miércoles, 6 de marzo de 2019

Magia (1983)


Salvador Dalí, La última cena

MAGIA
Rubem Alves

Tempo e Presenca, núm. 183, junio de 1983, pp. 7-8.

Versión: LC-O

Vamos a jugar a la escuela. Es una clase de portugués y la profesora, más moderna, quiere hacer pensar a los niños. Trajo un poema. Quiere hacer pensar a esas cabecitas. Es necesario que las ideas sean claras y distintas. Que se sepa bien lo que se ha leído. Concientización. Y dice: “Mucha atención. Voy a comenzar la lectura”. Y habla, con voz firme, con las sibilancias y las erres arrastradas. Para que los sonidos no engañen a los oídos, que éstos no engañen a la razón, y ésta no engañe al cuerpo.

Na noite lenta e morna, morta noite sem ruído, um menino chora.
O choro atrás da parede, a luz atrás da vidraça
perdem-se na sombra dos passos abafados, das vozes extenuadas.
E no entanto se ouve até o rumo da gota de remédio caindo na colher.
Um menino chora na noite, atrás da parede, atrás da rua, 
longe um menino chora, em outra cidade talvez,
talvez em outro mundo.
E vejo a mão que levanta a colher, enquanto a outra sustenta a cabeça
e vejo o fio oleoso que escorre pelo queixo do menino,
escorre pela rua, escorre pela cidade (um fio apenas).
E não há ninguém mais no mundo a não ser esse menino chorando.

[Carlos Drummond de Andrade (1902-1987), “Menino chorando na noite”]

[En la lenta y tibia noche, la muerta noche sin ruido, un niño llora.
Llanto al otro lado de la pared, tras el vidrio.
Pasos ahogados, voces extenuadas, se pierden en la sombra.
Sin embargo, se escucha hasta el rumor de la gota de medicina al caer en la cuchara.
Un niño llora en la noche, tras la pared, tras la calle,
un niño llora a lo lejos, tal vez en otra ciudad,
en otro mundo tal vez.
Y veo la mano que sostiene la cuchara mientras la otra mano sostiene la cabeza.
Y veo el hilo aceitoso que escurre por el mentón del niño,
escurre por la calle, escurre por la ciudad (apenas un hilo).
Y no hay nadie en el mundo a no ser ese niño llorando.

“Un niño llora en la noche”.

Traducción: José Emilio Pacheco]

Terminó la lectura. Ella mira sonriente, a punto de asignar la tarea.
—Vamos a interpretar...

Fluyen, en el aire, los pensamientos no dichos, sobreentendidos.

Interpretar. ¡Ah! Si ella hubiera dicho “el gis es blanco” no sería necesaria ninguna interpretación. La interpretación es algo que se dice después de oír una cosa confusa. Luz que se enciende en la oscuridad. Este hilo aceitoso que escurre por la barbilla del niño, y escurre por la calle, y escurre por la ciudad, por supuesto que necesita ser interpretado. En caso contrario, un alma desinformada llamaría a los bomberos para limpiar y los choferes comenzarían a derrapar en el aceite que se untó en el asfalto. Es preciso decir que eso es una figura del lenguaje. Una cosa dicha de forma nebulosa, porque el escritor, pobre hombre, no se acordó de las palabras claras y distintas. Si hubiera leído sobre Descartes, seguramente no se habría dedicado a la poesía. Preferiría el habla científica, los análisis de los dolores, cada cosa en su lugar, los aceites en los recipientes y en los estómagos, y en la calle los paquetes enmarañados de cigarros, las llantas, las tarjetas de visita. El remedio aceitoso no vive allí. Pobre poeta. Confuso. Vamos en su auxilio, interpretaciones a la orden. Para espantar las brumas y poner luz en la sombra.

Interpretación: el poeta describe una escena nocturna, de un niño enfermo que toma un remedio aceitoso. Accidentalmente, éste se derrama sobre su barbilla. Sus palabras indican que tal escena perturbó sus sentimientos. Tanto así que tiene alucinaciones, visiones del remedio que se esparce sobre la ciudad y del niño llenando el mundo entero. Debe ser una pesadilla.

¡Ah! Como son mejores las palabras claras y distintas. Dicen las cosas tal como son realmente, sin deseo y sin emoción. Antes, al leer el poeta, la viscosidad del remedio lamía las manos de la gente, y el quejido débil del niño retorcía nuestros nervios. Pero ahora, desapareció la confusión. Todo mundo sabe que el texto con palabras claras y distintas debe ser mejor que el texto confuso. Por lo tanto, podemos dejar definitivamente el poema en la papelera y quedarnos con la interpretación…

Sólo que parece que algo se perdió. Antes, el texto pedía ser repetido. Y yo lo leía y releía, y cada vez que lo hacía, el cuerpo entero me dolía, nostalgia, neuralgia, nerviosismo… ¡Ah! El poema me entraba en la carne y me hacía estremecer. Ahora, la interpretación se encuentra en la gaveta. Definitiva. Léase una vez. Nunca más. No puede ser repetida. No deseo volver a ella.

Cosa extraña: que sean justamente las palabras oscuras y misteriosas del poema las que me seducen, mientras las otras, verdaderas y exactas, me dejan inerte.

No, los poemas no son para ser interpretados. El texto claro no es mejor que el texto oscuro. Ciertamente, una idea nebulosa es mejor que dos de claro sol. Porque las ideas luminosas ponen fin a la conversación, mientras que las nebulosas invitan a intercambiar confidencias.

Interpretar: decir aquello que el autor quería decir, pero no dijo. Interpretamos el poema, el cuadro, la música… “Lo que quiso decir era…”. La arrogancia de quien sabe más. Los poemas no son para ser entendidos. Quien entiende no entendió. Los poemas son como cosas: viejos árboles, a cuya sombra nos sentamos, sin entender. Caquis translúcidos que chupamos, lamemos, mordemos, sin interpretar. Rostro al que apoyamos es el nuestro, sin decir una sola palabra clara y distinta, porque esto rompería el encanto.

Una vez estaba con mi hermano. Y conversábamos sobre las cosas de la vida, la religión y la poesía, cuando él, de repente, me preguntó: —Rubem, ¿realmente crees en las cosas que escribes?

Claro que es medio difícil creer, porque hace mucho que luché con Descartes, huyo de las ideas claras y distintas, prefiero las palabras que dejan al lector con esa extraña sensación de no saber si entendió o no, porque no es para ser entendido… Creer en la poesía, ¿es posible? Allí, frente a ambos estaba la botella de vino, el rojo luminoso del vaso eucarístico de Salvador Dalí, muchos lugares, michas lluvias, muchos cantos solitarios de pájaro en cada vaso. Tomé el vino y pregunté: —¿En qué necesitas creer para tomar el vino?
Medio espantado, respondió:
—En nada, es claro. Basta el vino. Es bueno, bonito, produce alegría…

Agregué:
—Lo mismo pasa con las palabras. No es necesario creer. Creer es algo de la cabeza. Pero las palabras son para el cuerpo. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra…”. Tomamos el vino no porque creamos en él sino por lo que hace con nuestros cuerpos.


Para quienes viven en el cuerpo, la palabra es algo que se recibe como quien come una uva. Algo para comer y beber. Nos quedamos con ella por lo que hace con nosotros. Las cosas buenas que despierta en lo más profundo, la alegría, el cuerpo que se expande para sentir los dolores y las esperanzas de los demás… ¿No fue eso lo que hizo el poema? Nos sentimos bien allí, en el cuarto, en la noche, en el muérdago, en el llanto… Las palabras hacen crecer nuestro cuerpo, nuestros ojos, los oídos, la nariz, la boca... Todo se hace más sensible. Olores nuevos, murmullos en los oídos, colores y gestos, mundos submarinos que ahora se ven. Decían Gandhi y Tagore que las masas hambrientas esperan un poema, poema que es alimento… Dirán que es magia. Eso mismo… La interpretación es el bisturí del cerebro que recorta la palabra. Y todo que se queda como era. Pero el poema es una palabra mágica que llama la vida escondida en nosotros.