martes, 20 de agosto de 2019

Leer poco (2011)

De joven, soñaba con tener una gran biblioteca. Y fui así para toda la vida, comprando todos los libros que podía. Tuve que desarrollar métodos para controlar mi voracidad, porque el dinero y el tiempo eran pocos. Iba a la librería, ordenaba todos los libros que quería comprar, y cuando me acercaba al cajero, los ponía en el mostrador y me preguntaba: ¿necesito este libro de inmediato?, ¿tengo otros en casa aún no leídos?, ¿puedo esperar?”. Entonces, tomaba cada uno de ellos y los devolvía a los estantes. A pesar de este método de control, llegué a tener una biblioteca importante, más que suficiente para mis necesidades.

A medida que crecí, noté un cambio en mis preferencias: tenía más placer en la sección de libros de arte. Los libros de ciencias los leemos una vez, lo sabemos, y no necesitamos volver a leer. Con los libros de arte sucede diferente. ¡Cada vez que los abrimos es un nuevo encantamiento! Creo que mi amor por los libros de arte tiene que ver con las experiencias de los niños. Quizás los psicoanalistas interpretan este amor como una manifestación neurótica de regresión. No me molesto.

Porque, a diferencia del psicoanálisis que considera la infancia como un período de inmadurez que debe superarse para que podamos convertirnos en adultos, yo, inspirado por teólogos y poetas, considero la madurez como una enfermedad. Adélia Prado dice bien: "Dios mío, dame cinco años, cúrame de ser grande..." Y no se pienses que es una poeta loca. Peter Berger, un sociólogo inteligente con sentido del humor, definió "madurez", una cualidad tan preciada, como "un estado mental que se asentó, se ajustó al statu quo y abandonó los sueños salvajes de aventura y satisfacción...". Cuando era un niño de cinco años, pasaba horas mirando el libro de mi madre, lleno de imágenes. Recuerdo: uno de ellos era un edificio de diez pisos con la siguiente explicación: "En Estados Unidos hay casas de diez pisos". Y estaba la figura de un cazador de caimanes, y niños esquimales saludando la llegada del sol.

El hecho es que comencé a cambiar mis gustos y llegó un momento en que, mirando esas estanterías llenas de libros, me preguntaba: “Ya soy viejo. ¿Tendré tiempo para leer todos estos libros? ¿Quiero leer todos estos libros? No, ni siquiera tengo tiempo y no quiero. Entonces, ¿por qué salvarlos?". Decidí regalar los libros que no amaba. Entonces me di cuenta de que no se puede hablar de amor por los libros en general. Un hombre que dice amar a todas las mujeres realmente no ama a ninguna. Nunca te enamores. Lo mismo vale para los libros. Así que fui a mis libros con la pregunta: "¿Me amas?" (¿Creen que estoy loco?). Es Roland Barthes quien declara que el texto tiene que demostrar que me quiere. Hay muchos libros que demuestran que me odian. (Otros me ignoran por completo, no quieren nada de mí ...). “¿Querré volver a leerlo?”. Si las respuestas fueron negativas, el libro se dejó de lado para obsequiarlo.

Esta cosa del "amor universal por los libros" me recordó un texto de Nietzsche sobre el filósofo Tales de Mileto, en el que recuerda que "la palabra griega para "sabio" se atribuye etimológicamente a sapio, yo saboreo, sapiens. El catador, Sísifo, el mejor hombre de gusto; una degustación precisa y distintiva, un discernimiento significativo, por lo tanto, [...] constituye el peculiar arte del filósofo [...] La ciencia, sin esta selección, sin este refinamiento del gusto, se apresura a todo lo que es posible saber, en la ciega codicia de querer saber a toda costa; mientras que el pensamiento filosófico siempre está detrás de cosas que vale la pena conocer...". Y luego, en Zaratustra, comenta con ironía: "Mastica y digiere todo, esta es una forma porcina".

El hecho es que se requiere que muchos estudiantes lean de manera porcina, masticando y tragando lo que no quieren. Luego, por supuesto, vomitarán todo. Al pasar esta fase, me puedo permitir leer los libros caninos. Ningún perro agarra la comida. Primero huele. Si la nariz no dice que sí, no lo come. Yo hago lo mismo con los libros. Primer olor que estoy buscando: el olor del escritor. Si no huele a humano, no lo como. Nietzsche olía primero también. Decía que sólo amaba los libros escritos con sangre.

La lectura es un ritual antropofágico. Murilo Mendes sabía esto cuando escribió: "En otra época no era antropófago, es decir, en un momento en que no devoraba libros, ¿y los libros no son hombres, no contienen sustancia, la propia sangre del ser humano?". La antropofagia no se realizó por razones alimenticias. Fue hecha por razones mágicas. Quien come la carne de los sacrificados se apropia de las virtudes que vivieron en su cuerpo. Como en la eucaristía cristiana, que es un ritual antropofágico: "Este pan es mi carne, este vino es mi sangre...". Cada libro es un sacramento. Cada lectura es un ritual mágico. Cualquiera que lea un libro escrito en sangre corre el riesgo de parecerse al escritor.

A mí me sucedió...

(Versión: LC-O)

miércoles, 6 de marzo de 2019

Magia (1983)


Salvador Dalí, La última cena

MAGIA
Rubem Alves

Tempo e Presenca, núm. 183, junio de 1983, pp. 7-8.

Versión: LC-O

Vamos a jugar a la escuela. Es una clase de portugués y la profesora, más moderna, quiere hacer pensar a los niños. Trajo un poema. Quiere hacer pensar a esas cabecitas. Es necesario que las ideas sean claras y distintas. Que se sepa bien lo que se ha leído. Concientización. Y dice: “Mucha atención. Voy a comenzar la lectura”. Y habla, con voz firme, con las sibilancias y las erres arrastradas. Para que los sonidos no engañen a los oídos, que éstos no engañen a la razón, y ésta no engañe al cuerpo.

Na noite lenta e morna, morta noite sem ruído, um menino chora.
O choro atrás da parede, a luz atrás da vidraça
perdem-se na sombra dos passos abafados, das vozes extenuadas.
E no entanto se ouve até o rumo da gota de remédio caindo na colher.
Um menino chora na noite, atrás da parede, atrás da rua, 
longe um menino chora, em outra cidade talvez,
talvez em outro mundo.
E vejo a mão que levanta a colher, enquanto a outra sustenta a cabeça
e vejo o fio oleoso que escorre pelo queixo do menino,
escorre pela rua, escorre pela cidade (um fio apenas).
E não há ninguém mais no mundo a não ser esse menino chorando.

[Carlos Drummond de Andrade (1902-1987), “Menino chorando na noite”]

[En la lenta y tibia noche, la muerta noche sin ruido, un niño llora.
Llanto al otro lado de la pared, tras el vidrio.
Pasos ahogados, voces extenuadas, se pierden en la sombra.
Sin embargo, se escucha hasta el rumor de la gota de medicina al caer en la cuchara.
Un niño llora en la noche, tras la pared, tras la calle,
un niño llora a lo lejos, tal vez en otra ciudad,
en otro mundo tal vez.
Y veo la mano que sostiene la cuchara mientras la otra mano sostiene la cabeza.
Y veo el hilo aceitoso que escurre por el mentón del niño,
escurre por la calle, escurre por la ciudad (apenas un hilo).
Y no hay nadie en el mundo a no ser ese niño llorando.

“Un niño llora en la noche”.

Traducción: José Emilio Pacheco]

Terminó la lectura. Ella mira sonriente, a punto de asignar la tarea.
—Vamos a interpretar...

Fluyen, en el aire, los pensamientos no dichos, sobreentendidos.

Interpretar. ¡Ah! Si ella hubiera dicho “el gis es blanco” no sería necesaria ninguna interpretación. La interpretación es algo que se dice después de oír una cosa confusa. Luz que se enciende en la oscuridad. Este hilo aceitoso que escurre por la barbilla del niño, y escurre por la calle, y escurre por la ciudad, por supuesto que necesita ser interpretado. En caso contrario, un alma desinformada llamaría a los bomberos para limpiar y los choferes comenzarían a derrapar en el aceite que se untó en el asfalto. Es preciso decir que eso es una figura del lenguaje. Una cosa dicha de forma nebulosa, porque el escritor, pobre hombre, no se acordó de las palabras claras y distintas. Si hubiera leído sobre Descartes, seguramente no se habría dedicado a la poesía. Preferiría el habla científica, los análisis de los dolores, cada cosa en su lugar, los aceites en los recipientes y en los estómagos, y en la calle los paquetes enmarañados de cigarros, las llantas, las tarjetas de visita. El remedio aceitoso no vive allí. Pobre poeta. Confuso. Vamos en su auxilio, interpretaciones a la orden. Para espantar las brumas y poner luz en la sombra.

Interpretación: el poeta describe una escena nocturna, de un niño enfermo que toma un remedio aceitoso. Accidentalmente, éste se derrama sobre su barbilla. Sus palabras indican que tal escena perturbó sus sentimientos. Tanto así que tiene alucinaciones, visiones del remedio que se esparce sobre la ciudad y del niño llenando el mundo entero. Debe ser una pesadilla.

¡Ah! Como son mejores las palabras claras y distintas. Dicen las cosas tal como son realmente, sin deseo y sin emoción. Antes, al leer el poeta, la viscosidad del remedio lamía las manos de la gente, y el quejido débil del niño retorcía nuestros nervios. Pero ahora, desapareció la confusión. Todo mundo sabe que el texto con palabras claras y distintas debe ser mejor que el texto confuso. Por lo tanto, podemos dejar definitivamente el poema en la papelera y quedarnos con la interpretación…

Sólo que parece que algo se perdió. Antes, el texto pedía ser repetido. Y yo lo leía y releía, y cada vez que lo hacía, el cuerpo entero me dolía, nostalgia, neuralgia, nerviosismo… ¡Ah! El poema me entraba en la carne y me hacía estremecer. Ahora, la interpretación se encuentra en la gaveta. Definitiva. Léase una vez. Nunca más. No puede ser repetida. No deseo volver a ella.

Cosa extraña: que sean justamente las palabras oscuras y misteriosas del poema las que me seducen, mientras las otras, verdaderas y exactas, me dejan inerte.

No, los poemas no son para ser interpretados. El texto claro no es mejor que el texto oscuro. Ciertamente, una idea nebulosa es mejor que dos de claro sol. Porque las ideas luminosas ponen fin a la conversación, mientras que las nebulosas invitan a intercambiar confidencias.

Interpretar: decir aquello que el autor quería decir, pero no dijo. Interpretamos el poema, el cuadro, la música… “Lo que quiso decir era…”. La arrogancia de quien sabe más. Los poemas no son para ser entendidos. Quien entiende no entendió. Los poemas son como cosas: viejos árboles, a cuya sombra nos sentamos, sin entender. Caquis translúcidos que chupamos, lamemos, mordemos, sin interpretar. Rostro al que apoyamos es el nuestro, sin decir una sola palabra clara y distinta, porque esto rompería el encanto.

Una vez estaba con mi hermano. Y conversábamos sobre las cosas de la vida, la religión y la poesía, cuando él, de repente, me preguntó: —Rubem, ¿realmente crees en las cosas que escribes?

Claro que es medio difícil creer, porque hace mucho que luché con Descartes, huyo de las ideas claras y distintas, prefiero las palabras que dejan al lector con esa extraña sensación de no saber si entendió o no, porque no es para ser entendido… Creer en la poesía, ¿es posible? Allí, frente a ambos estaba la botella de vino, el rojo luminoso del vaso eucarístico de Salvador Dalí, muchos lugares, michas lluvias, muchos cantos solitarios de pájaro en cada vaso. Tomé el vino y pregunté: —¿En qué necesitas creer para tomar el vino?
Medio espantado, respondió:
—En nada, es claro. Basta el vino. Es bueno, bonito, produce alegría…

Agregué:
—Lo mismo pasa con las palabras. No es necesario creer. Creer es algo de la cabeza. Pero las palabras son para el cuerpo. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra…”. Tomamos el vino no porque creamos en él sino por lo que hace con nuestros cuerpos.


Para quienes viven en el cuerpo, la palabra es algo que se recibe como quien come una uva. Algo para comer y beber. Nos quedamos con ella por lo que hace con nosotros. Las cosas buenas que despierta en lo más profundo, la alegría, el cuerpo que se expande para sentir los dolores y las esperanzas de los demás… ¿No fue eso lo que hizo el poema? Nos sentimos bien allí, en el cuarto, en la noche, en el muérdago, en el llanto… Las palabras hacen crecer nuestro cuerpo, nuestros ojos, los oídos, la nariz, la boca... Todo se hace más sensible. Olores nuevos, murmullos en los oídos, colores y gestos, mundos submarinos que ahora se ven. Decían Gandhi y Tagore que las masas hambrientas esperan un poema, poema que es alimento… Dirán que es magia. Eso mismo… La interpretación es el bisturí del cerebro que recorta la palabra. Y todo que se queda como era. Pero el poema es una palabra mágica que llama la vida escondida en nosotros.