8 de agosto de 2014
Desde hace unos años tengo perdida mi
respetabilidad académica. Nadie me la quitó, pero un buen día, por razones que
no me sé explicar, algo sucedió en mí. No sé qué me pasó, mas lo cierto es que
de repente me descubrí incapaz, en absoluto, de pensar, hablar y escribir
analíticamente. Fui poseído por la forma poética y sigo por ella poseído cuando
escribo. Aunque esto me gusta, me crea también muchos problemas con auditorios
científicos y académicos, porque esa gente no cree que la poesía sea algo
serio; sin embargo, yo creo que es la cosa más seria: creo que Dios es poesía. Si pudiese hacer una nueva traducción del
texto de Juan: “y el Verbo se hizo carne”, pondría “y un Poema se hizo carne”.[1]
R.A., “Cultura de la vida”
Ciertamente el acceso de Rubem Alves a
la poesía fue tardío, pero llegó a ser definitivo, enriquecedor y sumamente
placentero. Las líneas que presiden este texto dan fe de cómo, en un momento
determinado de su vida, experimentó un “giro poético” que impactó la totalidad
de su pensamiento, en todos los sentidos. Incluso la manera en que se orientó
su escritura, sin buscar escribir poemas como tales, manifestó una ruptura más,
de entre las varias que sufrió, aunque en este caso el “golpe” de la “forma
poética” resultaría determinante para vaciar en ella todo lo que escribiría
luego de haber sido reconocido como teólogo y educador. Lado a lado con sus
preocupaciones permanentes, la poesía lo acompañó permanentemente y nunca lo
abandonó, pues por el contrario, el conocimiento de los autores que lo marcaron
iluminó profundamente su obra.
El momento de dicho encuentro no podría fecharse con total
certidumbre, pues si a fines de los años 80 tenía tan claro lo que le había
sucedido, el paso del tiempo le aclararía aún más ese proceso de cambio. Así lo
describió en una breve crónica de Quarto
de badulaques (2003; en español: Cuarto
de cachivaches, 2009), un “cajón de sastre” sobre múltiples temas, en la
que hace un recorrido muy personal del asunto. Primeramente manifiesta el
asombro por lo sucedido: “Descubrí la poesía tardíamente, después de rebasar
los cuarenta años. ¡Qué pena! ¡Cuánto tiempo perdido! La poesía es unja de mis
mayores fuentes de alegría y sabiduría. Como dice [Gaston] Bachelard: “Los
poetas nos dan una gran alegría de palabras…”.[2]
Podría decirse que tras toda una vida la poesía le llegó demasiado tarde, pero
él sentía que no fue así.
Inmediatamente después se dirige al lector o lectora hipotéticos:
“Por eso te pregunto: ¿lees poesía? Si no lo haces, trata de hacerlo. Cambia
los programas de televisión por la poesía”. Y agrega una serie de observaciones
creativas sobre los prejuicios tan extendidos sobre su comprensión: “Si me
dices que no entiendes la poesía, aplaudiré: ¡qué bueno! ¡Solamente los tontos
creen que la entienden! ¡Solamente los oradores tienen la pretensión de
entender la poesía!”. Después, expone con vehemencia lo que entiende como su
propósito mediante varios ejemplos y una propuesta concreta: “La poesía no es
para eso. Es para ser vista. ¡Lee el poema y trata de ver lo que él pinta! ¿Necesitas
entender un lunar? ¿Una nube? ¿Un árbol? ¿El mar? Basta con ver. ¡Ver, sin
comprender, es una felicidad! Lee poesía para que tus ojos se abran”. Para
Alves, leer un poema es aprender a mirar, es una experiencia iniciática, casi
mística.
Y en ese punto ofrece sus recomendaciones específicas,
algunos de los nombres que resultaron significativos en su caminar como lector
de poesía. El orden en que aparecen no es de ninguna manera aleatorio, aunque
en esta ocasión sólo mencionó autores/as de habla portuguesa: Cecília Meireles
(1901-1964) y Adélia Prado (1935) en primer lugar, autoras cuya obra citó
persistentemente. Alberto Caeiro, heterónimo del portugués Fernando Pessoa (1888-1935),
con quien se identificó muchísimo por su levedad y tendencias panteístas. Mário
Quintana (1906-1994), Lya Luft (1938), Maria Antônia de Oliveira (1964), a
quienes leyó en una etapa posterior. Se trata de una lista ya filtrada por los
años y enriquecida por largos periodos de lectura en la que le acompañaron
muchos amigos de una tertulia semanal en Campinas. “Lee poesía para ver mejor.
Lee poesía para estar tranquilo. Lee poesía para embellecerte. Lee poesía para
aprender a oír. ¿Has pensado que, tal vez, hablas demasiado?”. Así concluye la
crónica, en un tono amable, pero firme, de invitación.
En una memorable ponencia de 1981, Alves se quejó
amargamente de la nula presencia protestante en la literatura de su país, algo
inexplicable dada la antigüedad de las iglesias históricas y el aceptable nivel
cultural que las había caracterizado. Sus palabras fueron puntillosas y duras:
Yo esperaría, por otra parte, que el protestantismo hubiese hecho alguna contribución a la literatura brasileña. Hemos buscado una gran novela... pero en vano [...] lo que sucede es que la literatura no puede sobrevivir en medio de esta obsesión didáctica, porque su vocación es estética, contemplativa, y su valor es tanto más grande mientras más grande es su capacidad para producir estructuras paradigmáticas a través de las cuales las figuras y ligámenes ocultos de lo cotidiano son observados. Los literatos protestantes no pueden huir del hechizo de sus hábitos de pensamiento. Sus novelas son sermones travestidos y lecciones de escuela dominical enmascaradas. Al final, la gracia de Dios triunfa siempre, los creyentes son recompensados y la impiedad es castigada. El último capítulo no necesita ser leído.[3]
De ahí que, cuando por fin se transformó su estilo,
aproximadamente en 1983, poco después de publicar La teología como juego y Creo
en la resurrección del cuerpo, pareció asumir él mismo la tarea de superar
su estilo anterior para entrar de lleno en el campo literario. En sus primeros
libros, la poesía estaba totalmente ausente y es hasta ¿Qué es la religión? (1981), y sobre todo de Poesía, profecía, magia (1983),
que finalmente dio el salto hacia la expresión de estirpe poética de forma
definitiva. En ¿Qué es la religión?, Alves
cita textos y poemas de Archibald McLeish (Estados Unidos, 1892-1982), Cecilia
Meireles y el visionario inglés William Blake (1757-1827). Del primero, al
referirse a quienes construyen cosas mediante palabras, recuerda la siguiente
frase: “Un poema debería ser palpable y mudo como un fruto redondo; no debería
tener palabras como el vuelo de los pájaros, no debería significar nada sino
simplemente… ser”. De Meireles incluye esta cita: “De un lado, la estrella
eterna, y del otro la vacante incierta…”, al hablar de la búsqueda del sentido
de la vida. Y de Blake son estos versos: “"Ver un mundo en un grano de
arena / y un cielo en una flor silvestre,/ asegurar el infinito en la palma de
la mano / y la eternidad en una hora”, que retomaría muchas veces (hasta darle
título a dos de sus libros), a propósito de “la sensación inefable de eternidad
e infinitud, de comunión con algo que nos trasciende, envuelve y contiene, como
si fuese un útero materno de dimensiones cósmicas”. En ese libro aún es notoria
la timidez con que se refiere a los poetas, quizá porque aún no se sentía del
todo seguro al momento de abordarlos.
En 1990 fue invitado por la Universidad de Birmingham,
Inglaterra, a dictar las Conferencias Edward Cadbury y aquel pequeño volumen
(80 pp.) sería la base de las mismas, con las que daría comienzo, al publicarse
ese mismo año bajo el título de The poet,
the warrior, the prophet (El poeta, el guerrero, el profeta) a una obra que
se transformaría con el paso del tiempo hasta convertirse en Lições de feitiçaria. Meditações sobre a
poesia (Lecciones de hechicería. Meditaciones sobre la poesía), en 2003,
posterior a la publicación de la versión portuguesa en 1992. Ese libro contiene
la quintaesencia de lo que su autor desarrolló en toda su vida sobre las
realidades humanas influidas por una perspectiva poética. Estaba a punto de
descubrir a T.S. Eliot (1888-1965), el gran poeta anglo-estadunidense, Premio
Nobel en 1948, quien lo sacudiría aún más, y a Octavio Paz, quien con las ideas
expuestas en El arco y la lira completaría el panorama estético del también autor de Protestantismo
y represión.
[1] R. Alves, “Cultura de la
vida”, en Simón Espinosa, comp., Hacia una cultura de la paz. Caracas,
CLAI-Comisión Sudamericana de Paz-Nueva Sociedad, 1989, p. 15. Énfasis
agregado. Este texto fue presentado en una reunión auspiciada por los dos
organismos coeditores, en abril de 1989. Debo el acceso al mismo a Arturo Arce
Villegas e Israel Flores Olmos.
[2] R. Alves,
“Poesía”, en Cuarto de cachivaches. México,
Ediciones Dabar, 2009, p. 89.
[3] R. Alves, “Las ideas
teológicas y sus caminos por los surcos institucionales del protestantismo
brasileño”, en P. Richard, ed., Materiales
para una historia de la teología en América Latina. San José, Departamento
de Investigaciones Educativas, 1981, pp. 345-346. Recogido también en Dogmatismo y tolerancia [1982]. Bilbao,
Ediciones Mensajero, 2007 (La barca de Pedro, 23).
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