocimiento sin una sociología de la religión (y viceversa)”. Op. cit., p. 185.
[6] Es necesario destacar que para Mannheim, la formación de tales mentalidades no es de acuerdo con los moldes idealistas un proceso autónomo. Mannheim observa que las utopías no son otra cosa que la condensación de “las tendencias no realizadas que representan las necesidades de cada época” y que, por consiguiente, ellas sólo pueden ser comprehendidas por referencia “a la situación estructural de la capa social que las adopta en determinada época” (Op. cit., pp. 185, 193). La palabra uropía y su contenido fueron muy desacreditados por la crítica marxista. Mas esta crítica no puede liberarse de su sesgo ideológico. Buber nos ayuda a colocar la cuestión en su adecuada perspectiva: “La polémica de Marx y Engels hizo que el término ‘utópico’ fuera usado, tanto dentro como fuera del marxismo, para un socialismo que apela a la razón, a la justicia, a la voluntad del hombre en remediar los desajustes de la sociedad, en vez de referirse a la adquisición por parte del hombre de una conciencia activa de lo que se está gestando ‘dialécticamente’ en el seno del industrialismo. Todo socialismo voluntarista es considerado ‘utópico’”. M. Buber, Paths in Utopia. Boston, Beacon Press, 1958, p. 9. (Hay versión española del Fondo de Cultura Económica, bajo el título Caminos de la utopía.)
[7] G.F. Hegel, The Philosophy of History. Nueva York, Dover Pub., 1956, p. 416.
[8] Hans Rückert, “The Reformation, Medieval or Modern?”, en R. Bultmann y otros, Translating Theology Into the Modern Age. San Francisco, Harper & Row, 1965.
[9] K. Holl, The Cultural Significance of the Reformation. Cleveland-Nueva York, The World Publishing Co., 1962, p. 137.
[10] P. Tillich, The Protestant Era. Chicago, The University of Chicago Press, 1962, p. 163: “El Principio protestante […] contiene la protesta divina y humana contra cualquier reclamo absoluto de una realidad relativa, incluso si este reclamo es hecho por una iglesia protestante. Es el juicio profético contra el orgullo religioso, la arrogancia eclesiástica, la autosuficiencia secular y sus consecuencias destructivas”.
[11] Sedoc, vol. I, núm. 5, noviembre de 1968.
[12] Ibid, p. 666.
[13] P. Tillich, op. cit., p. 161.
[14] Idem.
[2] L. Wittgenstein, Philosophical Investigations (Nueva York, The MacMillan Co., 1968), p. 45, n. 109: “La filosofía es una batalla contra el embrujo de nuestra inteligencia mediante el lenguaje”.
[3] Dewey, op. cit., capítulo 1.
[4] K. Mannheim, Ideología e utopía. Río de Janeiro-Porto Alegre-Sao Paulo, 1954, p. 195.
[5] A este respecto encuentro muy interesantes dos afirmaciones. La primera es de Norman O. Brown, en su libro Life Against Death. Nueva York, Vintage Books, Random House, 1959, p. 14: “El psicoanálisis está en posición de definir el error en la religión, sólo después de haber reconocido la verdad”. Y la segunda, de Berger y Luckmann cuando, a guisa de conclusión de su libro, declaran que “nuestra comprensión de la sociología del conocimiento nos lleva a la conclusión de que las sociologías del lenguaje y de la religión no pueden ser consideradas como especialidades periféricas de escaso interés para la teoría sociológica como tal, sino que tienen contribuciones esenciales que hacerle […] Confiamos haber dejado bien claro que […] es imposible una sociología del conocimiento sin una sociología de la religión (y viceversa)”. Op. cit., p. 185.
[6] Es necesario destacar que para Mannheim, la formación de tales mentalidades no es de acuerdo con los moldes idealistas un proceso autónomo. Mannheim observa que las utopías no son otra cosa que la condensación de “las tendencias no realizadas que representan las necesidades de cada época” y que, por consiguiente, ellas sólo pueden ser comprehendidas por referencia “a la situación estructural de la capa social que las adopta en determinada época” (Op. cit., pp. 185, 193). La palabra uropía y su contenido fueron muy desacreditados por la crítica marxista. Mas esta crítica no puede liberarse de su sesgo ideológico. Buber nos ayuda a colocar la cuestión en su adecuada perspectiva: “La polémica de Marx y Engels hizo que el término ‘utópico’ fuera usado, tanto dentro como fuera del marxismo, para un socialismo que apela a la razón, a la justicia, a la voluntad del hombre en remediar los desajustes de la sociedad, en vez de referirse a la adquisición por parte del hombre de una conciencia activa de lo que se está gestando ‘dialécticamente’ en el seno del industrialismo. Todo socialismo voluntarista es considerado ‘utópico’”. M. Buber, Paths in Utopia. Boston, Beacon Press, 1958, p. 9. (Hay versión española del Fondo de Cultura Económica, bajo el título Caminos de la utopía.)
[7] G.F. Hegel, The Philosophy of History. Nueva York, Dover Pub., 1956, p. 416.
[8] Hans Rückert, “The Reformation, Medieval or Modern?”, en R. Bultmann y otros, Translating Theology Into the Modern Age. San Francisco, Harper & Row, 1965.
[9] K. Holl, The Cultural Significance of the Reformation. Cleveland-Nueva York, The World Publishing Co., 1962, p. 137.
[10] P. Tillich, The Protestant Era. Chicago, The University of Chicago Press, 1962, p. 163: “El Principio protestante […] contiene la protesta divina y humana contra cualquier reclamo absoluto de una realidad relativa, incluso si este reclamo es hecho por una iglesia protestante. Es el juicio profético contra el orgullo religioso, la arrogancia eclesiástica, la autosuficiencia secular y sus consecuencias destructivas”.
[11] Sedoc, vol. I, núm. 5, noviembre de 1968.
[12] Ibid, p. 666.
[13] P. Tillich, op. cit., p. 161.
[14] Idem.
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