viernes, 8 de junio de 2007

Sobre dioses y oraciones (1995)

Tempo e presença, núm. 282, julio-agosto de 1995, pp. 30-31
Versión de L. Cervantes-Ortiz

Perdida en medio de los viajeros que llenaban el aeropuerto, ella era una figura un tanto fuera de lugar. La ropa larga, los pasos pesados, una bolsa de plástico pegada a una de sus manos —señales de que ya no se sentía ligada a su condición de mujer: no le importaba ser bonita. Pensé, incluso, que se trataba de una monja. Su comportamiento era curioso: se dirigía a las personas, hablaba por algunos momentos, y como no le hacían caso, buscaba con quién hablar. Cuando vi que tenía una Biblia en la mano, comprendí todo: ella se sentía poseedora de conocimientos sobre Dios que los demás no tenían y trataba de salvar sus almas.
Mi camino me obligó a pasar cerca de ella y, cuando vi su rostro de cerca, me llevé un susto: la reconocí de otras épocas, cuando era una muchacha joven y bonita que reía y jugaba, y hacia que volteáramos con ojos ávidos.
No resistí y la llamé por su nombre. Ella se espantó también, y me miró con ojos interrogativos, sin reconocerme. Con razón. Los muchos años dejan sus marcas en el rostro. “¡Soy Rubem!”, le dije. Su rostro se iluminó por el recuerdo, sonrió, y pensé que podríamos sentarnos a platicar sobre nuestras vidas. Pero su preocupación por mi alma no permitía tales pérdidas de tiempo con pláticas inútiles. Así que trató de verificar si mi pasaporte hacia la eternidad estaba en regla. “¡Continúas firme en la fe!”, afirmó interrogativamente. “De ninguna manera" —respondí—. ¿Entonces ya no lees la Biblia? Porque allí dice que Dios es espíritu, viento impetuoso que sopla en todo lugar, el mismo viento que él sopló dentro de los hombres para que respirásemos, fuésemos ligeros y pudiésemos volar. Quien está en el viento no puede estar firme. Firmes son las piedras, las torgugas, las anclas. ¿Has visto algún papalote firme? El papalote firme está en el suelo, sin volar. Pues estoy como los urubus, allá en las alturas, flotando al sabor del Viento Sagrado imprevisible, sin firmeza alguna, rodando en largos círculos”.
Se quedó perdida, creo que nunca había oído una respuesta tan extraña. Cambió de táctica y trató de golpear a mi alma por otro lado. Se puso a hablar de Dios, me informó que él es maravilloso, etcétera, etcétera, como si estuviese en el púlpito en un culto dominical.
Me refugié. “Creo que quien no está firme en Dios eres tú”, le dije.
Mira, pasé toda la noche respirando, estoy respirando desde que desperté, y juro que hasta ahora es la primera vez que pienso en el aire. No pensé ni hablé sobre él porque somos buenos amigos. Él entra y sale de mi cuerpo cuando quiere, sin pedir permiso. Pero la historia sería otra si tuviera asma, con los bronquios alterados, y el aire sin forma de entrar, o, como en aquel anuncio antiguo de jarabe Bromil, el hombre afligido, sofocado por una mordaza, gritando por el aire que le faltaba. Por si las dudas hasta andaría con un garrafón de oxígeno, para cualquier emergencia.
Pues Dios es como el aire. Cuando la gente está en buenas relaciones con él no es preciso hablar. Pero cuando está atacada de asma, entonces es preciso gritarle. Tal y como el asmático invoca al aire. Quien habla con Dios todo el tiempo es un asmático espiritual. Por eso anda siempre con Dios encerrado en la Biblia y en otros libros y cosas de función parecida. Sólo que el viento no puede ser encerrado en un garrafón…
Con esto, ella se dio cuenta que mi alma estaba perdida y, como consuelo, hizo una señal de adiós y dijo que oraría mucho por mí. Al decir eso, protesté, y le imploré que no lo hiciera. Le dije que tenía miedo que Dios se ofendiera. Porque hay rezos y oraciones que son ofensas. Y es que es obvio: si voy allá, a tocar las puertas de Dios, pidiendo que tenga compasión de alguien, le estoy imputando dos imperfecciones que, si fuese conmigo, me enojarían mucho.
Primero, estoy diciendo que no creo en el amor de él. Debe ser muy estrecho, sin iniciativa, perezoso, a la espera de mi petición. Si yo no le hablo, Dios no se mueve. ¿No es algo como para ofender a Dios? Segundo, estoy sugiriendo que Él debe ser olvidadizo, necesitando de un secretario que le recuerde sus obligaciones. Es como si, diariamente, le presentara su agenda de trabajo. Pero en los Salmos y en los Evangelios dice que Dios sabe todo antes que la gente diga cualquier cosa. Ahora, si la gente se coloca en el reclinatorio es porque no cree en eso. No creo en la oración en donde la gente habla y Dios escucha. Creo incluso en la oración donde la gente se queda quieta para escuchar la voz que se hace oír en medio del silencio.
Mira. Tuve un hijo que estudiaba lejos. Lo quería y él también a mí. De vez en cuando la gente se hablaba por teléfono. El dinero mensual lo mandaba siempre, con telefonema o sin él. Ahora imagínate: de repente comienzo a recibir llamadas tres veces al día y mensajes por fax, cartas y telegramas alabando mi amor y agradeciendo mi generosidad… ¿Crees que eso me haría feliz? De ninguna manera. Pensaría que mi pobre hijo está enfermo y lleno de miedo de que yo lo abandone. Pues así sucede con Dios: quien anda todo el día detrás de él, con oraciones, es porque desconfía de él. Pero lo peor es el gusto estético que se le atribuye a Dios. Una persona que gusta de pasar el día entero escuchando a otros repetir las mismas cosas, las mismas palabras, los msimos rezos, por la eternidad, no ha de estar muy bien de la cabeza. Para mí eso es el infierno. Quien reza de más piensa que a Dios no le funciona bien la cabeza. Creo que él estaría más feliz si, en vez de mi palabrería, le ofreciese una sonata de Mozart o un poema de Adélia Prado…
Pero en ese momento el altoparlante anunció mi vuelo, y tuve que despedirme. Me imagino que ella se quedó muy afligida, temerosa de que Dios derribase mi avión con un rayo. Mal sabía ella que Dios ni siquiera había escuchado nuestra conversación pues, cansado de los disparates de los adultos, él huye siempre que ve a dos de ellos platicando y se esconde, disfrazado de niño.

Sobre magos y cocineros (1983)


Tempo e Presença, núm. 181, abril de 1983, pp. 14-15.

Versión de L. Cervantes-Ortiz

A partir de este número, Rubem Alves tendrá una página en nuestra revista para hacer lo que quiera: garabatear, jugar o hacer reflexiones preciosas como ésta, pensada mientras preparaba un guisado. Nuestra única preocupación es que comience a pensar en lugares más reservados, como Lutero, y de ahí pase a tener revelaciones, tesis… Es el riesgo que corremos.

Hice un guiso de bacalao el viernes santo. Creo que todo aquel que puede pagar el precio del pescado lo hace. Si no lo hace, por lo menos tiene nostalgia… Fue una buena ocasión para meditar, en la cocina, en medio de las papas, las cebollas, los tomates, los pimientos, las hojas de col y el pescado con su olor, que llenaba todo. Los pensamientos que surgen en la cocina son distintos de los que viven en el escritorio. Me pregunté las razones por las que la tradición cristiana es donde se come pez y no carne. Me descubrí medio avergonzado. Un teólogo de mi edad debía haber estudiado mejor sus lecciones. Pero luego encontré una disculpa. Crecí siendo protestante, y los protestantes nunca hicieron separación entre peces y bifes. Eso siempre fue cosa de católicos, supersticiosos, que temen que esas cosas les hagan daño. Estamos por encima de eso. La nuestra es una religión de la cabeza y no del estómago. Y en la cabeza, donde vive la religión, no entran ni peces ni bifes, sólo ideas. Hacer de la religión cosa de bifes y peces es lo mismo que decir que la fe depende de una buena digestión. Fue en medio de estas divagaciones que me acordé de un protestante, hereje. Él me repetía algo que había leído: “El hombre es aquello que come”. Queda claro que él no era tan idiota que pudiera pensar que nos volvemos repollos o nabos, para valernos de tales legumbres. Esto era una broma que él le hacía a sus colegas, profesores y teólogos, que afirmaban lo contrario, que el hombre es lo que piensa. “Pero es justamente esto lo que no hace la diferencia”, decía tal hombre, que se llamaba Feuerbach (para los amigos íntimos, Luis…). Sólo hacen la diferencia las cosas que son comidas.
Enjugué mis lágrimas, no de conmoción por mis pensamientos culinario-teológicos, sino por la cebolla. Este gesto me regresó al principio: el bacalao, comido en viernes santo. Pero claro, claro, ¿cómo es que yo no había pensado en eso antes? Lo que está en juego no es el pez, sino las confesiones de amor y de nostalgia que contiene. Imagino sus rostros de espanto ante una firmación tan absurda. ¿Cómo es que algo tan oloroso puede contener sentimientos tiernos? Me apresuro a corregir. No es nada que tenga que ver con el olor, ni con el gesto. Son las letras las que importan. Quien come bacalo en Semana Santa se come una serie de letras. Para ser preciso: cinco letras. No es el pez que está en juego en las letras que él porta. Es que la palabra pez, en griego, lengua que todos hablaban, pone una atrás de otra, las iniciales de una afirmación secreta y prohibida: Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador. Reflexión de palabras, símbolos buenos para comer. Feuerbach tenía razón: el hombre es lo que come. Y el guiso de bacalao de repente se volvió acto litúrgico, sacramento.
Esto parece algo misterioso, tal vez mágico: que las palabras se vuelvan comida y viceversa.… Pero es cierto. La magia tiene que ver con este misterio: que haya palabras que vivan en el cuerpo, no en la cabeza. Sé que es difícil de entender, porque desde hace miuchos siglos arreglamos nuestras casas, perseguimos a los magos, transferimos las palabras de los anaqueles que compartían con las comidas y bebidas, en las despensas, y las transferimos a la soledad de los escritorios y a los ejercicios de aula. Todo mundo lo sabe: los símbolos no son para comer. Son para pensarse. Por eso, al recibir un símbolo como regalo, nos desdoblamos como quien desdobla un ovillo de lino, y nos ponemos a tejer largas toallas verbales, que reciben nombres diversos. No es extraño que los fieles, al tomar los sacramentos, inmovilizan sus cuerpos y cierran los ojos. Si preguntamos, nadie dice que es para sentir mejor el sabor del pan y del vino. No es el cuerpo, son los cerebros los que están funcionando. Dicen que están meditando. Es que creemos que Dios vive en el lugar de las ideas, el cerebro, y no en el lugar de la vida, el cuerpo. Pero no crean que esto es un asunto de los protestantes solamente. Los católicos también aprendieron las lecciones sobre la necesidad de las ideas claras y distintas, y ahora cuidan que ningún acto sacramental se celebre sin que sea precedido por los tejidos cerebrales adecuados. Se alejan los símbolos buenos para el cuerpo, y las palabras deben comerse… Y los guisos de bacalao pierden su misterio, y vuelven a ser simples guisos.
Estamos muy lejos del mundo donde las palabras eran ofrecidas para comer. Dejamos el mundo de los magos, en donde las palabras eran copas de poder, y entramos al mundo de las palabras marchitas y débiles. Tanto que Goethe llegó a alterar el primer versículo del evangelio de Juan. Allí, donde dice “En el principio era la Palabra”, creyó que debía decir “En el principio era el Acto”. A fin de cuentas, ¿quién cree que la Palabra tenga poder para comenzar cualquier cosa? Las cosas se inician cuando el brazo se pone en movimiento. Así se plantan los árboles, se construyen las casas, se pelean las batallas y se llevan a cabo las revoluciones. El descrédito de la palabra llegó a tal punto que éste parece ser el credo común de fundamentalistas y liberales, de conservadores y progresistas, gente de derecha y de izquierda. Llegamos incluso al grado de reducir las palabras a la condición de entes fantasmagóricos, mezcla de sombras con reflejos, habitantes parias de un sótano superestructural, junto con con todas las demás cosas espirituales y vacías que se desprenden de las cosas. Allí se encuentran todos los olores de aquí abajo, desde las ventosidades intestinales hasta los delicados perfumes que sólo inventan los especialistas. Como olores, pueden ser sentidos. Pero, como todos los aromas, sólo poseen un efecto moral, que rápidamente es liquidado cuando entran los analistas al campo, con sus máscaras y sus palabras sin olor.
En la tradición de los magos, al parecer, sólo quedaron los poetas, quienes temerosamente siguen escribiendo palabras buenas para comer. Claro, porque un poema nom es algo que pueda ser entendido con la cabeza. Más bien es algo para ser recibido con el cuerpo. Palabra-cosa, que no puede ser entendida… Entender un poema: ¿qué absurdo es ése? Los poemas no son para entenderse sino para repetirse, como canciones, o frutos que se disfrutan, cariños que se intercambian. Una palabra entendida se agota, para siempre, en el acto de su propia comprensión. Pero un poema es para repetirse, para siempre… Y el cuerpo responde, con placer, con escalofríos, con lágrimas. Junto a los poetas está un visionario como Gandhi, que creía en el poder mágico de los gestos. ¿No fue esto lo que hizo, una política de los gestos? Él sabía que los gestos eran palabras mágicas capaces de revivir a los muertos… Tal vez más próximo al mundo de los magos uq enosotros, él comprendió que, si es verdad que en principio está el acto, es más cierto aún que en el principio del acto está la magia de la palabra.
Me ofrecieron este espacio pidiéndome que, en el primer artículo, hablase sobre lo que quiero hacer. Ya lo hice. Muchos guisos de bacalao en cuaresma. Exploraciones en el mágico mundo de la palabra. Después de todo, todos somos frustrados profesionales de la palabra y, muy en el fondo, alimentamos la esperanza de reencontrar el secreto de la palabra que, una vez pronunciada, tenga el poder para crear mundos, embarazar vírgenes y resucitar muertos. En nuestros sueños cómo nos gustaría ser magos…

La voz contradictoria: la oración (1979)

Protestantismo y repressão. São Paulo, Ática, 1979, pp. 163-166
Versión de L. Cervantes-Ortiz

En este punto, entretanto, surge un problema que demanda resolución. En la medida en que los límites de su lenguaje denotan los límites de su mundo, el hombre que articula el lenguaje de la Providencia habita un mundo fijo y terminado. Mientras, este mismo hombre, en ciertos momentos, coloca entre paréntesis el lenguaje indicativo de la Providencia, suspendiéndolo en un silencio provisorio y articula, en su lugar, el lenguaje desiderativo de la oración.
¿Qué es la oración La oración es un lenguaje que expresa un deseo. En ella, el hombre coloca delante de Dios sus angustias y sus aspiraciones más profundas. Y ella estaría totalmente desprovista de sentido si la persona que ora no creyese que su deseo es capaz de modificar el curso de los acontecimientos. En la oración, el hombre intenta abolir el poder del así es por la magia del así debe ser. ¿Cómo explicar que aquél que hacía uso del lenguaje indicativo de la Providencia eche mano, ahora, de otro lenguaje, expresivo del deseo, el lenguaje de la oración?
El creyente podrá explicarlo diciendo que en la oración su deseo está siempre subordinado al deseo de Dios. “Hágase tu voluntad y no la mía”. Si es así, cabría preguntar por la función de la expresión de nuestro deseo. ¿No sería más consistente afirmar simplemente “Hágase tu voluntad”, sin ninguna referencia a lo que deseamos? Parece que tal explicación realmente no explica, porque hace a la oración superflua e innecesaria. El creyente podrá aún decir que la oración es esencialmente comunión con Dios y no un esfuerzo por conmoverlo, mágicamente. En muchos casos, en verdad, la oración es casi un silencio agradecido que no pide nada, y que dice apenas: “Gracias te doy, oh Dios”.
Estas explicaciones no agotan lo que es la oración. La oración es súplica, petición, lucha con Dios. Y en ella el hombre revela su protesta contra las cosas, tal como son, y la esperanza de que su deseo sea capaz de operar una nueva causalidad que habrá de cambiar el curso de los eventos. Un médico creyente hace uso de todos los recursos de la ciencia en su diagnóstico y tratamiento. Pero ora para que Dios lo ilumine y bendiga los medicamentos. Una madre ve que su hijo abandona la iglesia y entra en los caminos del mundo. Y ora, para que Dios haga alguna cosa para salvarlo. Una esposa, a pesar de la doctrina de la doble predestinación, ora para que Dios convierta a su marido incrédulo. Se ora por todas las cosas: por la salud de los enfermos, por el fin de las guerras, por el crecimiento de las iglesias, por la reconciliación de los enemigos, por la lluvia (para que caiga o se detenga), por el éxito de los negocios.
¿Por qué se ora? Cada creyente ora, si y sólo si, él cree que, de alguna forma misteriosa, sus deseos son capaces de mover a una voluntad suprema, que permanecería impasible si la voz de la oración no fuese articulada. Él ora porque cree que su oración tiene el poder para poner en acción una eficacia extra que no existiría si permaneciese en silencio.
La oración, por lo tanto, revela algo sorprendente: un creyente que no cree en la Providencia como causalidad de hierro, y un Dios diferente que acoge los deseos humanos y altera el curso de las cosas. En un universo rigurosamente determinista, en que las acciones son impotentes frente a lo real, la oración es una imposibilidad. ¿Se puede orar realmente cuando se confía totalmente en la Providencia divina? ¿No será el silencio tranquilo, comprensivo y confiado, la única actitud adecuada para la creencia de que todo sucede en virtud de los designios misteriosos y bondadosos de Dios?
Estamos delante de una contradicción. Dice la Providencia: “Todo lo que ocurre es efecto de una causalidad trascendente inflexible”. La Providencia y la oración no pueden armonizarse lógicamente. ¿Cómo explicar tal contradicción? Es necesario echar mano de recursos ajenos a la racionalidad protestante.
Freud, en Tótem y tabú, indica que hay grandes semejanzas entre la vida psíquica del hombre primitivo que utilizaba la magia, a fin de conseguir sus objetivos, y la vida psíquica de los neuróticos: “Los motivos que hacen que alguien use la magia son fácilmete reconocibles: son los deseos humanos […] El hombre primitivo tenía una gran confianza en el poder de sus deseos”. Los deseos son fuerzas capaces de cambiar el curso de las cosas. Malinowski, de forma similar, ve surgir el comportamiento mágico cuando la realidad se interpone a la realización del deseo. En la magia estamos frente a frente con un acto de rechazo: el ego no acepta como final el veredicto de los hechos. “Lo que es, no puede ser verdad” (Bloch). Lo que caracteriza el comportamiento de los neuróticos, igualmente, es su creencia de que los deseos son capaces de abolir el mundo real y poderoso para crear los deseos a que ellos aspiran. La magia y la neurosis son formas de rebelión del “principio del placer” contra el “principio de la realidad”.
¿Existirá alguna semejanza entre la magia y la oración? Evidentemente. Sólo se distinguen en la forma. En ambas el hombre es movido por la esperanza de que sus deseos, misteriosamente, serán capaces de conmover a lo real y alterar su curso. Como la magia, la oración es el gemido de la criatura oprimida, el rechazo para aceptar como final la crueldad de los hechos, la esperanza de que los valores humanos serán capaces de doblar la necesidad invisible, una apuesta en el “principio del placer”, en oposición al “principio de la realidad”.
Ahora, en el universo protestante, ¿qué es lo que define al “principio de la realidad”? Es la doctrina de la Providencia. La oración, por el contrario, es una mansa y murmurante protesta contra este orden cerrado, contra una providencia obcecada por la “gloria de Dios”, de tal forma que no hay lugar para la felicidad humana. Veo a la oración como un lapsus freudiano: un lenguaje reprimido y prohibido que, a pesar de la prohibición, se hace expresar incluso dentro del mismo lenguaje que lo prohíbe. La oración nos informa que el rebelde aún no muere. La conciencia aún no se inclinó, totalmente, hacia la Providencia. El alma todavía es capaz de expresar sus deseos, en oposición a la fatalidad.
Pero la relación entre estos dos lenguajes sigue siendo muy problemática. Como ya se señaló, ellas no pueden ser armonizadas lógicamente. En la medida en que el protestantismo se obsesiona con la “gloria de Dios”, no le es posible pensar, de forma consistente, en la significación de un lenguaje que articula las aspiraciones humanas. No existe, aquí, una síntesis entre razón y sentimiento [...] La ética protestante se caracteriza por desautorizar a los sentimientos, por reprimirlos y disciplinarlos por medio de una racionalidad heteronómica. Por esto la racionalidad protestante permanece fría, y su calor amorfo. Creo que esto explica, en parte, la pobreza artística del protestantismo. La creación de una obra de arte exige que el artista sepa combinar sus medios de expresión con sus sentimientos. En la obra de arte, forma y emoción se unifican. Los católicos fueron capaces de crear un drama litúrgico, la misa, en el que estos elementos se armonizan. Nada de esto encontramos en el protestantismo. El culto protestante oscila entre los extremos de la hipertrofia de la verbalización —la racionalidad fría— y la hipertrofia de la emoción —el calor amorfo—. El propio protestantismo oscila entre estos dos extremos: el protestantismo de la sana doctrina, por un lado, y el protestantismo del Espíritu, por el otro.

Función ideológica y posibilidades utópicas del protestantismo latinoamericano (1970)

De la Iglesia y la sociedad. Montevideo, Tierra Nueva, 1971, pp. 1-21

La principal constatación de la sociología del conocimiento es que las ideas no poseen vida autónoma; sino que ellas son un componente de la estructura global de la vida humana. Pero esta estructura no es —como se pensó por mucho tiempo— un dado “a priori y universal”. Las estructuras son construidas por el hombre —a fin de resolver la cuestión de la supervivencia— como respuesta a sus necesidades vitales de vinculación con su mundo. De este modo, las ideas, e incluso la conciencia, surgen como producto de la interacción entre el hombre y su mundo y tienden a resolver los problemas creados permanentemente por esta dialéctica, orientando la actividad humana. En otras palabras: la conciencia y las ideas nacen de necesidades prácticas y funcionan para solucionarlas.
[1]
Por otra parte, en el libro ya citado, Berger y Luckmann nos señalan que una de las paradojas de la experiencia humana es que el hombre capaz de producir al mundo, pasa frecuentemente a experimentarlo como algo que posee una existencia en sí, autónoma, anterior a la actividad humana que la produjo. Posteriormente las ideas que aluden a este mundo pasan, paralelamente, a ser entendidas como eternas y poseedoras de existencia en sí mismas. Este es en realidad, uno de los hábitos de pensamiento más arraigados de nuestra tradición occidental. Hábito aún ligado a la tradición platónica y que postula bajo las formas más variadas, que las ideas no existen independientemente de la historia y que en consecuencia el intelecto humano no crea sino que meramente descubre aquello que ya es verdad antes y fuera de él. Creo que esta manera es una de las formas más insidiosas de aquel embrujo que el lenguaje ejerce sobre el hombre y al que se refiere Wittgenstein.[2] Y esto es así porque el hombre, al olvidar los orígenes de las ideas, pierde la posibilidad de comprenderlas. La sociología del conocimiento nos indica por el contrario, que las ideas deben ser aprehendidas a partir de sus orígenes; a partir de las necesidades vitales que indujeron al hombre a crearlas como “herramientas” con las que explicar y dominar el mundo para hacerlo así más dócil. Comprender una idea es aprehender el su “para qué”; significa descifrarla como “herramienta”.
No debemos olvidar, además, que todo este proceso de creación de ideas o de “construcción social de la realidad”, ocurre bajo el imperio de los ingredientes emocionales y volitivos de la clase en cuestión. Dewey destaca que la dinámica de nuestras elaboraciones intelectuales no responde a la lógica o a la razón pura, sino sobre todo a nuestras emociones, temores y esperanzas.
[3] Siguiendo el mismo enfoque, Mannheim observa que incluso la mentalidad de los grupos, su particular manera de estructurar el tiempo y la historia, se encuentra condicionada por sus determinantes emotivas y volitivas. A ello se debe su afirmación de que “la estructura interna de la mentalidad de un grupo nunca puede ser comprendida mejor, que cuando procuramos comprender a la luz de sus esperanzas, aspiraciones y propósitos, cuáles son sus concepciones del tiempo” (subrayado mío).[4] En otras palabras, y retomando una afirmación que ya hicimos antes, el tiempo es construido, al igual que la conciencia, como respuesta a necesidades eminentemente prácticas y desempeña asimismo funciones de índole práctica. Es la traducción, en términos abstractos y universales, de la experiencia práctica del grupo, constituyéndose por ello mismo en la lógica según la cual el grupo programa (en el sentido cibernético del término) sus relaciones con el mundo. En cierto modo es posterior a la acción porque nace de ésta, y por otro lado precede a la acción, orientándola.
Considero que las perspectivas que tenemos por delante nos abren un horizonte harto promisorio, y hasta ahora virtualmente inexplorado, para una comprehensión científica del fenómeno religioso, liberada de las distorsiones unilaterales que encontramos en la crítica marxista y freudiana.
[5] Porque en efecto, las religiones son formas generales de estructuración del tiempo y contienen una “programación” de acción en respuesta a las mismas.
Tengo la impresión de que aquí nos encontramos frente a algunas aproximaciones que nos pueden ayudar a comprender la profunda reorganización del fenómeno religioso cristiano en América Latina. Para clasificar dicho fenómeno se usaba tradicionalmente una tipología importada, basada en los orígenes históricos de los diversos grupos. Los cristianos eran divididos así en dos grandes clases: Católicos y Protestantes. A su vez, éstos últimos eran tipificados en dos categorías: la correspondiente por un lado, a las denominaciones históricas, estructuradas en los moldes de iglesia y, por el otro la de los grupos entusiásticos (en su mayoría pentecostales) estructurados como secta. Pero, así como para descubrir en lingüística el significado de una palabra, debemos observar cuál es su uso en el lenguaje corriente, del mismo modo para entender en nuestro caso específico al Protestantismo, es necesario verificar la manera como éste se comporta en el contexto global de la sociedad latinoamericana, y no a partir de sus orígenes históricos. La tipología histórica no sólo nada nos revela sobre este comportamiento, sino que además —y eso quizás sea lo más grave— desfigura al Protestantismo y lo muestra diferente a cómo es en la realidad. Por otra parte, las profundas fracturas que dividen internamente y de arriba a abajo, tanto a las denominaciones protestantes como a la iglesia católica, son una clara evidencia de que la tipología tradicional esconde profundas contradicciones.
¿Por qué surgieron las fracturas? La respuesta parece obvia. En primer lugar, vemos que ellas se produjeron paralelamente a la toma de conciencia de la situación de crisis que atraviesa Latinoamérica. Esta situación crítica obligó a los grupos cristianos a reinterpretar, de una u otra manera, su vinculación con nuestro mundo. Este es un proceso ineluctable toda vez que la “programación” de las relaciones entre una comunidad y su mundo, sea problematizada por la aparición de una situación imprevista. Las alternativas serían: o bien refairmar la antigua “programación” negando así la realidad de los nuevos problemas, o bien reformular ñla “programación” a fin de crear mejores condiciones de vinculación con el mundo. La ruptura se manifestará inmediatamente en los grupos, apenas ellos elijan entre estas alternativas.
En el libro de Mannheim ya citado, éste ofrece un argumento que me parece sumamente útil para comprender este proceso de reorganización por el que pasan los grupos cristianos ante la crisis latinoamericana. Según este autor, la manera en que los grupos son llevados a entender su situación histórico-social, da origen a la formación de estados mentales utópicos e ideológicos. Mannheim define como estado mental utópico a aquel que, “siendo incongruente” con el estado de realidad dentro del cual ocurre (topía)”, al convertirse en acto tiende “a destruir parcial o completamente el orden de cosas existentes en determinada época”. Denomina entonces utopías a aquellas estructuras intelectuales que “trascienden la realidad y, simultáneamente, rompen la trama del orden existente”.
[6]
Las ideologías son, por otro lado, las estructuras intelectuales que por mucho que “trasciendan la situación nunca logran, de facto, realizar el contenido proyectado”. En consecuencia, las utopías y las ideologías se diferencian por la manera en que “programan” la acción del grupo que las sustenta. En tanto que la utopías orientan acciones de transformación, las ideologías las inhiben, preservando así las cosas tal como están.
La razón por la que sugerimos antes que la tipología tradicional basada en criterios históricos, se tornó obsoleta, es que actualmente las orientaciones utópicas e ideológicas son las que, para los grupos cristianos constituyen los nuevos principios rectores de organización, de pensamiento y de comunidad. De ahí la razón de la fractura. De ahí las tensiones, las luchas. Situación de polarización y choque entre la mentalidad profética, orientada al futuro, y la mentalidad sacerdotal, comprometida con la preservación del presente; situación análoga a la del Antiguo Testamento. Permítaseme hacer aquí algunos comentarios sobre el problema, particularmente en lo referente al Protestantismo.

Las posibilidades utópicas del protestantismo
Católicos y protestantes coincidían en poquísimas cosas con anterioridad al Segundo Concilio Vaticano. Una de esas pocas coincidencias era su interpretación de la Reforma como un movimiento que contribuyó a desintegrar la síntesis medieval. Es lógico que sus valoraciones fuesen contradictorias. Mientras los protestantes elogiaban el hecho, los católicos lo reprobaban. Si Hegel incluye a la Reforma en su Filosofía de la historia,
[7] como un nuevo avance del espíritu ahora consciente de que “el hombre está destinado, por propia naturaleza, a ser libre”, en cambio Novalis la acusa de haber dividido al mundo y separado lo inseparable, de haber asesinado a la Cristiandad.[8] Este conflicto nos permite observar que mientras el pensamiento católico se organizó con el afán de preservar la síntesis medieval, funcionando como ideología en relación con ésta, la reforma contenía elementos indudablemente disfuncionales con respecto a aquella, lo que confirió a su pensamiento la función utópica. Esta observación es de suma importancia porque el catolicismo que fue implantado en América Latina se proponía restaurar aquí la síntesis que se quebró en Europa. Se trató de un catolicismo organizado conforme a los lineamientos de Trento y, por consiguiente, animado por el espíritu de la Contrarreforma. La sociedad latinoamericana, por lo tanto, se formó como resultado de la fusión del espíritu aristocrático, autoritario y elitista de la tradición ibérica y los ideales católicos. Es comprensible que en esta sociedad la espiritualidad católica no se constituyera en una religión que se colocara en un mismo plano junto a muchas otras expresiones culturales posibles. Ella era el alma misma de Latinoamérica, con la cual formó una síntesis global que preservaba la unidad cultural de la Cristiandad, asesinada por la Reforma.
Mas, llevado por el movimiento misionero del siglo XIX, el protestantismo trajo aquí consigo la amenaza de una nueva desintegración. No se trataba de un fenómeno religioso más. Debe acotarse que la iglesia católica jamás temió los nuevos fenómenos religiosos; por el contrario, siempre supo asimilarlos integrándolos a la espiritualidad católica. En cambio, el protestantismo pareció caracterizarse por su oposición estructural al catolicismo. Resistente a la asimilación, permaneció como un cuerpo extraño, disfuncional y perturbador. Se presentaba como una posibilidad de subversión del orden dominante.
En los hechos, el protestantismo llegó no tanto como una nueva religión, sino más como parte de la corriente de modernización que entonces invadía a América Latina. Traía consigo los ideales y valores de la sociedad burguesa que en Europa y los Estados Unidos había asestado —a través de la Revolución Francesa y la Revolución Norteamericana— dos dolorosos golpes a la sociedad aristocrática. El protestantismo ofrecía una versión religiosa de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa y así como de las “verdades por sí mismas evidentes” a las que se refería la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos; es decir, “que todos los hombres fueron creados iguales, y dotados por su Creador de ciertos Derechos Inalienables entre los cuales el Derecho a la Vida, a la Libertad, y a la Búsqueda de la felicidad”. De ahí que la iglesia católica juzgara necesario perseguir en América Latina a los protestantes, pues a su entender, no se trataba de una religión más, sino de la negación y la amenaza de destrucción de la síntesis Iglesia-Civilización, última expresión de la Cristiandad aún existente. Al analizar los valores protestantes desde el punto de vista de su posible función respecto de la sociedad latinoamericana resulta obvio que los mismos constituyeran una amenaza de desintegración del orden dominante, o sea que el protestantismo pudiera llegar a ser una utopía. Veamos algunos de estos valores.
Históricamente, el protestantismo nació como afirmación de que el hombre está destinado, por propia naturaleza, a ser libre. En su tratado La libertad del cristiano, Lutero afirmaba: “El cristiano es señor de todas las cosas y no se halla bajo el dominio de cosa alguna”. Este énfasis en el hombre representaba algo profundamente revolucionario, porque al contrario del pensamiento católico medieval que hacía del hombre un ser subordinado a la estructura jerárquica, la Reforma hacía subordinar las estructuras a lo personal; llegado el caso las estructuras deben ser destruidas para que el Hombre exprese su libertad. Esta es, en sustancia, la médula de la polémica gracia versus ley y que fuera verdaderamente el núcleo del conflicto entre protestantismo y catolicismo. No se requiere excesiva imaginación para comprender que el conflicto se asemeja al que hoy se manifiesta entre historia versus estructura. La Reforma articuló, así, un humanismo de libertad. Con gran perspicacia, K. Holl observó que el superhombre nietzscheano —el hombre que es libre para crear un nuevo mundo— no es más que una versión secularizada del hombre de Luterado liberado de la ley.
[9] De tal modo, desde sus orígenes la mentalidad protestante implicaba un rechazo radical del carácter acabado o sagrado de cualquier estructura. Paul Tillich llega incluso a ver en este elemento de crítica a todas las estructuras, lo que podría ser llamado como Principio protestante.[10]
Es fácil ver a esta mentalidad colocándose del lado de las fuerzas que estaban contribuyendo a la destrucción de la síntesis medieval; síntesis que articulaba su humanismo en términos de integración del hombre a las estructuras eclesiásticas, políticas y sociales.
Como ya señalamos antes, la sociedad latinoamericana tenía una gran semejanza con la sociedad medieval. Es decir, una sociedad jerárquica, dividida entre élites dominantes cuya voluntad era la ley, cuyos intereses eran la única norma y donde las masas eran enteramente dominadas. Sociedad que vivía en una situación de colonialismo interno y externo; dominada internacionalmente por los intereses de España y Portugal e internamente por los grupos que respondían a dichos intereses. A las masas les cabía un papel puramente pasivo, pues no tenían valor en sí. Su importancia estaba subordinada a la contribución que pudiesen hacer al bienestar de las clases dominantes. Tampoco les era permitido proyectar su propio futuro, porque el único porvenir que les estaba reservado era aquel que les impusieran los dominadores.
Las estructuras de dominación crearon pues, a su vez, la mentalidad del hombre dominado: pasivo, incapaz de pensar su futuro, impotente para soñar su propia liberación. Se dio ese fenómeno que menciono en la introducción: las estructuras creadas por los hombres pasaron a ser consideradas como estructuras inmutables, estructuras que no podían sufrir cambios; eternas.
Las estructuras del pensamiento católico contribuían doblemente, en el contexto referido, a sacralizar el status quo. Primero, porque su visión jerárquica de la sociedad admitía, como normales y necesarias, las desigualdades económicas y la situación de las masas controladas por las élites. Y en segundo lugar, porque legitimaba las estructuras dominantes como acordes con la voluntad de Dios. La conciencia del hombre oprimido es de este modo impedida de protestar; pasa a expresarse en términos de fatalismo religioso, de resignación ante las condiciones de injusticia, acepta todo y corrobora todo al declarar: “Es la voluntad de Dios”.
Como indicamos, el protestantismo alteró el acento puesto en las estructuras desplazándolo hacia el individuo. Esta preocupación por la persona era —en el caso del protestantismo latinoamericano— aún más fuerte pues provenía del pietismo, movimiento que naciera como protesta ante la esterilidad doctrinaria de la ortodoxia protestante. Su interés primordial radicaba en la experiencia religiosa personal, en los contenidos subjetivos y existenciales como: la angustia por los pecados cometidos, la certidumbre de salvación, la paz y la alegría. Al abandonar las estructuras como punto de partida, el humanismo protestante creaba embrionariamente una forma de pensar que podía llegar eventualmente a quebrar la trama del orden existente. No hay estructuras sagradas; Dios no comulga con las estructuras, sino solamente con las personas. A ello se debe que los hombres sean sacerdotes y libres. El sacerdocio universal suponía el fin de todo autoritarismo religioso o seglar, exigiendo paralelamente una sociedad fraterna, de comunión, de participación; una sociedad, en fin, de iguales derechos humanos. Si Dios se relaciona con todos los hombres de la misma manera, no cabe tolerar una sociedad donde algunos hombres dominen a otros hombres. Lo que se exige es una sociedad democrática.
Además, la conciencia del pecado —tan típica de la mentalidad protestante— contribuyó a acentuar la oposición entre lo personal y lo estructural. Si las estructuras de América Latina eran expresión del autoritarismo jerárquico del catolicismo de Trento, ellas serían consideradas, en un todo, como expresión de pecado. La afirmación bíblica de que “la amistad del mundo es enemistad con Dios” pasó a ser interpretada necesariamente como un enjuiciamiento de todas las estructuras dominantes. Cabía entonces la posibilidad de que el protestantismo llegara a engrosar las vanguardias políticas e intelectuales que en el siglo xix bregaban para quebrar el status quo.
Por otra parte, el protestantismo creó —en franca contradicción con las actitudes mentales que creara la “topía” latinoamericana—, un estilo de vida disciplinado. En su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber señaló que el factor disciplina de trabajo era un elemento fundamental de la espiritualidad calvinista, porque por medio de la misma el creyente hallaba la confirmación de que Dios lo había predestinado a la salvación. La disciplina, además, exige una actitud mental de confianza en el poder humano para determinar al mundo. El hombre se disciplina en tanto esté convencido de que mediante ella podrá alcanzar determinados objetivos y modificar las condiciones que dominan su presente. Cuando existe tal actitud mental, el hombre organiza su energía en función de un propósito. Pero una de las características de la sociedad latinoamericana es que sus estructuras imposibilitaron tal actitud. El individualismo aristocrático de las élites ibéricas asumía la forma de una independencia de conquistador y explorador esencialmente anárquica que confiaba más en la suerte que en la disciplina (Comblin). No se planifica el futuro, se apuesta a él. Se trata de un fatalismo diferenciado del de las masas pues en este caso el futuro es encarado como una dádiva de los dioses. Igual actitud prevalecía entre las masas, pues dado que las élites no les permitían planear o ejecutar su futuro, éstas creyeron que el porvenir se subordinaba a un ciego fatalismo. Como no podía ser de otro modo, las masas participaban en un juego en el que no tenían posibilidad alguna de ganar. Su enraizada convicción de que su trabajo no podía crear ningún porvenir diferente, no era otra cosa que producto de una generalización de su experiencia histórica, conforme a la cual el porvenir sería como Dios quisiese. A esta razón se debe que nunca surgiera entre las masas latinoamericanas aquella actividad febril que caracterizó al pueblo estadounidense. las estructuras de dominación no permitieron que el hombre considerase al trabajo como un instrumento con el cual crear un mundo de libertad. Por el contrario, siempre consideró al trabajo como una forma de opresión. De su impotencia ante el porvenir nace su indisciplina, su proverbial indolencia. En el contexto del colonialismo, la disciplina no tiene realmente sentido, porque el dominador será siempre quien recogerá los frutos sembrados por el trabajo arduo. Por consiguiente, la falta de disciplina del pueblo latinoamericano no significa, como pretende Harvey Cox, que los latinoamericanos se hayan convertido en especialistas en el arte del ocio. La ociosidad es, ante todo, manifestación de impotencia. En cambio el disciplinado estilo de vida que traía consigo el protestantismo significaba la posibilidad de destrucción de las estructuras mentales tanto de los señores como de los dominados; implícitamente, afirmaba la libertad y el poder del hombre para construir su propio mundo y dominar su propio tiempo.

El protestantismo como ideología
América Latina vive actualmente un momento único en su historia. Ello se debe a que, paralelamente a laetuación de la situación de opresión e injusticia en que se encuentran las amplias masas, se percibe una toma de conciencia generalizada sobre la necesidad de crear una sociedad nueva. La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano constató que vivimos una situación de excesivas desigualdades entre las clases sociales, situación en la que pocos tienen mucho mientras muchos nada tienen; una situación de frustarciones crecientes, de opresión ejercida por grupos o sectores dominantes, de poder ejercido injustamente. De empobrecimiento general del continente debido a las injustas condiciones internacionales a que éste está sometido. Una situación, en síntesis, de violencia institucionalizada. Entre tanto, la conciencia otrora oprimida, incapaz de planificar su porvenir ha despertado. Puede percibirse un ansia generalizada de estructuras más justas. “Estamos en el umbral de una nueva época de nuestra historia”, prosiguen los obispos católicos. “Época plena de un deseo de emacipación total, de liberación de cualquier servidumbre, de madurez personal e integración colectiva. Notamos aquí los preanuncios del parto doloroso de una nueva civilización”.
[11] El desafío que se le plantea hoy día a Amperica Latina es la exigencia de construir una sociedad donde reine la fraternidad humana. No se trata tan sólo de resolver nuestras contradicciones económicas, si bien éstas son un elemento fundamental. Teóricamente es posible que quienes dominan, interna y externamente, ofrezcan a los dominados condiciones económicas razonables. Pero es necesario tener siempre presente que cuando los amos mejoran las condiciones de los esclavos, paralelamente mejoran las propias condiciones de explotación. Lo que aquellos no pueden hacer es liberar a éstos últimos. Lo que se pretende en la actualidad es, fundamentalmente, la creación de una sociedad de participación, es decir, que sea resultado de la creatividad, de la vocación humana del pueblo latinoamericano. Los obispos concluyen con el anuncio “del deseo de pasar del conjunto de las condiciones inhumanas para todos, a condiciones plenamente humanas e integrar toda la escala de valores temporales a la visión global de la fe cristiana; tomamos conciencia de la ‘vocación original’ de América Latina: vocación de unir en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros nos legaron y nuestra propia originalidad”.[12] Estas afirmaciones hacen evidente que las esperanzas que hoy existen en América Latina consideran al destino y el futuro del individuo como algo inseparable del destino y porvenir del continente, es decir, como un todo. Nuestra situación es tan intensamente histórica, social, pública, que carece de sentido hablar del individuo como un ser aislado. Vivimos aquello que Paul Tillich denomina “la situación proletaria”, o sea aquella en la que el destino del individuo sólo puede ser pensado desde el punto de vista de su solidaridad con las masas.[13]
Es necesario que veamos con claridad la fertilidad de la situación. Las observaciones precedentes indican que estamos contemplando el nacimiento de un pensamiento utópico, con todas sus promesas de transformación. El protestantismo podría actuar en esta situación como catalizador, sis sus posibilidades utópicas encontrasen una manera de insertarse en nuestro momento histórico. Mas, como bien señala Tillich, “la situación proletaria, en la medida en que representa al destino de las masas, no puede ser penetrada por el protestantismo, cuyo mensaje apela a la personalidad individual exigiéndole una decisión de índole religiosa, abandonándolo después a sus propios medios en las esferas política y social”.[14] Lo que está ocurriendo con el protestantismo latinoamericano es una confirmación total de esta comprobación. Sus formas de pensamiento han sido dominadas en tal grado por el individualismo, que el protestantismo no puede producir categorías para comprender los problemas de naturaleza estructural. A esto se debe que enfoque los problemas sociales como un mero agregado, como una simple suma de problemas individuales. De ahí la fórmula central de su ética social: “conviértase el individuo y la sociedad se transformará”. Esto significa, lógicamente, que el fenómeno de crecimiento de las iglesias implica, al mismo tiempo, la creación de estructuras intelectuales que hacen imposible la comprensión del momento histórico que vivimos. ¿Será esta una forma del “embrujo del lenguaje” al que se refiere Wittgenstein?
Esto parece sumamente extraño. Y es así porque la contradicción entre lo personal y lo estructural, tan característica del protestantismo, podría y debería haber creado una ética mediante la cual lo personal hubiera aceptado, como vocación propia, la transformación de las mismas estructuras a las que se opone, a fin de reconciliarse con ellas. Mas esto no fue así y la razón es muy simple y de suma importancia para comprender la estructura y el funcionamiento global de la mentalidad protestante. El protestantismo, en vez de considerar la contradicción entre lo personal y lo estructural en términos dialécticos, la interpretó en términos dualistas. La dialéctica significa que el sujeto que se opone al mundo entiende tal oposición como una exigencia para transformarlo. La conciencia niega a fin de poder afirmar. Su propósito es la reconciliación. El dualismo significa, por el contrario, que el sujeto que se opone al mundo, y considera tal oposición como una exigencia de distanciamiento. Hay, pues, una doble negación. El dualismo no pretende resolver la oposición, sino perpetuarla, exacerbándola aún más. El dualismo no ve posibilidad de reconciliación entre lo personal y lo estructural. Según las palabras de Hoekendijk, nos encontramos aquí con la persona que “desaprendió la esperanza”. Lo que se persigue, entonces, ya que el mundo está perdido, es salvar el alma. La dialéctica hubiera dado origen a una ética de transformación, mientras que el dualismo no podía producir otra cosa que una ética de conservación. Así, para el protestantismo latinoamericano, lo personal no transforma al mundo, lo rechaza. La libertad no lo fertiliza. Huye de él. De ahí la típica formulación de la eclesiología dominante: la iglesia, como comunidad, no participa en las transformaciones sociales. Su tarea es convertir a los infieles y cobijar a los conversos. En consecuencia, el mundo en sí y específicamente el mundo latinoamericano con sus valores, estilo de vida y cultura pasó a ser considerado como malo. Incluso se verifica que esta negación del mundo latinoamericano (por su vinculación con el catolicismo) toma una dirección inversa en términos de identificación con los valores importados del mundo anglosajón. El acto de conversión al protestantismo puede entonces implicar un desarraigo por el cual el hombre se ve forzado a negar la cultura que lo formó. Aparece, así, una antropología en la que las relaciones de nuestro hombre con su mundo dejan de ser relaciones esenciales de solidaridad, para pasar a ser relaciones accidentales de mero contacto. No hay esperanzas para el mundo. El protestante está en el mundo pero no se solidariza con él. Sus ojos están puestos en su vida personal y en la promesa de la salvación individual.
Otro artificio del que echa mano la mentalidad protestante para impedir la dialéctica entre lo personal y lo estructural es considerar al mundo como un terreno de pruebas. Su aspecto negativo, los dolores que provoca, son pruebas enviadas por Dios. Por medio de ellas el hombre es llevado a desprenderse del mundo y a esperar solamente aquello que viene de lo alto. La doctrina de la providencia contribuyó mucho a tal actitud con sus tonos fatalistas. Así, lo importante no es qué sufren los hombres, o sea, las condiciones objetivas y estructurales vividas por los hombres, sino cómo sufren, es decir, las condiciones subjetivas con que enfrentan la provocación. Esta es una contradicción fundamental. Por un lado, la crítica a lo estructural como opuesto a lo personal; por el otro, la aceptación pasiva de lo estructural, como ordenado por Dios mismo. Contradicción, pues, que hace imposible la dimensión de la protesta, explícita sin embargo en el propio nombre del protestantismo. Lógicamente, los impulsos transformadores de la acción son sublimados en dirección de virtudes pasivas como la paciencia, el conformismo, el quietismo, la subordinación.
Esto significa que las tesis de Weber acerca del calvinismo, y de Walzer acerca de los puritanos, no encuentran paralelo en la situación latinoamericana. La espiritualidad protestante implicaba para ambos una ética de carácter político que exigía la transformación del mundo para mayor gloria de Dios. la concepción dualista del protestantismo latinoamericano no permitió que surgiese una ética semejante. La ética es internalizada e individualizada. El creyente no emplea su disciplina para transformar al mundo, sino para reprimirse y dominarse: no fuma, no bebe, no miente, es trabajador, ahorra dinero. Tiene conciencia de “ser diferente” y de que el mundo sería mejor si todos fuesen como él… Su estilo de vida, además de los elementos antes indicados, se caracteriza entonces, desde el punto de vista ético, por otros dos elementos. En primer lugar, una tendencia de adaptación al mundo tal como es, puesto que sus leyes —jurídicas o funcionales— son manifestación de la voluntad divina. No se trata ya de una simple tendencia individual, sino que es esencialmente eclesiástica. Un capítulo que la historia deberá investigar en el futuro es la actitud que las iglesias protestantes han tenido frente a las estructuras económicas y políticas dominantes. A esta actitud están ligadas las prácticas inquisitoriales que volvieron a manifestarse en varios círculos protestantes. En segundo lugar, la ética legalista unida a la disciplina personal hace de los protestantes excelentes “funcionarios”. Incluso se creó una “ética de funcionario” que canaliza las energías humanas hacia el aumento de la eficiencia de las estructuras existentes más que a la creación de lo nuevo. Este es un buen empleado, un buen funcionario, un buen ciudadano; es aquel que obedece las reglas del juego tal como fueron impuestas.
Al explicar las estructuras como manifestación de la voluntad de Dios, el protestantismo hizo que fuera imposible comprenderlas desde el punto de vista de su génesis histórica y de las relaciones y funciones que ellas perpetúan. El énfasis protestante en la reconciliación es harto sugestiva, pues ella indica que los problemas humanos se sitúan a nivel de los malos entendidos y jamás en la esfera de las situaciones injustas. En consecuencia, se torna dificultoso comprender la pobreza de las masas como problema estructural. La tendencia del protestantismo es más bien a interpretarla como un problema de raíces puramente individuales. De ahí la honda convicción de que “la conversión individual conduce a la solución de los problemas”. Ideología análoga a aquella que en Estados Unidos interpreta la situación de los pobres como consecuencia de que ellos do not try hard enough (“no se esfuerzan lo suficiente”). La crítica de lo estructural es eliminada y reemplazada por la crítica al individuo. Por consiguiente, las promesas utópicas del protestantismo se revelan en la actualidad como solamente ideológicas.

¿Un nuevo protestantismo?
Existen pruebas de que la crisis latinoamericana está llevando a algunos a reinterpretar los símbolos de su fe, pero en la dirección utópica o mesiánico-profética del Antiguo Testamento. Es bien cierto que esto no se refiere tanto a las interpretaciones de los símbolos, tal como son adoptados por las estructuras eclesiásticas. Pero podremos ver que este proceso ocurre sobre todo en ciertos grupos marginados por las estructuras oficiales. Este conflicto entre tendencias ideológicas y utópicas explica las fracturas que actualmente dividen, no sólo a las denominaciones protestantes tradicionales, sinom también a la propia iglesia católica. Se trata de tensiones entre orientaciones irreconciliables. Como ideología, el protestantismo se proyecta al futuro y exige una ética de transformaciones sociales. Entre estas dos comunidades no puede existir ninguna unidad ecuménica. Esta es una de las razones por la que afirmamos al principio que los criterios denominacionales se volvieron obsoletos para la comprensión de la situación del protestantismo en América Latina. Pero la otra razón por la que los otros criterios tampoco pueden ser usados, es que así como las tendencias ideológicas y las tendencias utópicas dividen al protestantismo, los grupos de orientación utópica dentro del mismo descubriránuna nueva unidad con grupos de idéntica orientación de la Iglesia Católica. Nace así una nueva realidad eclesial, ecuménica, absolutamente real aunque no posea el rótulo de “oficial”. Las nuevas tendencias mesiánico-proféticas de la Iglesia Católica no se limitan a los grupos marginados. Se expresan por el contrario en las altas esferas jerárquicas, como lo testimonian los documentos de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Las discusiones sobre la Fe y el Orden asumen un carácter secundario y hasta accesorio frente al hecho de que católicos y protestantes están descubriéndose como un solo cuerpo en función de su esperanza en una América Latina nueva. Quizás porque la unidad sólo nace en la medida en que participamos de Cristo y nos constituyamos entonces en su cuerpo. Mas Cristo, como él mismo lo declara, se esconde en quienes sufren (Mt 25) y Su Espíritu transforma los gemidos de aquellos en una sinfonía de esperanza (Ro 8.22-23). Así, al volvernos hacia este hombre en el que Cristo anida, protestantes y católicos encuentran repentinamente aquella unidad hace tanto tiempo perdida.
Notas
[1] Acerca de los orígenes biológicos de las estructuras intelectuales, véase Jean Piaget, Biologie et Connaissance (París, Editions Gallimard, 1967) y John Dewey, Reconstruction in Philosophy (Boston, The Beacon Press, 1962, especialmente el capítulo IV, “Changed Conceptions of Experience and Reason”. Acerca de las estructuras como construcciones o productos de la actividad humana, véase Peter Berger y Luckmann, The Social Construction of Reality (Nueva York, Doubleday & Co., 1967) y Jean Piaget, El estructuralismo (Proteo, 1968).
[2] L. Wittgenstein, Philosophical Investigations (Nueva York, The MacMillan Co., 1968), p. 45, n. 109: “La filosofía es una batalla contra el embrujo de nuestra inteligencia mediante el lenguaje”.
[3] Dewey, op. cit., capítulo 1.
[4] K. Mannheim, Ideología e utopía. Río de Janeiro-Porto Alegre-Sao Paulo, 1954, p. 195.
[5] A este respecto encuentro muy interesantes dos afirmaciones. La primera es de Norman O. Brown, en su libro Life Against Death. Nueva York, Vintage Books, Random House, 1959, p. 14: “El psicoanálisis está en posición de definir el error en la religión, sólo después de haber reconocido la verdad”. Y la segunda, de Berger y Luckmann cuando, a guisa de conclusión de su libro, declaran que “nuestra comprensión de la sociología del conocimiento nos lleva a la conclusión de que las sociologías del lenguaje y de la religión no pueden ser consideradas como especialidades periféricas de escaso interés para la teoría sociológica como tal, sino que tienen contribuciones esenciales que hacerle […] Confiamos haber dejado bien claro que […] es imposible una sociología del conocimiento sin una sociología de la religión (y viceversa)”. Op. cit., p. 185.
[6] Es necesario destacar que para Mannheim, la formación de tales mentalidades no es de acuerdo con los moldes idealistas un proceso autónomo. Mannheim observa que las utopías no son otra cosa que la condensación de “las tendencias no realizadas que representan las necesidades de cada época” y que, por consiguiente, ellas sólo pueden ser comprehendidas por referencia “a la situación estructural de la capa social que las adopta en determinada época” (Op. cit., pp. 185, 193). La palabra uropía y su contenido fueron muy desacreditados por la crítica marxista. Mas esta crítica no puede liberarse de su sesgo ideológico. Buber nos ayuda a colocar la cuestión en su adecuada perspectiva: “La polémica de Marx y Engels hizo que el término ‘utópico’ fuera usado, tanto dentro como fuera del marxismo, para un socialismo que apela a la razón, a la justicia, a la voluntad del hombre en remediar los desajustes de la sociedad, en vez de referirse a la adquisición por parte del hombre de una conciencia activa de lo que se está gestando ‘dialécticamente’ en el seno del industrialismo. Todo socialismo voluntarista es considerado ‘utópico’”. M. Buber, Paths in Utopia. Boston, Beacon Press, 1958, p. 9. (Hay versión española del Fondo de Cultura Económica, bajo el título Caminos de la utopía.)
[7] G.F. Hegel, The Philosophy of History. Nueva York, Dover Pub., 1956, p. 416.
[8] Hans Rückert, “The Reformation, Medieval or Modern?”, en R. Bultmann y otros, Translating Theology Into the Modern Age. San Francisco, Harper & Row, 1965.
[9] K. Holl, The Cultural Significance of the Reformation. Cleveland-Nueva York, The World Publishing Co., 1962, p. 137.
[10] P. Tillich, The Protestant Era. Chicago, The University of Chicago Press, 1962, p. 163: “El Principio protestante […] contiene la protesta divina y humana contra cualquier reclamo absoluto de una realidad relativa, incluso si este reclamo es hecho por una iglesia protestante. Es el juicio profético contra el orgullo religioso, la arrogancia eclesiástica, la autosuficiencia secular y sus consecuencias destructivas”.
[11] Sedoc, vol. I, núm. 5, noviembre de 1968.
[12] Ibid, p. 666.
[13] P. Tillich, op. cit., p. 161.
[14] Idem.

El nacimiento (2000)

Correio Popular, 24 de diciembre de 2000
Versión de L. Cervantes-Ortiz

De niño, allá en Minas, había una cosa, una única cosa que envidiaba yo a los católicos: en Navidad, ellos armaban nacimientos y nosotros, los protestantes, teníamos árboles de Navidad. Pero éstos, por muy bonitos que fuesen, no me conmovían como el nacimiento: una cabañita cubierta de musgo, María, José, los pastores, ovejas, vacas, burros, mezclados con reyes, ángeles y estrellas, en una mansa fraternidad, contemplando a un niñito. La contemplación de un niñito amansa el universo. Los católicos más humildes se alegraban al hacer sus nacimientos. Las pobres salas de visita se transformaban en un lugar sagrado. Las casas permanecían abiertas para quien quisiera unirse a los reyes, pastores y animales. Y nosotros, los niños, con los pies descalzos —los zapatos sólo se usaban en ocasiones especiales— pregerinábamos de casa en casa, para ver repetirse la misma escena.
Los niños, con envidia, tratábamos de hacer nuestros propios nacimientos. Los preparativos comenzaban mucho antes de Navidad. Llenábamos latas vacías de dulce de guayaba con arena y en ellas sembrábamos alpiste o arroz. Después, los brotes verdes comenzaban a aparecer. El escenario del nacimiento del Niño Jesús tenía que ser muy verde. Sobre los brotes colocábamos animalitos de celuloide. En ese tiempo no había plástico. Tigres, leones, bueyes, vacas, monos, elefantes, jirafas. Sin saber, estábamos representando el sueño del profeta que anunciaba un día en que los leones comerían hierba junto con los bueyes y los niños jugarían con las serpientes venenosas. Hacíamos la caballeriza con bambú. Y las figuras que faltaban las completábamos artesanalmente con muñequitos de arcilla. Tenía que haber también un laguito donde nadaban patos y cisnes. No importaba que los patos fueran más grandes que los elefantes. En el mundo mágico todo es posible. Era una escena näive, primitiva, ajena a las reglas de la perspectiva. Un nacimiento verdadero tiene que ser infantil. Y las figuras más desproporcionadas en ella éramos nosotros mismos. Porque, si construíamos el nacimiento, era porque nos hubiera gustado estar dentro de él. Éramos adoradores del Niño, junto con los animales, las estrellas, los reyes y los pastores —sin importar que estuviésemos descalzos y con la ropa sucia.
Siempre me pregunté las razones por las que esa escena, en toda su realidad onírica, me agita tanto y tan hondo. No siento alegría al contemplarla. Siento una tranquila belleza triste. Me gusta. Es una ausencia acogedora. Carlos Drummond de Andrade un poema llamado “Ausencia”. No sé a propósito de qué —si era por causa de un amor perdido, de una persona querida que estaba lejos— le dolía la nostalgia. Y él escribió, para explicarse y consolarse:

Por mucho tiempo creí que la ausencia era falta.
Y lastimaba, ignorante, la falta.
Hoy no la lastimo.
No hay falta en la ausencia.
La ausencia es un estar en mí.
Y la siento, blanca, tan pegada, acomodada en mis brazos,
que río y bailo e invento exclamaciones alegres,
porque la ausencia, esa ausencia asimilada,
nadie se la puede llevar de mí.

Nóicanracneer (1996)

Teologia e Cultura, año I, núm. 2, enero de 1996, pp. 7-10.
Versión de L. Cervantes-Ortiz

No conozco a nadie que se entusiasme con la idea del cielo. Hasta los más piadosos no quieren dejar este mundo y hacen el mayor esfuerzo por retardar el momento de partir hacia el prometido lugar de las delicias. Prefieren quedarse un poco más, a pesar de la artritis, la úlcera, la sordera, la dentadura, la incontinencia. Tienen razón, pues no se puede desear nada mejor que esta tierra maravillosa, con todos sus peligros y amenidades.
Recuerdo a doña Clara, una mujer muy sabia, que cuidaba de su huerta como de un enamorado, y hacía esto alabando a Dios, sin ser ella una beata. Cuando ya era viejita y ciega, en su cama, su hija le leía la Biblia, pero al parecer ella no la escuchaba, pues la interrumpía diciéndole: “Hija mía… Sé que la hora está llegando. ¡Qué pena! Este mundo es tan bonito…”
Cecilia Meireles, mística, criatura de otro mundo, según el testimonio propio y confirmado por Carlos Drummond, decía que se imaginaba si, después de mucho navegar a otro mundo, por fin se llega. Y tenía miedo de que eso pudiese suceder: “Lo que será tal vez, incluso más triste. Ni barcas, ni gaviotas, tan sólo compañías sobrehumanas…”
Le pregunté a Adélia Prado para ver si su teología era de diferente opinión. Lo que encontré fue esto: “Si lo que está prometido es la carne incorruptible, es eso lo que yo quiero, pero el sol una tarde con tanajuras, el vestido amarillo con diseños de urubus y, de manera imprescindible, multiplicado al infinito, el momento en que ninguna palabra perturbaba el amor”. Así quiero el “venga a nosotros tu Reino…” Consulté los textos de dos grandes doctores en la cosas divinas y en ninguno encontré referencias a un cielo sin tanajuras, vestidos amarillos y momentos de amor carnal. Regalé sus libros a mis enemigos y guardé el poema de Adélia.
Hasta el mismo Nietzsche creyó que sería bueno que esta vida, con todos sus dolores y sufrimientos, no terminase nunca, y que el universo fuera un canon infinito, donde la vida se repitiera eternamente. Imaginaba que cada momento debería ser eterno, y la única forma de lograr eso era lograr que el tiempo fuese una ciranda, y que todo volviese al principio y comenzase de nuevo, del mismo modo siempre.
Estoy de acuerdo. Y hasta estoy pensando en fundar una nueva religión, pues la religión es esto, creer en la fuerza de la imaginación… En esta religión, los más importante será la doctrina de la reencarnación —pues es eso lo que la reencarnación dice acerca de que el cuerpo es como un ave fénix, que resucita siempre de las cenizas. Sólo que la reencarnación de mi religión es diferente a la que ya existe. Lo que yo quiero es volver atrás.
Estuve leyendo cosas espantosas de la física moderna. Y, si entendí, existe otro tiempo, diferente al cotidiano, ése río que nace en el pasado y va llevando nuestra barca hacia el futuro. Este otro tiempo nace del futuro y va navegando hacia el pasado…
Me alegré al saber algo tan maravilloso. Pues lo que mi corazón desea no es navegar hacia el futuro. El futuro es deconocido. Y, por más que vuele mi imaginación, no consigo amar lo que no conozco. Puede ser que allí se encuentren las cosas más maravillosas, pero como nunca las tuve, no puedo amarlas. No siento nostalgia de ellas.
La nostalgia es un hueco en el alma que se abrió cuando nos fue arrancado un pedazo. En el hueco de la nostalgia vive el recuerdo de lo que amamos, tuvimos y perdimos: la presencia de una ausencia. “¡Oh! pedazo arrancado de mí”, dice Chico. Mi alma es un queso suizo. Y lo que la nostalgia desea no es una cosa nueva. Es el retorno de la cosa antigua, perdida. “La nostalgia es el reverso del parto. Es arreglar el cuarto del niño fallecido…”. Es inútil consolar a la madre delante del hijo muerto, diciéndole que podrá tener otro más bonito y más inteligente. Lo que la madre desea es aquel niño burrito y feo, pues a él es a quien ama.
Don Miguel de Unamuno escribió un libro lindísmo bajo el título de Paisajes del alma. Los paisajes del alma están hechos de escenarios que ya no existen y que la nostalgia hizo eternos. Lo que el corazón amo se vuelve eterno.
No, no quiero ir ni al cielo ni hacia adelante. Lo que deseo es volver a los lugares del pasado que amé. Quiero volver a casa…
Quiero el gemido del monjolo de mi infancia y sus pancadas tristes, noche adentro. Quiero las madrugadas con los campos cubiertos de capim gordura, el burbujear de los regatos escondidos en el monte, el barullo de los cascos de los caballos en la tierra, mezclado con el olor divino de su sudor. Quiero las jabuticabeiras floridas y sus abejas. Quiero las historias de almas de otro mundo, contadas a la sombra de las paineiras. Quiero el barullo de las goteras en las cazuelas, cayendo dentro de la casa. Quiero el pitar ronco del tren, que vive pitando dentro de mí. Quiero un canarito de tierra, con cabecita de fuego, en el retoño de la laranjeira. Quiero el olor de los cuadernos, libros y borradores, el primer día de clases, en el grupo. Quiero sentarme cerca del fogón y quedarme viendo el fuego. Quiero asistir a la matiné del Cinema Paradiso. Quiero mojar mis pies en el charco…
Si pudiese escribir una teología sobre la felicidad futura, sería esto lo que escribiría: un poema sobre la felicidad pasada… Por eso oro todas las noches: “Señor del Tiempo, pon mi barca en el río del pasado, pues sólo así podré curar mi nostalgia…”.

La oración (1996)

Tempo e Presença, núm. 290, noviembre-diciembre de 1996, pp. 36-37.
Versión de L. Cervantes-Ortiz

Hoy voy a escribir sobre el arte de orar. Me dirán que no es un tema para ser tratado por un terapeuta. Los rezos y las oraciones son cosas de curas, pastores y gurúes religiosos, para ser enseñadas en iglesias, monasterios y templos. Pero sucede que yo sé que lo que las personas desean, al entrar a una terapia, es reaprender el olvidado arte de rezar. Claro que ellas no están conscientes de eso. Hablan sobre otras cosas, diez mil cosas. No saben que el alma desea sólo una cosa, cuyo nombre olvidamos. Como dijo T.S. Eliot, tenemos “conocimiento de las palabras pero ignorancia de la Palabra. Todo nuestro conocimiento nos lleva más lejos de nuestra ignorancia pero nos acerca a la muerte”. La terapia es la búsqueda de ese nombre olvidado. Y cuando reaparece y es pronunciado con toda la pasión del cuerpo y del alma, a ese acto se le da el nombre de poesía. También se le puede llamar oración.
Detrás de nuestros parloteos (hablamos y escuchamos poco) está escondido el deseo de orar. Muchas palabras son pronunciadas porque aún no encontramos la única palabra que importa. Me gustaría demostrar eso —y la demostración comienza con un paseo. Para comenzar, ¡abra bien los ojos! ¡Vea cómo es luminoso y bello este mundo! Tan bonito que Nietzsche le dedicó un poema: “Miré hacia el mundo —y era como si una maza redonda se ofreciese a mi mano, madura, dorada maza de piel de terciopelo fresco… Como si las manos delicadas me ofreciesen un santuario abierto para deleite de los ojos tímidos y adorantes: así se me ofreció este mundo hoy…”
Todo está bien. Todo en orden. Nada impide el deleite de esa dádiva. Nadie se conduele. No hay ninguna privación económica terrible. Está el gusto de las personas con quienes se vive, sin lo cual la vida tendría un sabor amargo.
Pero eso no es todo. Más allá de las necesidades vitales básicas, el alma necesita de la belleza. Y a la belleza el mundo la sirve de lleno. Está por todas partes, en la luna, en el camino, en las constelaciones, en las estaciones, en el mar, en el aire, en los ríos, en las cascadas, en la lluvia, en el olor de la hierba, en la luz que refulge en el agua de las lagunas, en los jardines, en los rostros, en las voces, en los gestos.
Más allá de la belleza están los placeres que viven en los ojos, en los oídos, en la nariz, en la boca, en la piel. Como en el último día de la creación hemos de estar de acuerdo con el Creador: mirando hacia lo creado, vio que todo era muy bueno.
Entre tanto, si que haya alguna explicación, teniendo todas las cosas, el alma sigue vacía. Álvaro de Campos colocó ese sentimiento en un poema: “Dame lirios, lirios y rosas también. Crisantemos, dalias, violetas y girasoles encima de todas las flores. Pero por más rosas y lirios que me des, nunca creeré que la vida es bastante. Me falta siempre algo. Mi dolor es inútil como una jaula en la tierra donde no hay aves. Y mi dolor es silencioso y triste como la parte de la playa donde el mar nunca llega”.
Como si una nube cenicienta de tristeza y tedio cubriese todas las cosas. La vida pesa. Se camina con dificultad. El cuerpo se arrastra. Las personas buscan la terapia alegando la falta de un lirio aquí, de una rosa allá, de un crisantemo acullá. Buscan, en esas cosas, la única que importa: la alegría. Sucede que las fuentes de la alegría no se encuentran en el mundo de afuera. Es inútil que me sean dadas todas las flores del mundo: las fuentes de la alegría se encuentran en el mundo interior.
El mundo de adentro: las personas religiosas lo llaman alma. ¿Y qué es el alma? Son los paisajes que existen dentro de nuestro cuerpo. El cuerpo es una frontera entre los paisajes exteriores e interiores. Porque son diferentes. “El hombre tiene dos ojos”, dijo el místico medieval Ángelus Silesius. “Con uno ve las cosas que pasan, en el tiempo. Con el otro ve lo que es eterno y divino”. En algún lugar escondido de los paisajes del alma se encuentran las fuentes de la alegría —perdidas. Cuando se pierden las fuentes de la alegría, los paisajes del alma se apagan, el cuerpo se vacía como una casa y se va la alegría. Y los paisajes de afuera parecen feos (a pesar de ser bellos).
El mundo exterior es un mercado donde los pájaros enjaulados se compran y venden. Las personas piensan que, si compran el pájaro correcto, obtendrán la alegría. Pero los pájaros encerrados, por más bellos que sean, no pueden dar alegría. En el alma no hay jaulas.
La alegría es un pájaro que sólo viene cuando quiere. Es libre. Lo más que podemos hacer es abrir todas las jaulas y cantar una canción de amor, con la esperanza de que ella nos escuche. Oración es el nombre que se le da a esta canción para invocar la alegría.
Muchas oraciones son producto de la insensatez de las personas. Piensan que el universo estaría mejor si Dios escuchase sus consejos. Piden que Dios les dé pájaros enjaulados, muchos pájaros. En esto los protestantes y los católicos son iguales. Hacen escándalo. Y no se toman la molestia de escuchar. No saben que la oración es sólo un gemido. “El suspiro de la criatura oprimida”: ¿habrá una definición más bonita? Son palabras de Marx. Suspiro: gemido sin palabras que espera escuchar la música divina, la música que, si se escucha, nos trae alegría.
Me gusta leer oraciones. Las oraciones y los poemas son la misma cosa: palabras que se pronuncian a partir del silencio, pidiendo que el silencio nos hable. Hay que creerle a Ricardo Reis cuando dice que en el silencio que existe entre dos palabras se escucha la voz de “un Ser ajeno a nosotros”, que nos habla. ¿El nombre del Ser? No importa. Todos los nombres son metáforas para el Gran Misterio innombrable que nos envuelve. Me gusta leer oraciones porque ellas dicen las palabras que hubiera querido decir pero no pude. Las oraciones ponen música en mi silencio.

Sobre la espiritualidad (1986)

Tempo e Presença, 207, abril de 1986, pp. 30-31.
Versión de L. Cervantes-Ortiz

Se me hace muy difícil hablar sobre este tema, “espiritualidad”, y no porque sea difícil. Lo que sucede es que las personas ya traen muchas ideas sobre el asunto… Por eso, para comenzar esta charla, sería bueno que invocasen las imágenes que la representan, tal como ella está dentro de ustedes. No, no estoy pidiendo que hablen sobre la espiritualidad. No quiero que me expliquen lo que quiere decir. Quiero que tomen contacto con imágenes…
Imagen: forma, contorno, color, sabor, olor, tacto…
¿Es muy difícil? Entonces intenten otro juego. ¿A qué cosas las personas le aplicarían este nombre, espiritual? Alto ahí. No sigan leyendo por favor. Es preciso, antes que otra cosa, excavar en las minas propias, investigar nuestras profundidades, y ver lo que hay allí…
(…Intermedio para jugar…)
Ahora que ustedes ya dijeron sus imágenes, yo voy a decir las mías.
Primero, el viento. En hebreo, espíritu y viento son la misma palabra. El viento me habla de algo indomable, incontrolable. En Génesis 1.2, cuando se describe el caos primitivo, dice que el viento de Dios (¡espíritu!) flotaba sobre las aguas. No piense sobre el viento. Este es un ejercicio que debe ser aprendido: dejar de pensar para permitir que aparezcan las imágenes. Así es como surge la inspiración poética. En Génesis 2.7 dice que sosmos seres humanos porque Dios nos sopló el viento de la vida.… Lean Ezequiel 37.1: “Él (Dios) me llevó en su viento…” Versículo 5: espíritu=viento. Y el versículo 9… En el texto clásico de Jesús, cuando conversa con Nicodemo: “El viento sopla donde quiere…” Por favor: es importante no pensar literalmente. Se trata de metáforas poéticas. Intenten comenzar a volar en las costas del viento para comprender lo que significa la espiritualidad. El viento me hace recordar libertad, espacios vacíos, ausencia de forma. Volar: cuando pienso en el espíritu me siento como si fuera un papalote, flotando. O como una nube…
Sería bueno que ustedes pensaran en cosas que nos hacen volar y en las que no hacen pesados como piedras.
Hay personas que nos hacen volar. La gente se encuentra con ellas y se asusta mucho. Primero, porque el viento comienza a soplar dentro de la gente, y allá en los cantos escondidos de nuestras montañas y florestas interiores, las aves salvajes comienzan a batir las alas, y la gente no sabía que tales entidades mágicas vivían dentro de nosotros, y nos sorprenden para luego descubrirnos más salvajes, más bellos, más ligeros, con una voluntad increíble de subir a las alturas, saltando, brincando en los peñascos, colgados de un ala delta (creo que el nombre de esto es la fe…). Otras, al contrario, nos hacen pesados y graves. Pies firmes en la tierra, sin ligereza, incapaces de bailar. Cuando más convivimos con ellas, más pesados nos hacemos, hasta transformarnos en piedras o sepulcros, incapaces de moverse. La muerte es siempre estática, dura. Por oposición a la vida, que flota al ritmo del viento, como semillas de paina. Pueden preguntarse, así, si la iglesia los hace volar…
El vuelo implica riesgo. Para volar en ala delta es necesario un acto loco de riesgo. Quien quiere quedarse con los pies en la tierra, en la seguridad, nunca levantará el vuelo. Claro, tiene miedo. Y el miedo está relacionado con la muerte y con la gravedad. El miedo nos hace asentarnos… Nietzsche dice, que cierta vez, se encontró con su demonio, y le pareció grave y pesado. Y agrega: “yo sólo podría creer en un Dios que bailase”. Yo agrego: es decir, en un Dios Viento. Porque si hay algo que el viento puede hacer, es bailar…
Aquí ustedes tendrán que detenerse de nuevo, para ver (por favor, tómenlo en serio). Eviten la plática abstracta. Tengan el valor para ver las imágenes que surgen dentro de ustedes. Y vean lo que nos hace ser pesados. Lo primero es investigar si quieren realmente volar. Es muy dudoso. Muy pocas personas lo desean. Volar significa abandonar las certezas y no hay nada que nos aterrorice más. Preferimos siempre una vida plana y segura, a una vida excitante y arriesgada. La libertad es algo muy doloroso y adolorido. En Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, hay un diálogo entre El Gran Inquisidor y Cristo, donde el Inquisidor le dice: “Tú te equivocaste al prometer libertad a las personas. Porque nadie desea ser libre”. ¡Ah! Allí hay gato encerrado. Allí está la prueba. La primera indicación de nuestra vocación para la libertad es el deseo de que los demás también sean libres. Lo que quiere decir, libertad para andar en sus propios caminos. Serán libres de mí… Pero para ello es necesario que yo no pretenda poseer la verdad. Todas las personas que se sienten propietarias de la verdad no pueden permitir la verdad de otro. Obviamente. Si yo tengo la verdad, el pensamiento diferente de cualquier persona sólo puede ser un error. ¿Y por qué razó, en este mundo, voy a permitir que el error continúe? Todas las personas que se sienten poseedoras de la verdad están condenadas a ser inquisidoras. Le tienen horror al viento. Y tratan de encerrarlo. ¿No es esto lo que hacen las personas religiosas, desde los maestros de escuela dominical hasta el Santo Oficio? Esto para no hablar de las formas secularizadas de religión, sean partidos políticos (¡el horror a la disidencia!), movimientos terapéuticos e ideologías… Existen los medios personales.
Resumiendo nuestra condición, podemos decir que somos una combinación de ansiedades y de defensas contra las mismas. Las defensas asumen las formas más variadas: desde la palabrería interminable (sermones, cultos y relaciones personales), hasta las certezas dogmáticas o el cerebralismo. El ruido excesivo impide que haya silencio y evita el surgimiento de las imágenes salvajes que viven en él. Nos defiende de nuestra verdad (que no conocemos y no queremos conocer). Las certezas dogmáticas paralizan la vida y lo congelan todo. Todo queda solidificado y muerto. Así somos liberados de la angustia de movilizarnos interiormente. Y el cerebralismo nos defiende del contacto con nuestras emociones.
Hay palabras que nos hacen volar. Traté de decir algunas cosas sobre esto en el primer capítulo del librito Poesía-Profecía-Magia. Palabras que nos hacen volar: la Poesía. El discurso científico trata de decir cómo es el mundo, desde el punto de vista de su manipulabilidad. A lo que normalmente damos el nombre de realidad es apenas una posibilidad, entre muchas otras. Hay que recordar a Guimarães Rosa: “Todo es real porque todo es inventado”. ¿No entendió? Pues trate de prestar atención a las imágenes que esta afirmación le provoca… Ya el discurso poético no acostumbra decir este mundo “real” (?). Dice el mundo desde el punto de vista del deseo, lo que falta en él. Esto puede parecer un poco extraño. Ellos viven en medio de presencias, pero nosotros somos habitantes de ausencias. Deseo: reconocer que algo está faltando. Nostalgia. Yo sugeriría que la espiritualidad tiene que ver con esto: vivir en medio de la presencia de una ausencia. De ahí surge todo lo bello que hacemos: el amor, la poesía, los jardines, la música, las revoluciones… Todo. Hacemos estas cosas para completar el pedazo que está faltando. ¡Ah! Pedazo de mí, que me arrancaron… Soy espiritual por causa de esto: de mi cuerpo brota una canción, un suspiro, un deseo, una nostalgia por algo que no encuentro, y pienso que siento, en el Viento, el olor de esta cosa…
Deseo: somos espirituales por causa del deseo.
El deseo apunta hacia lo que está ausente.
Y nosotros, seres extraños, somos capaces de vivir por causa de esta ausencia.
No, no es el deseo de una casa, o de una novia, o de un automóvil… Es la tristeza que permanece, incluso cuando todas estas cosas pequeñas son satisfechas. Somos, incurablemente, planteadores de algo perdido… que deseamos reencontrar, en el futuro.
Mas, para esto, es necesario saber el nombre del Deseo.
Sucede que somos banales. Y cuando tratamos de decir el nombre de nuestro Deseo —¡este gran deseo, nombre sagrado!— hablamos demasiado aprisa, sin darnos cuenta de que no sabemos su nombre… El deseo es como el nombre de Dios: los hebreos no podían pronunciarlo y, por lo mismo,, se olvidaron de él. Si supiésemos de esto hablaríamos menos en nuestras oraciones porque comprenderíamos que hablar es embrollar. Es preciso descubrir el nombre de nuestro gran Deseo —el que, por cuya causa, abandonaríamos todo, lo que nos haría bienaventurados.
Pero esto requiere trabajo, mucho silencio, mucha disposición para escuchar, mucha sinceridad, desaprender tanto bla-bla-bla. Aprender el lenguaje poético, en donde cada palabra es absolutamente indispensable.
Decir el nombre de nuestro gran deseo es orar. Sólo esto es orar. Lo demás es blasfemia.
Espiritualidad: la búsqueda de ese Deseo perdido, deseo de vida, que nos liberaría de los deseos de muerte que nos petrifican…
Es preciso volar…

Este inmenso maternal vacío (1988)


Tempo e Presença, núm. 235, octubre de 1988, pp. 28-29.

Versión de L. Cervantes-Ortiz

Para que los niños duerman en la oscuridad y sin miedo no existe nada mejor que un cuello materno. Lo que hace extraño que justo las historias que se contaban para que el sueño llegase más rápido son las que colocaban muy lejos a las mamás. En Blanca Nieves, ella aparece apenas por un instante, cuando la sangre brota y enrojece la nieve acumulada sobre el parapeto negro de ébano de la ventana; y ella desea entonces tener una hija con la piel blanca como la nieve, rostros rojos como la sangre y cabellos oscuros como el ébano. Pero ella existe sólo en este momento efímero de deseo, pues muere luego de que nace la niña. Del padre no se tiene noticia. En La cenicienta, sucede algo parecido. La historia inicia con la muerte de la madre, el casamiento del padre con la madrastra y la distancia sin remedio del padre, que parte a un viaje sin retorno. En otra versión, el padre viudo se casa con una vecina, yéndose muy lejos, y la hija queda a merced de la madrastra que acaba por enterrarla viva por el figo de la higuera que el pajarito bicou. Hay otras historias en donde aparece la madre, pero más bien parece madrastra, como en el caso de la Caperucita roja, una niña bobita a quien la madre envía sola al bosque, a sabiendas de que por allá andaba el lobo. O Juan y María, que, durante la noche, escuchan aterrorizados los planes de sus padres para matarlos, abandonándolos a las fieras del campo.
Se repite un mismo script, como si las historias, diferentes, fueran sólo variaciones de un único tema: el abandono del niño, entregado a la maldad de la madrastra, sin tener a quien acudir, infinitamente lejos de un padre distante, o de una madre que sólo es un recuerdo, ausencia, un enorme vacío en medio de la noche… Somos huérfanos.
Mientras tanto, fueron estas tristes historias las que nos hicieron dormir. ¿No es extraño? ¿Que hayan sido repetidas por generaciones y que hayan sobrevivido? El secreto, tal vez, esté en el hecho de que cuentan, en el fondo, nuestra propia historia: somos niños perdidos en el bosque, aterrorizados por la noche que se aproxima, por fuera y por dentro, siendo inútiles todos los gritos. Y no hay madre cuyo cuello sea los bastante grande para hacer dormir nuestro miedo.
En la lengua zulú, cuando alguien quiere decir “muy lejos”, lo que dice es una palabra que, traducida literalmente, significa: “Allá, donde alguien grita ¡Mamá, estoy perdido…!” Suena bien, pues sugiere el dolor de este nombre: objeto supremo del deseo —este es el rostro que se invoca en la soledad— pero se sabe que nadie responderá.
Comprendo lo que hicieron los narradores de historias al anviar a las madres muy lejos: es que no hay remedio para nuestra orfandad. No es casualidad que este nombre haya sido transformado en símbolo sagrado, la madre de un Dios agonizante, Pietá: para decir qué madre es esta Madre deseada, que en todas ellas hay un poco de madrastra. Y un poco de orfandad también: ellas también están perdidas y dicen la palabra zulú…
Las historias hablan de nuestro mundo interior y dicen que los universos que habitan en el cuerpo giran todos alrededor de un Gran Vacío que tiene el perfil de una mujer. ¿Ya observaron la escultura de Miguel Ángel? No se trata de una madre real. Es demasiado joven, con un rostro juvenil, y los dobleces del vestido sugieren la belleza de un cuerpo de mujer. Sus ojos están en el vientre del hijo perdido, muerto. Sus brazos lo acogen. Hasta la orfandad suprema, de la propia muerte, sería bella si hubiese una Gran Madre Pietá para contarnos historias.
Vive en nosotros la madrastra (para ser perdonada).
Vive en nosotros el niño perdido (cuyo llanto se escuche noche adentro).
Vive en nosotros este inmenso maternal vacío, que arrulla nuestros sueños (en cuyo cuello nos dormimos).
“Cuando yo muera, sea niño o más pequeño, acércame a tu cuello y llévame adentro de tu casa. Desnuda mi ser cansado y humano y déjame en tu cama. Y cuéntame historias, si me despierto, para volver a dormir. Y dame tus sueños para jugar hasta que nazca cualquier día que tú sabes cuál es” (Fernando Pessoa).

jueves, 7 de junio de 2007

Sobre dioses y caquis (1987)

PRÓLOGO A DA ESPERANçA, VERSIÓN PORTUGUESA DE A THEOLOGY OF HUMAN HOPE)
Da esperança. Campinas, Papirus, 1987, pp. 9-44.
Versión de L. Cervantes-Ortiz

Pido disculpas por haber escrito un libro tan plano. No quería, porque yo no soy así. Si escribí de este modo fue porque me obligaron, en nombre del rigor académico. Ellos pensaron que la verdad es una cosa fina y hasta inventaron una manera graciosa de escribir, todo siempre impersonal, como si el escritor no existiese, y así el texto parece que fue escrito por todos o por ninguno. Fue por causa de este frío que se evitó la aparición de la belleza y de la gracia en los textos de ciencia. El saber ha de ser una cosa seria, sin sabor.
Eso me hace recordar un mural de Orozco, pintor mexicano que pasó unos años enseñando a pintar en un college estadunidense, y fue ciertamente en virtud de aquello que él veía que pasaba con sus alumnos que pintó La graduación:
el profesor, alto, magro, cadavérico, verde,
entrega a su discípulo,
su imagen,
también alto, magro, cadavérico, verde,
la prueba final del saber,
el diploma,
un feto muerto, dentro de un tubo de ensayo.
Las cosas más bonitas que se escribieron en filosofía no serían aceptadas en los círculos académicos ni siquiera como tesis de maestría. Así hablaba Zaratustra, por ejemplo. Es un libro que transgrede los cánones académicos de varias formas:
es bello,
poético,
metafórico,
reticente,
una colección de fragmentos,
y está escrito con sangre...
Pero si alguien se propusiera hacer de este poema el objeto de sus disecciones analíticas, entonces sí, la disección se volverá disertación, cosa aceptada en los círculos del saber. Lo que tiene vida queda fuera; se vuelven piezas anatómicas, fijas en formol. Como dice el refrán zen: "El dedo apunta hacia la luna, pero ay de aquel que confunda el dedo con la luna. Aquí es lo contrario: más vale el dedo que la luna... Como observó Nietzsche, la condición para aprobar el examen de doctorado es desarrollar el gusto por las cosas planas.
Por eso escribí feo, sin sonrisa ni poesía, pues no me quedaba alternativa: era un estudiante brasileño, subdesarrollado, en una institución extranjera, y sólo me restaba someterme, si quería aprobar...
Hoy lo haría todo diferente. Comenzaría por informar a mis lectores que la teología es una broma, parecida al juego encantado de las cuentas de vidrio que describió Hermann Hesse, algo que se hace por puro placer, sabiendo que Dios está muy alejado de nuestras tramas verbales. La teología no es una red que se teje para atrapar a Dios en sus mallas, porque Dios no es un pez, sino el Viento que no se puede detener...
La teología es una red que tejemos para nosotros mismos,
para dejar en ella nuestro cuerpo.
Ella no vale por la verdad que pueda decir sobre Dios (sería necesario que fuésemos dioses para verificar tal verdad); ella vale por el bien que le hace a nuestra carne.
¡Ah!, piensan que soy hereje... Nada de esto. Estoy repitiendo apenas algo muy viejo, olvidado, de la tradición protestante, que dice que "conocer a Cristo es conocer sus beneficios": de Dios, lo único que podemos saber es el bien que le hace a nuestro cuerpo. Con lo que estaría de acuerdo el sabio Riobaldo: "¿Cómo no va a haber un Dios? Si Él existe, todo da esperanza, el mundo se resuelve. Pero si no hay Dios, hay sólo gente perdida en el vaivén, y la vida es burra. Es el abierto peligro de las grandes y las pequeñas horas... Habiendo un Dios, es menos grave descuidarse un poquito, pues, al fin, hay certidumbre. Pero, si no hay un Dios, entonces, la gente no tiene licencia para ninguna cosa.
Aquí se resume la teología, el resto son bagatelas. Hay palabras que viven en la cabeza y son buenas para ser pensadas. Con ellas se hace la ciencia. Pero hay palabras que viven en el cuerpo, y son buenas para ser comidas. Llegan a la carne sin pasar por la reflexión. Es magia. O poesía, que es la misma cosa. Dicho de forma clara, como lo vi por primera vez en Emily Dickinson:

Si leo un libro y él enfría
mi cuerpo
tanto que ningún fuego sería capaz
de calentarlo,
sé que aquello es poesía.
Si siento,
físicamente,
como si la tapa de mi cabeza hubiese sido arrancada,
sé que aquello es poesía.

Por eso es que, para mí, la poesía y la magia son la misma cosa:

la imagen es la cosa-bruja que me posee
y se encarna en mí.
La teología es un ejercicio de hechicería,
variaciones sobre el tema de la Encarnación...
Dios se hizo Carne,
Dios es la Carne en que re reveló,
Dios acontece cuando el poema toma en cuenta al Cuerpo.
Esto es lo único que podemos decir de Dios.
No que sepamos cosa alguna respecto a Él.
Más bien sabemos que aquello que está aconteciendo con nuestro cuerpo es algo divino, que debería existir siempre, eternamente, y que nuestro cuerpo merece resucitar, en eterno retorno, para que el Poema sea eternamente repetido, con gozo, como orgasmo, un ciclo que siempre vulve al principio, canon, contrapunto, variaciones sobre un mismo tema.
Damos el nombre de Dios a este éxtasis del cuerpo (o del alma, no sé dónde se separan) poseído por la belleza. Aparte de estos, no hay misterios sobre los que podamos hablar. Cito, como autoridad, a otro teólogo, Alberto Caeiro: "Pensar en Dios es desobedecer a Dios..."
La única cosa que tenemos es el temor en el Carne cuando se da en ella la magia y queda poseída por el poema. Y entonces sucede que las Ausencias se hacen Presencias (fugitivas...) Aquello que Nietzsche sugirió: "¿Será que no percibes que lo que aman en ti es el brillo de la eternidad en tu mirada?" El Cuerpo se convierte en altar -o como dirían los teólogos, locus revelationis-, el lugar donde se hace visible que somos habitantes de otro mundo. No, no me entiendan mal cuando hablo de "otro mundo". Nada que ver con el cielo o el infierno... Otra vez la poesía:

Todos los días atravesamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos se topan con la misma pared roja, hecha de ladrillos y de tiempo urbano. De repente, en un día cualquiera, la calle da hacia otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora quedamos espantados porque ellos sean así: tanto y tan abrumadoramente reales. Su propia realidad compacta nos hace dudar: ¿son así las cosas o son de otro modo? No, esto que estamos viendo por primera vez, ya lo habíamos visto antes. En algún lugar, en el cual nunca estuvimos, ya estaban el muro, la calle, el jardín. Y a la sorpresa le sigue la nostalgia. Parece que nos acordamos y quisiéramos volver allá, a ese lugar donde las cosas son siempre así, bañadas por una luz antiquísima y al mismo tiempo acabada de nacer. Nosotros también somos de allá. Un soplo nos golpea la frente. Adivinamos que somos de otro mundo. (Octavio Paz)

Si uso la palabra Dios es como metáfora poética,
nada que yo conozca,
el significante que nada significa,
a no ser el espacio vacío donde aparecen mis
nostalgias
y donde se coloca el habla poética.
De Dios sólo tenemos el Verbo,
el Poema,
aquello que se dice cuando duele la nostalgia...
Este no es el modo que yo había inventado.

Aprendí, leyendo las Sagradas Escrituras, donde se prohibe pronunciar el Nombre Sagrado, que siempre que aparecía en el texto era sustituido por otro -¡tabú!- y, si la simple pronunciación del Nombre Sagrado era blasfemia, qué decir de los intentos de escribir anatomías y fisiologías del Misterio Divino, esto a lo que se da el nombre de teología.
Dios es el símbolo que marca una prohibición para hablar.
Donde él se pronuncia se establece un gran silencio.
Y sobre él surgen las metáforas, que son un modo de decir lo que no puede ser dicho.
No podemos hablar sobre Dios, puesto que sólo podemos hablar sobre las cosas humanas. Teología son los poemas que tejemos como redes sobre la nostalgia de algo cuyo nombre olvidamos.
¿Cuál de ellos es verdadero?
Los poemas no pueden ser verdaderos.
Pero deben ser bellos.
Y es por esto que ellos tienen el poder mágico de poseer el cuerpo. La verdad es lo que es; lo que está presente. Pero el Cuerpo se inclina para lo que no es -¡Deseo!- lo que aún no ha nacido, lo que ya murió, contornos del "pedazo arrancado de mí". Y me viene la idea insólita de que Dios es el nombre que damos a esta Ausencia que habita en el Cuerpo... Lo que me lleva a una absurda conclusión: para hacer teología no es necesario creer que Dios exista. Cecilia Meireles sólo pudo escribir su "Elegía" después de la muerte de su abuela. El poema describe el mundo mágico que quedó en el espacio vacío dejado por un cuerpo que se fue: "Tu cuerpo era un espejo transparente del universo".
La teología no es cosa de quien cree en Dios
sino de quien tiene nostalgias de Dios.
Creer: sé que Dios existe en algún lugar. ¡Ah!, si no existiese, todo estaría perdido...
Sentir nostalgia: sea que no exista allá afuera, en medio de las nubes o en el fondo del mar, yo lo mantengo como "pedazo arrancado de mí..."

¡Oh! Pedazo arrancado de mí...
¡Oh! Mitad arrancada de mí...
La nostalgia es el reverso del parto.
La nostalgia es arreglar el cuarto
del hijo que ya murió...
Chico

Teología,
celebración de un Vacío que nada puede llenar.
Por eso es que decimos que Dios es Infinito.
No porque lo hubiésemos medido,
sino porque sentimos lo Infinito del deseo
que ninguna cosa puede satisfacer.
De ahí que estemos condenados a ser eternos endechadores...
Pero la teología es algo bello, un Sueño...
Soñamos con Dios
y el sueño interpretado deja ver los escenarios que existen en los vacíos de nuestra nostalgia (ocultos por la bruma del olvido). Y entonces nos volvemos poetas...
Sucede que el mundo está lleno de locos.
Muchos piensan que lo que dicen sobre Dios tiene consecuencias cósmicas (más cerca de la verdad estarían si se contentasen con las cómicas)... Lo que me hace recordar la historia de un gallo que se levantaba muy temprano, todas las mañanas, oscuro aún, y anunciaba solemnemente a sus compañeros, en el gallinero: "Voy a cantar para hacer nacer el sol", y se colocaba en lo alto del tejado, mirando hacia el horizonte, ordenando, categórico: "¡Qui-qui-ri-quí!" Al poco rato la esfera roja mostraba un primer pedazo y el gallo comentaba, desafiante: "¿No les dije?" Y los demás animales se quedaban boquiabiertos y respetuosos ante el poder tan extraordinario conferido al gallo: cantar para hacer nacer el sol. Y no había sombra alguna de duda, porque siempre había sido así, con el padre del gallo, con su abuelo. Pero una vez, el gallo se quedó dormido, y cuando despertó el sol ya estaba allá, brillando en medio del cielo...
Hay teólogos que se parecen a ese gallo. Piensan que si no cantaran derecho, el sol no nacería: como si Dios fuese afectado por sus palabras. Y hasta establecen inquisiciones para perseguir gallos de canto diferente y condenan a otros a callarse, bajo pena de excomunión. Claro que hacen esto porque se toman muy en serio y porque piensan que Dios cambia de idea o de ser al sabor de las cosas que pensamos o decimos. o que es, para mí, la manifestación máxima de locura, delirio maníaco llevado al extremo de atribuir omnipotencia a las palabras que decimos.
Los teólogos son, frecuentemente, gallos que discuten cuál es la partitura correcta: ¿qué canto cantar para que salga el sol? En este sentido, los conservadores fundamentalistas no se distinguen en nada de los teólogos científicos que se valen de métodos críticos de investigación. Todos están de acuerdo en que existe una partitura original, revelada, autorizada, y que la tarea de la teología es la de tocar sin desafinar. Las luchas teológicas son discusiones sobre si la tonalidad es mayor o menor, o si la señal es bemol o sostenido. Unos quieren que sea tocada con orquesta de cámara y otros afirman que lo mejor es tocar con banda. Cualquiera que sea la posición, todos afirman que existe un único modo de tocar. Usando palabras de Lutero, unum simplicem solidum et constantem sensum, el sentido único, puro, sólido y constante. Las desafinaciones, variaciones o modificaciones traen consigo el peligro de alguna grave consecuencia.
Yo pienso, al contrario, que nada de esto es así. El sol nace siempre, con gallo o sin gallo. Así, el gallo puede dormir tranquilo, sin la angustia de tener que despertar a una hora exacta. Si duerme de más, el sol saldrá del mismo modo. Lo que, sin duda, disminuye su sentido de importancia, pero tiene la compensación del sueño tranquilo, algo que no debe despreciarse. Más que esto: el gallo puede inventar otros cantos, sabiendo que el sol no va a perderse y va a nacer como siempre, en el mismo lugar. Traducido en jerga teológica, esto significa "gracia": la bondad de Dios continúa la misma, siempre, independiente de nuestras afinaciones o desafinaciones. Él no nace mejor cuando estamos afinados, ni nace peor cuando desafinamos... Tenemos, por tanto, la libertad de hacer lo que queramos... Yo no soportaría pensar que mi pensamiento es tan poderoso que, en caso de equivocarme, Dios vaya a quedar tuerto. La partitura tiene el nombre de teología, pero quienes bailan somos nosotros.
Otra parábola: algunas personas discuten sobre una casa, que todos ven. Para un grupo, ella está habitada por un noble, de hábitos aristocráticos y conservadores... Otros afirman lo contrario: allí vive un trabajador, miembro de un sindicato, es un revolucionario... Algunos dicen que está vacía. Yo me acerco, apuntan hacia la casa, piden mi opinión y concluyo que alguna cosa debe estar mal en mis ojos, pues no veo ninguna casa, sólo nuestros propios reflejos a través de la vidriera.
Tuve en mi acuario un pez de colores simples. Pero era un pez guerrero, que no soportaba la presencia de un competidor. Si esto pasaba, se transformaba, y su cuerpo era poseído por colores escondidos que nadie sospechaba que tuviera. Pero como nadie deseaba el combate mortal, la magia se podía realizar con el auxilio de un simple espejo. Pobre pez: era incapaz de reconocer su propia imagen en el reflejo.
Las batallas teologales me hacen recordar a mi pez de batalla. Por no saber que todo no pasa de ser un espléndido juego de espejos -algo propio para nuestro placer de jugar- los teólogos cambian sus colores y son poseídos por una afección ya identificada: odium theologicum. Así se inician las batallas en nombre de Dios. Sería más honesto si reconocieran que "Dios" es el nombre que le dan a su propia imagen...
Hago mis poemas sobre un Vacío, mi Vacío.
No conozco ningún otro.
En obediencia a un mandamiento sacramental:
que el pan fuese comido y el vino fuese bebido
en el dolor de la Ausencia.
La magia no está ni en el pan
ni en el vino
sino en las Palabras que expresan la tristeza de la Falta.
El sacramento celebra la Ausencia de Dios,
enuncia los límites de los espacios de espera que se expanden dentro de mí, eróticamente.
Es la ausencia lo que me excita.
O, en las palabras de esta teóloga impar,
Adélia Prado:

Entre las piernas engendramos y sobre eso
se hablará hasta el fin sin que muchos lo entiendan:
erótica es el alma.

¿Será esto el alma? ¿La Ausencia que mora en mí y hace a mi cuerpo temer? No me canso de repetir esta belleza que dice Valery: "¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de las cosas que no existen?" Extraño esto, que lo que no existe pueda ayudar... Dios nos ayuda, aunque no existiera: este es el secreto de su omnipotencia. La teología es un encantamiento poético, un esfuerzo enorme para engendrar dioses... ¿Qué dioses? Los míos, es claro. Son los únicos que me es permitido conocer. Recuerdo a Feuerbach. Él comprendió que estimados destinados a nuestro cuerpo, especialmente los ojos. Vemos. Pero en todo lo que vemos encontramos los contornos de nuestra propia Nostalgia, el rostro del alma. Como Narciso, que se enamoró de su propia imagen, reflejada en la superficie de la fuente. También nosotros: el universo sobre el que hablamos es la imagen de nuestro escenarios interiores. Con lo que concuerda el psicoanálisis, y antes, el Evangelio: la boca habla de lo que está lleno el corazón. Nuestros dioses son nuestros deseos proyectados hasta los confines del universo. "Si las plantas tuvieran ojos, la capacidad de sentir y el poder de pensar, cada una de ellas diría que su flor es la más bella".
Los dioses de las flores son flores.
Los dioses de los lagartos son lagartos.
Los dioses de los corderos son corderos.
Los dioses de los tigres son tigres...

Todo es sueño.
O, como dice Guimarães Rosa:
"Todo es real
porque todo es inventado".

También lo real es una invención.

Y lo mágico es esto: que el cuerpo, desprendiéndose de sus ligas que lo prenden a aquello que es, pueda ser poseído por aquello que no es. Aquella cosa pesada, que se arrastraba desarregladamente por la tierra, repentinamente se hace leve, transparente, utópica, al viento. Y así, las cosas que son, es como si no fueran; y las cosas que no son, es como si fueran (I Cor 1.28-29).

La teología es un juego que hago.
Es posible plantar jardines,
pintar cuadros,
escribir poemas,
jugar ajedrez,
cocinar,
hacer teología...
Claro que un juego no excluye a otro.
Algunos dirán que esto no es cosa seria.
Yo los conozco muy bien y ya había advertido al lector contra ellos.
Quien se toma en serio es, en el fondo, un inquisidor.
Está sólo a la espera de que surja la ocasión.
Las grandes atrocidades que se cometieron contra las personas fueron todas llevadas a cabo con espíritu grave, con un sentido de misión, de salvación del mundo. El diablo está siempre vestido de traje y corbata y, si le creemos a Nietzsche, él no sabe contar chistes y tampoco baila: es el espíritu de la gravedad. Con Dios sucede lo contrario, porque la oración comienza con la sonrisa.
Juego de cuentas de vidrio. ¿No son lindas, las cuentas? El vidrio siempre me fascinó. ¿Cómo es posible esto, que haya algo tan duro y transparente? En especial, los pisapapeles. Tengo varios. La forma lisa, redonda, me hace recordar un seno juvenil. Y las hojas que veo, allá adentro, y que cambian sus reflejos de acuerdo con la posición de la luz, me hacen recordar lunas y soles. Galaxias, universos.
Todo dentro de un seno. ¿No sería bueno que fuese así?
Ellas no dicen nada, por eso podemos decir todo.
Todo es inventado. Todo es real. El cuerpo teme.
Sueño. Teólogo: juego con vidrios coloridos sagrados, y dejo que la luz pase por ellos, y aparezca con múltiples colores, mostrando su belleza escondida. También yo soy un vidrio, transparente, pisapapel. Por fuera está la superficie de mi por cuerpo y, por dentro, universos que deseo iluminar. Para eso, la luz es necesaria... Porque hay oscuridad. Profundidades en el fondo del mar.

Nuestro mirar es submarino.
Nuestros ojos miran hacia arriba
y ven la luz que se fractura a través de las aguas inquietas. (Eliot)

Con lo que concuerda Cecilia Meireles:

Pero, en este espejo, en el fondo
de esta fría luz marina,
como dos peces oscuros,
nadan mis ojos en mi búsqueda...

Todo es nebuloso,
neblina misteriosa,
como si todo lo viésemos en la superficie oscurecida de
un espejo mal pulido. (San Pablo, I Cor 13.12)

O la sombra de una mata encantada: "Los bosques son bellos, sombríos, hondos..." (Frost)

...su mundo interior, caos salvaje,
bosque antiquísimo y adormecido, sobre cuyo silencioso
despertar verde-luz, su corazón se erguía. (Rilke)

El juego es este. No el de la luz total, que daña siempre a los ojos. Algo que me enseñó un poeta, Heladio, que leía mis textos con espanto y decía: "Demasiada luz, estoy ofuscado, es preciso traer un poco de neblina..." Supe lo que era eso. Después aprendí: Mallarmé, Debussy, Boulez. Y me acordé del maestro que había leído tanto, pero sin entenderlo, justamente porque quería entenderlo: Kierkegaard. Es preciso no decir. Sólo la oscuridad somnolienta... ¿Y no es justamente ahí que se cazan sacis y los faunos aparecen, lúbricos, para las ninfas ardientes? El encanto de la hora de la modorra, cuando el cuerpo no está ni dormido ni despierto. Ahí aparecen las visiones...
[...]
Las cuentas de vidrio: en ellas se mezclan lisuras eróticas y honduras de sueños, senos y galaxias, nostalgias de paraísos. Y la gente va inventando lo real, construyendo el mosaico, experimentando con los colores, reduciendo distancias con la luz, llenando los espacios vacíos con las criaturas de la fantasía, y nuestro reverso va a apareciendo, terrible y maravilloso.
La teología que hago es el reverso de mi carne. Dios es mi reverso...
No, no es que Dios sea mi reverso Él es un misterio grande, prohibido. Y la metáfora, el punto que duele, con color y luz, en el juego de los vidrios. Digo mi reverso con el auxilio de otro nombre, que no es mío. Yo no soy yo. Soy más. Diferente. Más bonito. Más feo (porque en el reverso también vive el diablo...).
¿Por qué hago este juego? Por las mismas razones con que se juegan todos los juegos. Por puro placer. Vean qué absurdo: para venir a escribir estas cosas, en este teclado de máquina de escribir, silencié otro teclado, que tocaba en el aparato de sonido, una sonata de Mozart. Casi un sacrilegio. ¿Pero qué puedo hacer? No sé jugar con los sonidos como Mozart lo hacía, pero sé jugar con palabras, imágenes, cuentas de vidrio. Recibí un elogio tan grande, hace unos días, que hasta voy a vencer la modestia que se debe tener, por educación, y mencionarlo. Fue Benito Juárez, regente, comentando una cosita que escribí, quien dijo: "Tengo la impresión de que usted hace con palabras lo que Mozart hacía con las notas. Pura broma. Se le da un tema y la sonata aparece". Claro que estaba feliz y quisiera que fuera así. Hacer música. La teología es una música que hago con palabras, un móbile de cuentas de vidrio, una tapicería de luz. Lo hago por razones estéticas. Y por eso ni siquiera necesito creer. Para amar las Variaciones Goldberg no es necesario creer en nada. Basta tener oídos en el alma (por favor, no olvidemos que "lo erótico es el alma". Hay excelentes oídos que sólo perciben ruidos, barullos, gritos y colisiones). Para amar a Chagall tampoco es necesario creer en nada, basta tener ojos en el alma. Si los ojos están cegados por las cataratas, la lectura de Bachelard, sobre el mundo de Chagall, hará la debida magia. No es preciso creer en nada para gozar una copa de vino: basta tener ojos para ver el rojo que atraviesa la luz, olfato para dejar que los parreiras maduros entren en los lugares más primitivos de la memoria corporal, y gusto para sentir la forma como agrada el líquido al cuerpo.
No es preciso creer en nada. Basta sentir.
La teología es una fresa que se toma y se come, colocados sobre el abismo, sin ninguna promesa de que nos hará flotar... Puede parecer algo irresponsable, en un mundo lleno de graves problemas. Pero me pregunto si la gravedad de los problemas no es causada por la gravedad de las personas que juzgan que el destino del mundo depende de su acción. Justificación por las obras. Si ellas no se tomasen tan en serio tal vez no construyeran tantas armas y no serían tan implacables en sus afirmaciones (en el cobro de sus juramentos) ni tan autoritarias en la imposición de sus pensamientos.
La teología es un ejercicio de belleza y de humildad.
Jugamos,
como la propia Santísima Trinidad que,
en los juegos intelectuales del venerable San Agustín,
sólo hacía una cosa,
en los negocios intra-trinitarios:
jugar.
Autoerotismo.
Es preciso expulsar el espíritu de la gravedad que aparece en las corbatas y en los rostros de los señores constituyentes, en las ropas coloridas de los señores cardenales, en la elocuencia estudiada de los señores pastores, en los uniformes heroicos de los generales, en el habla científica de los catedráticos, en las cuentas implacables de los banqueros, en el rigor educativo de los padres y de las madres...
Tomar la vida en serio es comprender que "todo es real porque todo es inventado"... Lo que no se puede decir sin que una sonrisa enorme invada al cuerpo...
Escribí para hablarme. Broma conmigo mismo.
Si a otros les gusta el juego de las cuentas de vidrio, son bienvenidos.
Sólo que no adelanta y no tiene sentido tratar de entenderme.
Ni yo mismo sé si me entiendo.
¿Quién es dueño de sus propios sueños?
En el juego lo importante no es entender la cuenta de vidrio.
Ella no se ofrece para ser objeto de análisis.
En un juego de palabras imposible en español:
la cuestión no es "to understand it",
sino más bien
"to stand under it".
No mis pensamientos, supuestamente escondidos en aquellas cuentas de vidrio,
sino tus pensamientos, que aquella entidad mágica evocó.
Es preciso pensar los pensamientos propios.
Así, es como si fuese un duelo de improvisadores: uno va diciendo sus temas y otro va contraponiendo con los pedazos suyos lo que va apareciendo.
Que nadie me acuse de herejía, pues no tengo la menor pretensión de decir verdades sobre entidades del otro mundo. Este mundo me basta. Para hablar claro, el otro mundo siempre me provoca terror, ha de ser planísimo, si es que existe. Soy un ente de este mundo. Como decía Cecilia Meireles, angustiada, indagando después de mucho caminar a algún lugar dónde llegar: "Será tal vez hasta más triste. Ni barcos, ni gaviotas, apenas sobrehumanas compañías..." Lo que yo quiero es esta tierra. Abro de nuevo la Summa Teológica de Adélia Prado:

Después de la muerte... voy a querer el plato y el hambre, un día sin bañarme, la corbata para el domingo por la mañana... Cuando resucite, lo que quiero es la vida repetido sin peligro de muerte, los riesgos todos, la garantía; de noche estaremos juntos, la camisa en el portal. Descansaremos porque la sirena toca y tenemos que trabajar, comer, casarnos, pasar dificultades, con el temor de Dios, para ganar el cielo".

Mi teología nada tiene que ver con la teología.
Es un vicio.
Hace mucho que debería haber dejado este nombre.
Y decir sólo poesía, ficción.
Que descansen los que tienen certezas.
No entro en su mundo y no deseo entrar.
Los jardines de concreto me dan miedo.
Prefiero la sombra de los bosques
y el fondo de los mares,
lugares donde se sueña...
Allí habitan los misterios
y mi cuerpo queda fascinado.

Era una tarde común, en la ciudad de Nueva York. Fin de un año de sufrimientos. Había dejado esposa e hijos en Brasil para estudiar una maestría. Pero la nostalgia era demasiado grande. Varias veces preparé mis maletas para volver, convencido de que ningún grado académico valía el dolor de la separación. Había colocado en mi cuarto un calendario regresivo, con el número de los días que me faltaban para regresar. Cada mañana, lo primero que hacía era marcar uno más. Ahora estaba feliz. Faltaba sólo un mes. Ya había terminado todos mis compromisos académicos, inclusive la tesis. Su título revelaba lo que traía en mi cabeza. Eran años de efervescencia político-social en Brasil, y la gente sabía, con una convicción escatológica, que era inevitable que sucediera alguna transformación profunda. Y fue con estas ideas que escribí A Theological Interpretation of the Meaning of the Revolution in Brazil. Ahora, con todo terminado, yo podía entregarme a los placeres que aquella ciudad ofrecía: museos, conciertos, librerías y hasta el simple paseo por las calles. Volvía para la casa, contento y soñoliento, en el metro. Me preparaba para un corto recorrido hasta la calle 119, donde debería bajarme. Frente a mí un hombre leía el periódico. Y fue entonces que me quedé congelado instantáneamente, con el miedo circulando por el cuerpo, el vidrio liso astillado por un golpe de piedra. Allí estaba, con letras enormes, en primera plana: "Revolución en Brasil".
Era el 1 de abril de 1964. En un segundo me quedé sin saber si podría regresar. La Patria, este lugar que la nostalgia llena de cosas buenas, se transformó en una tierra invadida: gigantes verdes, dragones amarillos. En su lugar había una noche permanente, prisiones, delaciones, el crimen de pensar, de tener ideas diferentes. Mi pensamiento enloquecía, en la soledad del cuarto, dando vueltas sobre sí mismo, atado e impotente. El miedo y el odio se transformaban en diarrea, los ojos inquietos por la noche, náuseas, claustrofobia. Y no era posible comunicarme con Brasil. Hablar y escribir se volvieron cosas peligrosas. En 1984, un hombre fue apresado porque contaba sus sueños. La ficción se transformaba en realidad. Era preciso cuidarse para que ninguna palabra portara un pensamiento, hábito que se transformaba en estilo, por mucho tiempo. Las cartas y los telefonemas eran confesiones de crímenes... Así pasé el mes más largo de mi vida. El tiempo se vació de cualquier cosa que pudiese ocurrir y se transformó en espera en estado puro, todos los minutos sufridos en su contenido de miedo y rabia.
Yo sabía que la psicología que se vivía en ese momento en Brasil era la de una "caza de brujas". La aprendí en el estudio y en la experiencia de las Inquisiciones, periodos en los que desaparece la inocencia y la simple delación se constituye en veredicto. La política eclesiástica aparecía como profecía de la política secular. Las dos son la misma cosa. La diferencia está en que si en una los dioses aparecen con vestimentas sagradas y perfumes de incienso, en la otra las ropas son de otros colores y los rituales litúrgicos siguen otros ritmos.
Son momentos metafísicos, en que se respira el sentimiento de lo Absoluto, de forma embriagadora, por los inquisidores. Sería posible definir a un inquisidor como alguien que olió lo Absoluto, y quedó fuera de sí. La experiencia es psicodélica: la persona queda poseída por la certeza de estar pisando tierra santa, en el centro mismo del universo, en el lugar donde se decide el futuro de la historia. Allí, en aquel lugar, en aquel momento, se está peleando la batalla por la salvación del futuro. Ella y Dios -no importa el nombre que se le dé- se confunden en una misma cosa.
Ocurre entonces una fantástica transformación en la imagen que las personas tienen de sí mismas. Las más insignificantes, perdidas en el sin sentido de los días que se repiten, se descubren participantes de una cosa enorme. Ellas pueden ser cómplices de aquellos que empuñan la bandera divina en la lucha contra el Mal. De los victoriosos, claro. Porque los perdedores son definidos siempre por los nombres del demonio: brujas, herejes, subversivos, comunistas, pequeño-burgueses. Tanto a derecha como a izquierda poseen sus dioses, sólo que los adoran en altares diferentes y sus textos inspirados son otros. Se efectúa una operación algebraica: aparece un conjunto de aquellos que participan del triunfo del Bien sobre el Mal -una nueva Iglesia. Y, como en las matemáticas, son esenciales los símbolos que afirman esta relación de pertenencia. En la religión son los actos sacramentales, las mismas formas litúrgicas repetidas, los gestos idénticos: así se dan a conocer los "hermanos". Y así también los que no pertenecen se dejan señalar: no participan de los mismos sacramentos, no repiten las mismas letanías y tampoco hacen los mismos gestos. La diferencia es la prueba de la complicidad con el demonio, porque quien no es igual a nosotros sólo puede estar contra nosotros.
El mundo se divide entre Dios y el Diablo, Verdad y Error, Salvación y Perdición, Nosotros y los Enemigos.
Los momentos de "caza de brujas" son siempre religiosos, apocalípticos. Confrontación entre el Bien y el Mal, en el Armagedón. Todo es Absoluto. Y con el Mal absoluto no se puede tener ni complacencia ni escrúpulos éticos. La ética se suspende porque, para ser aplicada, es preciso que haya, por parte de las personas involucradas, el reconocimiento de una cualidad común, que las une a todas. La ética nace de la empatía, esta capacidad que tenemos de sentir aquello que está aconteciendo con el otro. Pero esto sólo es posible si se acepta que somos parecidos, habitantes de un mundo común, hermanados de alguna forma. La "caza de brujas" elimina este hilo de unión. La "bruja" es emisaria de un mundo infernal que no tiene derechos. Por eso la lucha contra ella es semejante a la lucha contra el SIDA: algo contra lo cual todos los métodos son válidos. Contra el Sucio no hay "guerra sucia". Contra los emisarios del Infierno todas las torturas se justifican. Así, cuando los torturadores se defendían, alegando inocencia, ellos tenían absolutamente la razón. En el mundo en que vivían, y que ahora se encuentra relegado a sus espacios mentales, no podía existir la ética, porque el enemigo era una entidad de otro mundo, no-humano.
La ética sólo existe cuando se acepta que todos oscilamos entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Diablo. Todos podemos ser tentados, somos seres dividido, mezclados, confrontados permanentemente con la necesidad de decidir y de experimentar culpa. Pero en el Mundo Absoluto de la "caza de brujas" tal situación no existe más, porque el Bien y el Mal están completamente separados. Todas las decisiones ya fueron tomadas y no existe posibilidad de culpa. Así, es posible torturar por la mañana y jugar con los hijos por la tarde... Volver al mundo anterior a la culpa es, en cierto modo, recuperar el paraíso; la participación en esta comunidad sagrada (que puede ser una iglesia, un partido o una organización de torturadores) es algo que produce mucho placer: la sensación de poder, de verdad, de estar del lado del futuro...
Es ahí que la violencia se transforma en acto sacramental. Por medio de ella se definen lealtades, se delimitan conjuntos. Los que torturan son hermanos. Rehusarse a torturar es afirmarse como alguien que no pertenece al conjunto. Como rechazar el pan y el vino. Me contaron que, en un país de América Latina, encontraron cadáveres perforados por decenas de balas. Es evidente que la función de tantas balas no era práctica: para matar basta con una. Su función era otra: unir a todos los participantes en un mismo acto sacrificial. Cada bala en el cuerpo de la víctima era un hilo que unía a los participantes unos con otros. Las torturas, los masacres, los linchamientos, más que puros actos políticos, son actos eclesiales: por medio de ellos se establecen lazos de conspiración entre los miembros de una comunidad que se define como viviendo en los últimos tiempos, más allá de las mezclas entre el Bien y el Mal.
La delación también es parte de esta liturgia de participación. Delatar es decir al verdugo quién debe ser sacrificado. Y, con esto, aparece una nueva operación matemática: soy diferente a él, me separo del enemigo, lo entrego al sacrificio, y así me afirmo como miembro del cuerpo sacerdotal. La delación hace esto: afirma la pertenencia a un grupo por medio del establecimiento práctico del odio a otro. Delatar, por tanto, no es transgredir la ética; es enunciar una metafísica y confesar una lealtad.
De esto era que yo tenía miedo. Solamente mucho tiempo después comprendí los fundamentos sociales de mis temores. La Iglesia Católica tiene una eclesiología fuerte -en verdad es una eclesiología fuerte. Sus fronteras institucionales y su teología delimitan un espacio y un tiempo inmensos, que rebasan los tiempos y los espacios políticos. Ella aprendió el arte de la sobrevivencia. Y este arte tiene que ver con el mantenimiento de la integridad institucional, siempre que surge algún peligro. Así, en medio de la "caza de brujas", se constituyó en una "ciudad de refugio", en un "santuario" donde los perseguidos encontraban abrigo. Pertenecer a la Iglesia era más fuerte que pertenecer al Estado. Pero con las iglesias protestantes la situación era distinta. Eran comunidades pequeñas, marginales, sin reconocimiento, deseosas de "pertenecer" a algo mayor: nada mejor que una situación de "caza de brujas" para afirmar, ante al Estado, su lealtad, garantizando así su derecho de participar del poder. ¿Y qué mejor prueba de lealtad puede existir que entregar a sus propios hijos para el sacrificio?
Regresé a Brasil. Comencé a aprender a convivir con el miedo. Antes eran sólo fantasías. Ahora, se presentaba en aquel hombre que examinaba mi pasaporte y lo confrontaba con una lista de nombres. Allí estaba yo, flotando sobre el abismo, fingiendo tranquilidad (cualquier emoción me podía denunciar), hasta que me lo devolvió. Camino a casa, en el coche de un amigo, comenzaron las confirmaciones: "Mira Rubem, el Supremo Concilio recibió un documento de acusaciones contra seis pastores, y tú eres uno de ellos. Y circula también el rumor de que fuiste denunciado a la ID-IV, de Juiz de Fora..."
Era el inicio de una gran soledad. Primero, tenía que volver a la parroquia de la cual era pastor, en Minas Gerais. Recuerdo aquella noche, en el autobús, camino de Lavras, un viaje interrumpido por los militares que buscaban a Fernando Dias, y ellos, pausadamente, iban uno por uno de los pasajeros, en la oscuridad. Yo no podía ver sus caras, las linternas iluminaban la lista de los que buscaban, iluminando los documentos de cada uno y, finalmente, el foco sobre el rostro. Yo había visto cosas así en el cine: la posibilidad de ser arrastrado a la oscuridad en cualquier momento, sin saber si volvería. Las coincidencias: justamente ese día habían tomado esa ciudad. Los militares venidos de fuera hacían su trabajo. El cuartel de la policía estaba lleno de presos. ¿Cómo explicaría, al llegar, los libros que llevaba? Fue una noche entera abriendo cajas, separando libros, quemando, metiendo otros en sacos para tirarlos al río. Uno de los libros era Communism and the Theologians, de Charles West, perfectamente inocente. Pero el forro era rojo, con la hoz y el martillo. Lo quemé con un sentimiento de una grande y absurda pesadilla. Temprano en la mañana, mis amigos me aconsejaron salir de la ciudad. Volví un mes después. Además, estaban aquellas acusaciones contra los seis pastores ante el Supremo Concilio de la Iglesia Presbiteriana de Brasil. Me dirigí ante la autoridad competente para solicitar una copia del documento. Me dijeron que no podía ser informado de lo que se me acusaba. Finalmente alguien robó el documento y me lo dio. Eran más de cuarenta acusaciones: que predicábamos que Jesús tuvo relaciones sexuales con una prostituta, que nos deleitábamos cuando nuestros hijos escribían frases de odio contra los estadounidenses en las latas de leche que donaban (eran los años del programa "Alimentos para la Paz"), que éramos subvencionados con fondos soviéticos. Lo bueno del documento estaba justamente en su virulencia: ni los más obtusos podían creer que fuésemos culpados de tantos crímenes. Pero lo trágico era precisamente esto: que personas de la iglesia, hermanos, pastores y ancianos, no tuviesen un mínimo de sentimientos éticos y nos hayan delatado de esa forma.
Después fue la delación directa a los militares. Era una tarde fría de sábado. Silvio Menicucci, munícipe amigo mío, me telefoneó: "Venga al Hotel Central. Hay un abogado de Juiz de Fora con documentos que son de su interés". No me dijo más, no era necesario. Comprendí. Y gelei. Allí estaba el "dossier", resultado de la incursión militar de meses atrás. Yo era uno de los indiciados. Lo que más me dolió fue que una de las piezas básicas de la denuncia era un documento de la dirección del Instituto Gammon, escuela protestante, que funcionaba en un terreno que perteneció a mi bisabuelo, y que él le vendió a los misioneros que huían de la epidemia de fiebre amarilla en Campinas, a fines del siglo pasado. Las acusaciones no eran frontales, eran sólo insinuaciones. Nada tenemos que ver con este señor. Se lavaban las manos. Vine a Campinas para pedir que el cuerpo directivo me defendiese. Pero lo que encontré, de nueva cuenta, fueron manos bien lavadas. Y siempre fue así. Me parecía que los protestantes tenían horror absoluto a cualquier persona que hubiese sido acusada. "Quien nada debe, nada teme": el temor ya era prueba suficiente de culpa. Además, era muy peligroso ser amigo de quien fue delatado. Como dice la canción: "¿Cuando la desgracia es profunda, qué amigo se compadece?" Al amigo de la bruja, le debe gustar la brujería. Quien apareció para ayudar, gratuitamente, fue Eugenio, un masón, a quien no conocía yo bien. Era enfermero, de esas personas que conocen la ciudad entera. Tocó a mi puerta y le abrí: "Sabemos que está en dificultades. Venimos a ofrecernos para ayudarlo".
Y fue conmigo, hasta Juiz de Fora, abriendo puertas con sus compañeros masones. No lo olvidé. Pero no se podía hacer nada. Yo estaba muy cansado. Comprendí la inutilidad de la lucha. Quería estar lejos de allí, del miedo: poder amar y jugar sin sobresaltos, recuperar el placer perdido de expresar mis pensamientos sin voltear, en busca de oídos, sin bajar la voz...
Fue entonces que la Iglesia Presbiteriana Unida de los E.U.A. en combinación con el presidente del Seminario Teológico de Princeton, me invitaron a estudiar el doctorado. No se me olvida el momento cuando despegó el avión. Respiré hondo y sonreí, relajado, en la deliciosa euforia de la libertad. Aún ahora, cuando despega un avión, siento de nuevo aquel instante.
Pero, si en la partida está la euforia de la libertad,
en la llegada está la tristeza del exilio.
Aquél no era mi mundo.
Miraba a mis colegas, paseando por el césped, sólidos, con claras definiciones por delante, luchando por las credenciales que les permitirían ingresar en la jerarquía del saber. Pero mi deseo estaba lejos. Parodiando a Cecilia Meireles:

El cuerpo en aquellas salas,
al alma en lejana tierra,
en cada vida exiliada,
qué sorda perdida guerra.

Lo que el doctorado exigía de nosotros era el dominio de un campo del saber: to dominate the field, scholarship. Pero sucede que yo soñaba con un mundo que perdí. Y me asombraba con las cuestiones que los estudiantes habían escogido como aquellas a las que dedicarían cuatro o cinco años de sus vidas. Para mí eran abstracciones fantásticas, que no lograba relacionar con nada. recuerdo los famosos coloquios con estudiantes de ética.. Los problemas más dolorosos, de vida y muerte, eran transformados en trapecios donde se ejecutaban virtuosismos intelectuales. Porque lo que estaba en juego no era la vida ni la política, sino los ejercicios analíticos en que se jugaba una habilidad intelectual. Pero no me quedaban alternativas: al exiliado sólo le resta obedecer las leyes del país que lo recibe. Tenía que aprender a jugar el juego que todos jugaban.
Lo que deseaba era pensar mi destino.
Y el pensamiento es algo que acontece como la construcción de casas. En São Tomé das Letras, las casas son de piedra, en las florestas son de madera, y entre los esquimales los iglús son de hielo. Son los materiales que están a la mano. El pensamiento hace lo mismo: busca los materiales de que dispone para representarse. Los materiales para el pensamiento son los símbolos. Cada época se piensa con símbolos diferentes. Y no podría ser de otra manera, pues el pensar no puede suceder en el vacío. Porque los símbolos de que uno dispone eran, en gran parte, religiosos, precipitados de una vida, y si dijera "juego de cuentas de vidrio", los símbolos religiosos son parte de mi propio cuerpo, tendrían que aparecer.
Este libro es una meditación ruda sobre mi propio cuerpo: su espacio, su tiempo, sus valores, sus esperanzas, sus luchas. Si recorremos caminos aparentemente tan distantes de la carne que ríe y llora es porque el rigor académico prohibió que el cuerpo hable. Y es por eso que, para hablar, él tiene qeu valerse del lenguaje de otros, portadores de dignidad y reconocimiento. Si yo lo digo simplemente, no pasa de ser mi opinión. Pero si cito a alguien, el lenguaje adquiere peso de evidencia y comprobación. Yo necesitaba encontrar palabras que ayudaran a mi cuerpo a crearse de nuevo, ahora en la triste condición de exiliado. Porque yo entiendo que la teología es básicamente esto -ya lo dije-: un ejercicio de hechicería sobre este misterio, de que la Palabra se hizo Carne, y eso en el sentido más absolutamente literal.
Aprendí a repetir, como nunca, aquel salmo terrible, el 137. Sé que no es edificante, pero es muy verdadero. Nuestra verdad no siempre es bella, a veces es terrible.
Pensar la espera.
Vivir sobre la nostalgia.
Ser capaz de plantar árboles a cuya sombra nunca me sentaría.
Jeremías lo dijo por mí. Había, en Babilonia, un bando de revolucionarios que anunciaban para muy pronto el fin del cautiverio. Y el profeta les escribió aquella carta, que debe haber sido maldecida como producto de una mente derrotada y conservadora:

Plantan árboles, comen de sus frutos.
Construyen casas y habitan en ellas.
Tienen hijos, y los dan en casamiento.
La demora será larga.
Mientras se espera es preciso vivir.

Y entonces, aquel gesto maravilloso, Jerusalén sitiada, la invasión era cierta. Y el profeta toma sus bienes y compra un campo. Sus amigos deben haberlo juzgado un loco. Es una inversión suicida comprar tierra que se va a volver morada de chacales, donde va a crecer la hierba... Pero él dijo: "Aún se plantarán viñas en este lugar".. Y me pareció, entonces, que "Dios" era un nombre que se pronunciaba siempre que alguien quería indicar la terquedad de la esperanza, cuando no había ninguna razón para esperar, el absurdo de la sonrisa, cuando no había ninguna razón para reír, Abraham construyendo una cuna, siendo Sara ya vieja, de senos y vientre marchitos.

Sé que no hay brotes en las higueras
ni frutos en las vides.
No se recogen aceitunas
y en los pomares no hay frutos.
En los pastos no se ven rebaños
y en los corrales no se ve el ganado.
Pero todavía me alegro...

No, Dios no es un sustantivo. Es esta extraña conjunción, todavía, la que enuncia la absurda ligazón entre la muerte que se anuncia y la vida que brota, a pesar de todo. Si fuera así, yo seguiría hablando de Dios como fundamento de una terquedad de tener esperanza. Fue entonces que encontré a Bloch como precursor, él escribió aquello que estaba diciendo: "Donde está la esperanza allí está la religión".
Yo quería re-inventar las palabras. Porque las palabras, de tantas repeticiones, se van desgastando y, de repente, no son más que colillas de cigarro, vacías, agarradas a los troncos rugosos de los árboles, testimonios de un espacio donde estuvo la vida. Esto era lo que sentía, en relación a los símbolos de mi tradición: cuentas de vidrio, opacas y sin brillo. Pero yo las amaba e imaginaba que, quién sabe, tal como sucedió con la lámpara de Aladino, volverían a brillar, transparentes, si fuesen calentadas con sufrimiento y esperanza. Esta era mi dolida y presuntuosa esperanza: hacer vivir una cosa que, para mí, estaba muerta.
Este libro es eso: un exorcismo para la resurrección de los muertos. Quién sabe (pensaba yo), si estas cosas que voy a escribir serán capaces de reunir a los conspiradores que amo aunque no los vea... ¿Y no es este el secreto de cualquier libro? ¿Que sea capaz de dar nombres y de crear imágenes vivas para nuestros sueños de amor? Yo ya estaba de acuerdo con Bachelard: para convencerse es necesario restaurar a las personas los caminos para los sueños primordiales.
Soñar a Dios de nuevo, de otro modo.
El pedazo arrancado de nuestro cuerpo,
nombre no dicho de la nostalgia,
satisfacción fugaz (como la brisa que pasa) del deseo
(inolvidable...)
Conspiradores:
compañeros a quienes no hay que explicar nada,
pues respiramos el mismo aire: con/spirar...
Pues no es así?
Entienden no porque expliquemos con claridad, sino porque ya lo sabían muy bien, antes que hubiésemos dicho. Dicen que hay, permeando las cosas físicas que forman al cuerpo (músculos, sangre, huesos), una cosa invisible, a la que le dan el nombre de alma. Nunca la vi, pero creo, porque siempre me duele con un dolor que nada puede curar. Y escucho, allá en lo más profundo un grito sofocado contra la soledad. Porque es en los misterios del alma donde vive la nostalgia por los amigos: pensaba en aquellos con quienes podría compartir, hermanos, por haber comido el mismo pan amargo. Ellos podrían ser compañeros de batallas futuras. En lenguaje teológico, yo buscaba los contornos de una nueva eclesiología, que fuese fiel a mi experiencia. El venerable San Agustín, que leyó las Sagradas Escrituras, [...] ya me había dicho que una comunidad se define en función de un amor común. Con lo que estoy de acuerdo. No es el origen, es el destino... ¡Y como yo me sentía lejos y distante de aquella iglesia que un día fue objeto de mi amor! Recuerdo el primer día, cuando llegué a Lavras y entré en el templo vacío, con sus vitrales coloridos y su órgano de tubos: pensé que sería un bonito lugar para estar toda la vida. Pero, ¿qué quedaba de la Iglesia Presbiteriana que yo amé? Absolutamente nada. Mi desprecio era total, irremediable, absoluto. La cuestión de las notae ecclesiae -las marcas de la Iglesia. No es nada abstracto. Es como cuando se sale a buscar un lugar donde vivir, y el corazón dice que debe tener árboles y la casa deberá ser vieja para contar muchas historias (las casas nuevas hablan poco, porque nunca fueron cómplices de misterios), y será bueno si de ella se puede oír, de vez en cuando, el signo de alguna iglesia, para que la gente no se olvide ni de la infancia perdida ni de la vejez que llega. Así, la boca va hablando de las marcas de la casa donde a la gente le gustaría vivir. Y la misma cosa podría hacerse con las personas con quienes a la gente le gustaría vivir: tendrían que saber jugar, los ojos deberán tener el brillo de la eternidad, y se les tendrá tanta confianza que, cada vez que uno hable, todos digan "amén", sin que haya necesidad de una comisión de examen de cuentas. La Iglesia, aquí, en mi teología, es apenas el nombre de la comunidad con que sueño. El problema es que tanto católicos como protestantes piensan que ellos ya la encontraron. Yo lo veo distinto: la Iglesia es una Ausencia permanente, nombre de un Deseo, horizonte que llama y se aparta...
Al principio este libro iba a ser una eclesiología. Traducido en lenguaje accesible: un ejercicio en la utopía sobre las marcas de una comunidad que no existe en ningún lugar (es invisible) y que, por lo mismo, está en todas partes (es católica, universal), un horizonte del deseo, algo que aún no nace, y que, si naciese, todo el mundo sonreiría. Como el "Übermensch" de Nietzsche: el hombre que aún no existe, pero que está en gestación dentro de mí.
¿La ventaja de esto?
Creo que, sobre todo, abrir el espacio para el sueño.
En el cautiverio los presos sueñan con la libertad
y en el exilio surgen las canciones del retorno.
Un horizonte de esperanza.
Y cuando se espera, el futuro se vuelve un juicio sobre el presente.
Esta ha sido una de las grandes funciones de la utopía.
Mostrar que es posible un mundo diferente. Y, con ello, el absurdo del presente.
El presente se vuelve objeto de risa.
Reír de las iglesias, de los partidos, de los estados.
Si la comunidad sagrada es una Ausencia, un futuro del que se tienen nostalgias, entonces todas las cosas presentes sólo pueden ser cosas humanas, para siempre.
No se les permite erigirse como altares.
Nada es sagrado: ni torres, ni programas, ni banderas.
Sagrado es apenas el vacío del deseo.
Los altares han de abrirse para los espacios libres del futuro, donde habitan las cosas que aún no llegan.
Sobre todo, está prohibido a cualquier poder el derecho de la vida y la muerte sobre las personas.

Que las espadas se transformen en arados,
que las espadas llenas de sangre sean quemadas,
que las prisiones sean abiertas,
que los esclavos sean libres...

La eclesiología se transforma en política:
es política, en su forma onírica.
Sentí que la tarea del teólogo es la de ser el bufón de la corte:
cuando todos proclaman la belleza de los vestidos del rey, de los parlamentos de los cardenales, de los trajes de los banqueros, de las espadas de los generales,
él proclama
la desnudez universal.
Cuando el Nombre Sagrado es pronunciado todas las fantasías se hacen invisibles.
Sólo que yo no percibía el peligro de mi propuesta:
quien se propone ser el bufón de la corte
acaba siendo buey para el corte.
Allí mismo comenzó el corte.
Dijeron que yo no podría escribir una tesis con aquellos propósitos. Una tesis doctoral, alegaron, tiene que ser un ejercicio analítico, pura demostración de maestría técnica. Trabajar sobre el pensamiento de otros. Pero yo me proponía pensar por mi cuenta. Mi tesis era constructiva. Y esto estaba prohibido.
Yo vivía en el exilio, esperando volver: y era preciso pensar la vida. Mi dolor no me permitía otra cosa. Siempre es así: el pensamiento aparece en el lugar del sufrimiento. Si mi corazón late sin problemas, hasta me olvido de que existe. Pero basta con que me dé unos tropezones para que se transforme en el centro de mi mundo. ¡Ah! ¡Cómo me vuelvo consciente de él! El pensamiento vive en el lugar donde el cuerpo me duele. Y el mío me dolía en un lugar diferente: mi dolor era la lucha por seguir teniendo esperanzas. Sería terrible si la vida se asentase en la tristeza. Sólo puede decir que mi tristeza no me dejaba alternativas, que yo tenía que escribir con mi sangre los pensamientos nacidos en mi cuerpo. El análisis lo haría tomando mi propia carne como texto.
¿Y no es esto lo que dicen los textos sagrados,
que somos un verbo encarnado?
Sólo que a mi carne le faltaba la respetabilidad académica de un texto para ser investigado.
Para mí, la verdad era muy distinta:
yo como el único texto merecedor de mi trabajo intelectual.
No hay ninguna arrogancia en esto.
Es que no es posible, para nadie, estar fuera de sí mismo: somos nuestros temas permanentes. Como decía Feuerbach: el hombre es su propio Absoluto.
Y así sucedió, contra la prohibición académica.
Yo sabía que, para pensar una comunidad, es preciso primero pensar un lenguaje. En él se encuentran sus sueños de amor. Solamente eso hace un pueblo. Los hombres y las mujeres se dan las manos cuando tienen un objeto común de lealtad. Así, me dediqué a investigar apenas dos cosas: los objetos de deseo (en jerga psicoanalítica) u objetos de fruición (en lenguaje agustiniano). Una meditación sobre "el oscuro objeto del deseo". Y, con ello, las vicisitudes del poder, para llegar al objeto del amor. En realidad, parece que este es el resumen de todo lo que existe: el poder y el amor. La vida no es más que un tapete que se teje sobre estos dos dioses: Marte y Venus. En medio de ellos está nuestra bella Tierra, donde sucede la vida...
Cuando llegué al final de la investigación sobre el lenguaje, entretanto, ya había escrito más de 300 páginas, y el tiempo estaba terminándose. Como dice el sabio del Eclesiastés, "escribir libros y más libros no tiene límite, y el mucho estudio desgasta el cuerpo". Pedí entonces a mi guía que aceptara mi introducción a una eclesiología futura como tesis. Y aceptó. Ya no se trataba entonces de una eclesiología, era otra cosa: una meditación sobre la posibilidad de liberación. Y le di, entonces, el título de Towards a Theology of Liberation. Era el año de 1968. ¿Por qué escogí este nombre, que hasta el momento no había aparecido como título de ninguna teología? Había abandonado completamente la ilusión de que la teología podía ser un conocimiento de Dios. Dios es un enorme e innominado misterio, y lo que podemos decir se refiere apenas a aquello que acontece en mí al confrontarme con aquello que Rudolf Otto llamó "Lo Totalmente Otro", el Mysterium Tremendum. La teología es una antropología; hablar de Dios es hablar de nosotros mismos (Feuerbach). No, no estoy transformando al hombre en Dios. Sólo estoy diciendo que Dios es un nombre que sólo es pronunciado en las profundidades del cuerpo humano. De modo que no me interesaba absolutamente el esfuerzo "científico" de escribir tratados de anatomía, fisiología y psicología divinas, que estaban de moda en los seminarios. ¿Cómo es que tal tarea increíble podría siquiera imaginarse que fuera posible? Porque se aceptaba que había una revelación escrita en las Sagradas Escrituras. Tanto los teólogos fundamentalistas como los exegetas crítico-científicos comulgan con esta creencia: si llegamos a la verdad misma del texto habremos llegado al conocimiento de un secreto de Dios. Pero yo no podía pensar así. Las Escrituras eran Sagradas para mí solamente porque ellas decían en lenguaje poético aquello que, dentro de mí, ya era un gemido inarticulado: revelación de mis deseos, del Thánatos que me habita, de la Vida que me hace jugar y luchar. Solamente podía decir esto: son sagradas, divinas, por ser un espejo de mí mismo; experiencia de revelación. Así, el nombre de la cosa que yo escribiera no podría referirse a Dios. Era algo modesto, humano...
Pero tampoco podría ser demasiado modesto. El amor está siempre en busca de un mundo. La moda, en aquellos días, era la teología de la esperanza, de Jürgen Moltmann. La esperanza es una cosa bella, que amo. Pero ella vive dentro de la subjetividad, es una cosa interior. Esto no me bastaba. Yo no quería sólo seguir teniendo esperanza, quería ser capaz de percibir los signos de su posible realización en la vida de los individuos y de los pueblos. No me bastaban soñar los jardines: era necesario saber que podrían ser plantados. El amor por los jardines tenía que transformarse en un manual de jardinería. La esperanza tenía de se exprimir como política.
Era algo extraño: esta metamorfosis de la teología en política, este traer los cielos a la tierra. Pero yo estaba convencido de que, en aquel juego de cuentas de vidrio que estaba jugando, esta sustitución era posible. Este es el secreto de la metáfora: esto es aquello, este pan es mi cuerpo, cosas diferentes que son iguales. Pero, ¿de la teología a la política? ¿La teología es política? ¿De qué forma ejecutar este salto mortal sobre el abismo? Sucede que la teología cristiana se construyó sobre la absurda afirmación de la encarnación: Dios se hizo hombre, eternamente. Lo que significa que Dios desaparece, se mezcla para siempre en la invisibilidad, y la única cosa que queda por ser vista es el rostro del hombre y el jardín que le es prometido. No Dios, sino el Reino, no el Rostro imposible de ser contemplado, sino la tierra transfigurada. "He aquí que hago nuevas todas las cosas..." Eso era: hablar sobre este hacer que trae un nuevo mañana. La esperanza salía del interior de la subjetividad y se derramaba sobre la tierra: los desiertos se transforman en jardines... Y me pareció que una bella imagen poética para describir este movimiento era la de un pueblo que fue esclavo, caminando por la esperanza, a través del desierto. O Jeremías, quien en la amargura de un largo cautiverio, compró un pedazo de tierra en su ciudad sitiada, afirmando con ello la terquedad de la esperanza. Yo sentía que estas eran metáforas poéticas que reverberaban en mi experiencia. La esperanza en movimiento, luchando por un futuro, (a)fe(c)to que desea salir, por la angustia de paisajes apartados, parto: liberación. "La creación entera gime, con dolores de parto..." Y así bauticé esta tesis/hija: Towards a Theology of Liberation, nombre que se encuentra en el original y en el registro de derechos de autor.
La defensa fue una batalla. Y lo comprendo. Por decisión propia escribí lo que quise. Pecado de soberbia. El texto debe haber ofendido gustos acostumbrados a teologías más amables. Alguna sanción tenía que imponerse. Se buscaba la reprobación o que se escribiese todo de nuevo. Mi amigo R. Shaull, entretanto, dejó claro que yo nunca haría eso. No soportaría un año más en los jardines colgantes de Babilonia. Me aprobaron con la nota más baja. No sabía que aquel era el primer afluente, casi sin agua y sin nombre, de un gran río: la teología de la liberación...
Un editor católico se interesó por mi texto. Tuvo apenas una objeción. El nombre del libro era medio exquisito: liberación, un nombre sin respetabilidad teológica, sobre el que nadie hablaba. Lo que estaba en la cresta de la ola era la teología de la esperanza. Y me sugirió cambiar el título, para entrar en el debate. Siempre es más fácil pegarse a un tren que ya está corriendo que hacer otro nuevo, partiendo de cero... Y así quedó: A Theology of Human Hope (Washington, Corpus Books, 1969). Con esto, el nombre "teología de la liberación" se me escapó... Harvey Cox escribió el prefacio. Generoso. Nunca me había visto ni sabía nada de mí. Su nombre ya era una llave mágica que abría todas las puertas teológicas. Y fue así que él abrió lo que otros quisieron cerrar. Fue el inicio de una amistad profunda. Hace poco, el 10 de julio de 1987, celebré la Pascua judía en su casa. El sol se estaba poniendo y su esposa comenzó la liturgia encendiendo las velas y cantando una canción cuyos orígenes se pierden en el pasado remoto. Después él bendijo el vino y cantó otra canción, en hebreo. Qué extraño: ver a un teólogo bautista diciendo palabras en esta lengua sagrada, en una tradición diferente... Luego comentó: "Todos pertenecemos a este pasado..." Sentí los buenos sentimientos de estar allí comiendo y bebiendo con con/spiradores, celebrando memorias y esperanzas.
Ahora me siento en paz con algo que ya se anunciaba en mi texto, pero que yo no tenía el valor de decir, ni siquiera a mí mismo: hallo que consigo vivir sin Dios.
Un caqui es un caqui: mágico, erótico.
Efímero.
Maravillosamente divino.
Un caqui eterno no podría ser comido: no sería objeto de gozo.
Gozo el caqui y, para esto, no necesito pruebas encontradas más allá de las estrellas.
El caqui no tiene porqués... Él es rojo porque es rojo.
Así es la vida,
así soy yo,
caquis,
compañeros de "barcas y gaviotas",
y su tranquila simplicidad de existir.
Hay una tristeza, sí.
Todas las puestas de sol,
todos los abrazos de amor,
todas las cosas bellas
son tristes.
Somos endechadores.
Vivir y convivir con la pérdida.
Eso es lo que nos hace bellos: "la mirada de eternidad..."
No es que hayamos visto la eternidad, y que ella se encuentre morando en nosotros. Es la eternidad del deseo, la inmensidad de la nostalgia, los espacios sin fin. El Padre nuestro mora en los cielos, donde vuelan las aves, espacio vacío, pura permisión, ausencia.
Presencia de una ausencia.
¿Por qué escribo teología si no necesito creer en Dios? ¿No debe, cualquier tratado de teología, comenzar con el capítulo "Pruebas de la Existencia de Dios?" Si hubiese pruebas yo no necesitaría hacer teología. Cuando voy a la playa no necesito llenarme de pruebas de la existencia del mar y de la existencia del sol. En la playa no pienso sobre el sol ni sobre el mar. Simplemente gozo, disfruto.
Quienes necesitan pruebas de la existencia del mar y del sol son los habitantes del infierno, donde no existe ni sol ni mar.
Quien hace la ciencia de Dios no debe estar muy confiado: no hay calor ni color azul...
En la playa lo que se hace no es probar: ciencia.
Es gozar: poesía.
La poesía es el discurso de la fruición, de la unión mística.
Por eso hago teología.
Porque es bello.
La teología es como un juego:
alegría sin metafísicas...
Gozo en el propio texto.
Porque le hace bien a mi cuerpo.
Sacramento que distribuyo a los conspiradores.
Un modo de hacer el amor universalmente,
esparcir mis simientes,
buscar la suprema alegría de ver, en el rostro de los otros,
la alegría de encontrarse en lo que escribo.
Ser para ellos, por mi texto,
un caqui.
Toma y come: esto es mi cuerpo.
Y es sólo esto que lo yo pido, casi veinte años después: que lean este texto pensando en el poema que podía haber sido, pero que no fue. Quiso ser poema, pero no sabía cómo, y ni puede...

P.S.: Si usted no es teólogo no necesita leer "El lenguaje del humanismo político como crítica del lenguaje teológico" (Cap. I, 3). Allí el caqui está verde, se pega en la boca, como astringente, y quien no fue entrenado tiene el derecho de escupir. Si se sirvió el caqui así, verde, es porque había personas a las que les gustaba. Recordando a Nietzsche: el secreto del doctorado es aprender a gustar de cosas chats...