Salvador Dalí, La última cena
MAGIA
Rubem Alves
Tempo e Presenca, núm. 183, junio de 1983,
pp. 7-8.
Versión: LC-O
Vamos a jugar a la escuela. Es una clase de portugués y la profesora,
más moderna, quiere hacer pensar a los niños. Trajo un poema. Quiere hacer
pensar a esas cabecitas. Es necesario que las ideas sean claras y distintas.
Que se sepa bien lo que se ha leído. Concientización. Y dice: “Mucha atención.
Voy a comenzar la lectura”. Y habla, con voz firme, con las sibilancias y las
erres arrastradas. Para que los sonidos no engañen a los oídos, que éstos no
engañen a la razón, y ésta no engañe al cuerpo.
Na noite
lenta e morna, morta noite sem ruído, um menino chora.
O choro atrás da parede, a luz atrás da
vidraça
perdem-se na sombra dos passos abafados,
das vozes extenuadas.
E no entanto se ouve até o rumo da gota de
remédio caindo na colher.
Um menino chora na noite, atrás da parede,
atrás da rua,
longe um menino chora, em outra cidade
talvez,
talvez em outro mundo.
E vejo a mão que levanta a colher,
enquanto a outra sustenta a cabeça
e vejo o fio oleoso que escorre pelo
queixo do menino,
escorre pela rua, escorre pela cidade (um
fio apenas).
E não há ninguém mais no mundo a não ser
esse menino chorando.
[Carlos
Drummond de Andrade (1902-1987), “Menino chorando na noite”]
[En la lenta y tibia noche, la muerta
noche sin ruido, un niño llora.
Llanto al otro lado de
la pared, tras el vidrio.
Pasos ahogados, voces
extenuadas, se pierden en la sombra.
Sin embargo, se escucha
hasta el rumor de la gota de medicina al caer en la cuchara.
Un niño llora en la
noche, tras la pared, tras la calle,
un niño llora a lo lejos, tal vez en otra ciudad,
en otro mundo tal vez.
Y veo la mano que sostiene la cuchara mientras la otra mano sostiene la
cabeza.
Y veo el hilo aceitoso que escurre por el mentón del niño,
escurre por la calle, escurre por la ciudad (apenas un hilo).
Y no hay nadie en el mundo a no ser ese niño llorando.
“Un
niño llora en la noche”.
Traducción:
José Emilio Pacheco]
Terminó la lectura. Ella mira sonriente, a punto de asignar la tarea.
—Vamos a interpretar...
Fluyen, en el aire, los pensamientos no dichos, sobreentendidos.
Interpretar. ¡Ah! Si ella hubiera dicho “el gis es blanco” no sería
necesaria ninguna interpretación. La interpretación es algo que se dice después
de oír una cosa confusa. Luz que se enciende en la oscuridad. Este hilo
aceitoso que escurre por la barbilla del niño, y escurre por la calle, y
escurre por la ciudad, por supuesto que necesita ser interpretado. En caso
contrario, un alma desinformada llamaría a los bomberos para limpiar y los choferes
comenzarían a derrapar en el aceite que se untó en el asfalto. Es preciso decir
que eso es una figura del lenguaje. Una cosa dicha de forma nebulosa, porque el
escritor, pobre hombre, no se acordó de las palabras claras y distintas. Si
hubiera leído sobre Descartes, seguramente no se habría dedicado a la poesía. Preferiría
el habla científica, los análisis de los dolores, cada cosa en su lugar, los
aceites en los recipientes y en los estómagos, y en la calle los paquetes
enmarañados de cigarros, las llantas, las tarjetas de visita. El remedio
aceitoso no vive allí. Pobre poeta. Confuso. Vamos en su auxilio,
interpretaciones a la orden. Para espantar las brumas y poner luz en la sombra.
Interpretación:
el poeta describe una escena nocturna, de un niño enfermo que toma un remedio
aceitoso. Accidentalmente, éste se derrama sobre su barbilla. Sus palabras
indican que tal escena perturbó sus sentimientos. Tanto así que tiene
alucinaciones, visiones del remedio que se esparce sobre la ciudad y del niño
llenando el mundo entero. Debe ser una pesadilla.
¡Ah! Como
son mejores las palabras claras y distintas. Dicen las cosas tal como son
realmente, sin deseo y sin emoción. Antes, al leer el poeta, la viscosidad del
remedio lamía las manos de la gente, y el quejido débil del niño retorcía
nuestros nervios. Pero ahora, desapareció la confusión. Todo mundo sabe que el
texto con palabras claras y distintas debe ser mejor que el texto confuso. Por lo
tanto, podemos dejar definitivamente el poema en la papelera y quedarnos con la
interpretación…
Sólo que
parece que algo se perdió. Antes, el texto pedía ser repetido. Y yo lo leía y
releía, y cada vez que lo hacía, el cuerpo entero me dolía, nostalgia,
neuralgia, nerviosismo… ¡Ah! El poema me entraba en la carne y me hacía
estremecer. Ahora, la interpretación se encuentra en la gaveta. Definitiva. Léase
una vez. Nunca más. No puede ser repetida. No deseo volver a ella.
Cosa extraña:
que sean justamente las palabras oscuras y misteriosas del poema las que me
seducen, mientras las otras, verdaderas y exactas, me dejan inerte.
No, los
poemas no son para ser interpretados. El texto claro no es mejor que el texto
oscuro. Ciertamente, una idea nebulosa es mejor que dos de claro sol. Porque las
ideas luminosas ponen fin a la conversación, mientras que las nebulosas invitan
a intercambiar confidencias.
Interpretar:
decir aquello que el autor quería decir, pero no dijo. Interpretamos el poema,
el cuadro, la música… “Lo que quiso decir era…”. La arrogancia de quien sabe
más. Los poemas no son para ser entendidos. Quien entiende no entendió. Los poemas
son como cosas: viejos árboles, a cuya sombra nos sentamos, sin entender. Caquis translúcidos que chupamos,
lamemos, mordemos, sin interpretar. Rostro al que apoyamos es el nuestro, sin
decir una sola palabra clara y distinta, porque esto rompería el encanto.
Una vez
estaba con mi hermano. Y conversábamos sobre las cosas de la vida, la religión
y la poesía, cuando él, de repente, me preguntó: —Rubem, ¿realmente crees en
las cosas que escribes?
Claro que
es medio difícil creer, porque hace mucho que luché con Descartes, huyo de las
ideas claras y distintas, prefiero las palabras que dejan al lector con esa
extraña sensación de no saber si entendió o no, porque no es para ser entendido…
Creer en la poesía, ¿es posible? Allí, frente a ambos estaba la botella de
vino, el rojo luminoso del vaso eucarístico de Salvador Dalí, muchos lugares,
michas lluvias, muchos cantos solitarios de pájaro en cada vaso. Tomé el vino y
pregunté: —¿En qué necesitas creer para tomar el vino?
Medio
espantado, respondió:
—En
nada, es claro. Basta el vino. Es bueno, bonito, produce alegría…
Agregué:
—Lo
mismo pasa con las palabras. No es necesario creer. Creer es algo de la cabeza.
Pero las palabras son para el cuerpo. “No sólo de pan vive el hombre, sino de
toda palabra…”. Tomamos el vino no porque creamos en él sino por lo que hace
con nuestros cuerpos.
Para quienes
viven en el cuerpo, la palabra es algo que se recibe como quien come una uva. Algo
para comer y beber. Nos quedamos con ella por lo que hace con nosotros. Las cosas
buenas que despierta en lo más profundo, la alegría, el cuerpo que se expande
para sentir los dolores y las esperanzas de los demás… ¿No fue eso lo que hizo
el poema? Nos sentimos bien allí, en el cuarto, en la noche, en el muérdago, en
el llanto… Las palabras hacen crecer nuestro cuerpo, nuestros ojos, los oídos,
la nariz, la boca... Todo se hace más sensible. Olores nuevos, murmullos en los
oídos, colores y gestos, mundos submarinos que ahora se ven. Decían Gandhi y
Tagore que las masas hambrientas esperan un poema, poema que es alimento… Dirán
que es magia. Eso mismo… La interpretación es el bisturí del cerebro que recorta
la palabra. Y todo que se queda como era. Pero el poema es una palabra mágica
que llama la vida escondida en nosotros.