martes, 5 de febrero de 2008

Del paraíso al desierto. Reflexiones autobiográficas (1974)

Rosino Gibellini, ed., La nueva frontera de la teología en América Latina. Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 261-279

Ni en el paraíso ni en la ciudad santa hay templos. En el paraíso la religión no es todavía necesaria; en la ciudad santa dejó de ser necesaria. La religión es la memoria de una unidad perdida y la nostalgia es un futuro de reconciliación. Por eso la religión presupone siempre, más allá de las capas superficiales de felicidad y de paz que proclama, un yo no reconciliado todavía con su destino.
Mis memorias más antiguas de mi nostalgia religiosa me conducen hasta los días de mi infancia. Tenía entonces once años. No se trataba de un caso de vocación teológica precoz. Era más bien un caso de experiencia precoz de miedo. Sucedió que, por primera vez, conocí lo que significa ansiedad.
Hasta entonces había vivido en una pequeña ciudad. Todo era familiar y amigo: las calles, los árboles, las casa y las personas. Todo estaba en su propio lugar. Miraba a mis «otros relevantes» —mi padre, mi madre, mis hermanos, mis amigos— con calma y con respeto. Formaban parte de mi cosmos. No tenía aún conciencia de mí mismo, ya que yo y mi mundo nos fundíamos en un todo. Levantarme por la mañana, jugar, ir a la escuela, acostarme por la noche: eran partes de una liturgia que se renovaba cada día y que celebraba un mundo que tenía sentido.
Pero, sin darme cuenta, repentinamente, me vi expulsado del paraíso. Me llevaron a una gran ciudad. Mis «otros relevantes» se disolvieron en medio de la complejidad incomprensible de la vida urbana. Siguieron como «otros», pero no como «relevantes». Dejaron de ser el centro emocional de mi mundo, del que yo sacaba mi sentido de identidad y mi sentido de dirección. No puedo hacerles a ellos responsables de lo que acontecía. También ellos estaban perdidos. Por primera vez conocí el malestar de ser diferente. Me volví consciente de mí mismo. Mi forma de ser revelaba que yo era un niño de pueblo. Y los compañeros de escuela no me lo perdonaba. ¡Qué crueles pueden ser a veces los niños! Me descubrí solo, sin amigos, diferente y ridículo, sin saber qué hacer. No disponía de recursos humanos para sostenerme en aquella soledad abismal. Se perdió mi cosmos. Los sociólogos dan a esta condición el nombre de anomía. ¡Cuánto sufrimiento se esconde en esta pequeña palabra! Las cosmogonías primitivas se refieren siempre a un conflicto primordial entre la tierra seca y las aguas. La tierra seca es el espacio donde los hombres pueden caminar con seguridad; las aguas son el símbolo de la horrenda posibilidad, que incesantemente nos amenaza, de que «el vacío y el caos» vengan a tragarse el mundo humano. Mi tierra seca se vio invadida por las aguas y mi cosmos destruido por las olas.
Pero la conciencia no puede sobrevivir indefinidamente a la anomía. Es necesario resolver el problema de la soledad y de la impotencia en un mundo hostil. Y la conciencia busca más de un artificio para alcanzar este resultado. Por un golpe de magia, desea que lo real sea irreal. Y organiza su percepción de la realidad como si sus deseos y aspiraciones fuesen la última realidad. Esos deseos son ontologizados y cosificados. A través del poder mágico de la «omnipotencia del pensamiento», el hombre, desde las profundidades de su impotencia y desde las alturas de sus pasiones, va teniendo un mundo verbal que afirma y confirma sus valores. Y este mundo, constituido de esta manera, pasa a ser la «gratificación sustitutiva», el mundo de felicidad que compensa las frustraciones y los sufrimientos contenidos en la realidad. Y frecuentemente, aunque no exclusivamente, esta «gratificación sustitutiva» es la religión.
Este fue el camino que seguí inconscientemente. Me volví religioso.
No importa que el mundo se burle de nosotros. La verdadera realidad está allí.
Si nuestros «otros relevantes» se ven reducidos a la insignificancia y a la impotencia, hay otro relevante que nos ama y nos conoce, y que tiene un poder infinito.
Está lejos de mis intenciones reducir la religión a este tipo de experiencia. ¿Pero cómo dejar de decir que aconteció realmente conmigo.
Me volví fundamentalista. Un piadoso fundamentalista. El fundamentalismo es una actitud que atribuye un carácter último a lasa propias creencias. Lo más importante no es lo que el fundamentalismo dice, sino cómo lo dice. Es la actitud dogmática y autoritaria respecto a su sistema de pensamiento, e inversamente la actitud de intolerancia e inquisitorial frente a cualquier tipo de «hereje» o «revisionista». Se puede ser un revolucionario fundamentalista (no importa que se trate del marxismo, de la liberación femenina o del poder negro), un científico fundamentalista (especialmente en la medida en que el científico se olvida de que trabaja con modelos, como dice Kuhn
[1], o con simples «conjeturas», como sugiere Popper[2]), un fundamentalista de la contracultura (con la consiguiente absolutización de las experiencia privadas), y hasta un fundamentalista liberal. El fundamentalista es el hombre consistente, incapaz de tener una pizca de humor consigo mismo; Kolakowski lo describe como un«sacerdote» en oposición al «bufón». Lo que importa en la caracterización del fundamentalismo no son las ideas que afirma, sino el espíritu con que las afirma. No basta con cambiar los libros dentro del estante; si no se modifica el estante, la habitación seguirá pareciendo la misma. De una forma más abstracta: es la estructura lo que determina la significación de la mentalidad fundamentalista, y no los conceptos que constituyen el inventario de su contenido.
El fundamentalismo es tal vez la mayor tentación que nos asalta. «Seréis como dioses, conociendo el bien y el mal», le dijo la serpiente al hombre. ¿Cuál es el individuo que no ansía cambiar sus anhelos en visiones de la realidad, sus dudas en certezas, su provisionalidad en eternidad, sus inquietudes y sus faltas de plenitud en paz y realización total? La solución fundamentalista nos libera de la dolorosa confrontación con una realidad siempre inacabada, siempre en cambio, siempre perturbadora, siempre cuestionadora. ¡Que se convierta uno al personalismo de cualquier tipo que sea! ¡Se descubrirá libre del proceso sin fin de construir, para volver a comenzarlo todo partiendo de cero! El fundamentalista es alguien que ya llegó; por eso Nietzsche se complace en pintarlo como enemigo del futuro, puesto que ya sabe lo que es bueno, lo que está bien. Emocionalmente esto es muy funcional. Sobre esta perspectiva la religión nos da certezas. Y para todo el que haya encontrado esta religión, el camino natural a seguir es el de convertirse en un apóstol de su verdad. Así es como fui al seminario.
Pero el lenguaje (no se olvida que el lenguaje es lo que sustenta nuestro mundo y lo que estructura nuestra personalidad) es imprevisible. El lenguaje es como un instrumento. Es creado, usado y por consiguiente preservado en la medida en que funciona de forma adecuada para la solución de nuestro problema existencial. Supongamos ahora que este problema básico, esta matriz emocional en torno a la cual estructuramos nuestra experiencia, queda alterada. El lenguaje antiguo se vuelve de pronto superfluo. Ya no tiene ninguna función que desempeñar. La función de mi lenguaje fundamentalista era la de resolver la anomía que había surgido de mi soledad. En el seminario, sin embargo, me encontré con un grupo de compañeros iguales a mí; los detalles de nuestras biografías eran muy similares. Nos hicimos amigos. Se formó una comunidad. Y encontramos «gracia» mutuamente compartiendo nuestras flaquezas. Se venció la anomía y el lenguaje fundamentalista se volvió inútil. Ya no necesario.
Wittgenstein observó en cierta ocasión que el lenguaje tiene un poder «fetichista»
[3]. Las estructuras lingüísticas tienden a colocarnos dentro de un círculo encantado que nos impide ver al mundo a no ser bajo la forma de aquellas programaron. Por eso, cuando uno «se olvida» de un lenguaje, es como si comenzarse a ver el mundo de una forma totalmente distinta. Está también la experiencia de «maravillarse» frente a las cosas que estaban allí, desde siempre, pero que estaban escondidas. Surge entonces la pregunta: ¿cómo es que había sido incapaz de ver tantas cosas? ¿cómo es que ignoré tantas dimensiones de la realidad que estaban allí, delante de mis ojos?
Descubrimos las raíces sociales de nuestra religión y también sus orígenes neuróticos. La negación del mundo, la absolutización de la eternidad, el miedo a la vida, el malestar frente a cualquier cosa humana, sensual, corporal, la repulsa de la libertad, la revuelta contra todo lo provisional: ¿no es verdad que todos estos elementos conspiraban contra la propia vida?
Los horizontes se vuelven diferentes de acuerdo con el punto de vista a partir del que los contemplamos. La nueva visión de nuestro espacio, de nuestro tiempo y de nuestras vidas nos reveló una Biblia que hasta entonces había estado oculta a nuestros ojos. ¡Qué descubrimiento significó el percibir que los hombres de la Biblia se sienten como en su casa en el mundo! Desde el principio hasta el fin hay en la Biblia una elaboración constante de la vida y de su bondad. Es bueno estar vivo, es bueno ser carne y sangre, es bueno estar en el mundo. De repente, la obsesión calvinista por la gloria de Dios nos pareció profundamente inhumana y antibíblica. La felicidad del hombre, ¿no es acaso la única preocupación de Dios? ¿No es ésta su última pasión? ¿No es Dios un humanista, en el sentido de que el hombre es el único objeto de su amor? Bonhoeffer se hizo entonces nuestro compañero. Lo leímos con verdadera pasión: no nos tiene que preocupar el otro mundo, sino este mundo. En el evangelio, lo que está encima del mundo tiene como propósito existir para este mundo; sólo cuando se ama tanta a la vida y a la tierra que todo parece acabado y perdido con ellas, nos está permitido creer en la resurrección de los muertos y en un nuevo mundo; no debemos intentar ser más religiosos que el propio Dios
[4] La salvación del mundo —ese dogma básico del protestantismo brasileño— ¿no estaba directamente en oposición con la propia Biblia? La salvación personal no puede realizarse en detrimento del mundo, ya que el mundo y el hombre se pertenecen mutuamente. En la lucha por la redención del mundo es donde el hombre conquista su totalidad personal. De este modo, los salvadores de almas deben transformarse en reconstructores de la tierra. Una cosa nos parecía evidente. La iglesia tenía que libertarse del fetiche de aquel lenguaje fundamentalista que la mantenía cautiva. Y cuando esto se consiguiese —así lo esperábamos—, la propia iglesia podría colocarse en la vanguardia de la lucha por la transformación del mundo.
Es nuestras mentes la reforma de la iglesia y la redención del mundo eran una única tarea. Dejamos el seminario con la certeza de que llevaríamos a cabo este programa. ¿No era nuestra visión embriagadoramente hermosa? ¿Quién podría evitar apasionarse por ella?
Sin embargo, la realidad chocaba con nuestras ingenuas aspiraciones. No estábamos preparados para los hechos de la vida institucional. La nueva lectura del evangelio sonó a los oídos de los líderes eclesiásticos como una apostasía de la fe. Su experiencia había sido distinta. Por eso no podían entender ni amar aquello que era para nosotros tan sencillo y tan atractivo. Acusados de herejes, marcados como personas ideales políticos peligrosos, rechazados como apóstatas (¡habíamos cometido el pecado de aceptar a los católicos como hermanos!), nos vimos obligados al destierro. «Amala o déjala, pero no intentes transformar la iglesia».
Quedaron en claro dos cosas.
La iglesia institucional no era la iglesia que amábamos. La lectura de los profetas nos demostró que ésa había sido también la experiencia de Oseas: «Vosotros no sois mi pueblo», grito que cristalizó en el nombre de unos de sus hijos. La comunidad de la libertad y del amor, la iglesia que deseábamos, no se encontraba dentro de los límites institucionales de la organización eclesiástica. Tuvimos que abandonar el ideal de reformarla. No se puede poner un remiendo nuevo en un paño viejo, ni echar vino en odres viejos. Resulta imposible. Más aún, estúpido.
Pero ¿cómo sobrevivir en la soledad, lejos de una comunidad? Los valores que no se comparten, fácilmente se olvidan. En la medida en que unos valores dejan de ser hechos, son entidades ausentes. No han nacido todavía. Permanecen como una posibilidad, como una promesa, como una esperanza. Su existencia en el presente depende de un lenguaje que anuncie su llegada. Nuestra desilusión ante la organización eclesiástica no significó, por tanto, que abandonásemos la esperanza de encontrar una comunidad. Fue todo lo contrario. Empezamos a procurarla en lugares donde no se había intentado hacerlo antes. Y nuestras preguntas empezaron a ser las siguientes: ¿será posible que la iglesia se encuentre hoy oculta, escondida, incógnita en el mundo? ¿no será posible que quienes viven en la esperanza del reino conozcan su nombre? Y para nuestra sorpresa, encontramos más señales del Espíritu fuera de los límites señalados de nuestras comunidades eclesiales que dentro de ellos. Brotó un tipo de ecumenismo totalmente distinto del ecumenismo institucionalizado que tiene lugar en las altas esferas jerárquicas y que busca el acuerdo en cuestiones de doctrina y de orden eclesiástico. Descubrimos una nueva unidad en las fronteras de la preocupación por el hombre y por la renovación del mundo. Creo realmente que cuanto más se centra la iglesia en sí misma, aunque lo que intente sea volver a encontrar su unidad perdida, más se enreda en sus propias contradicciones. Al contrario, cuando se abandona a una entrega apasionada por la redención del hombre, de una forma concreta y sufrida, es cuando descubre lo que siempre había buscado: su propia unidad.
Nuestra segunda conclusión se desprende de la primera. Los patrocinadores de Dios, los que pretendían mantener el monopolio de lo divino, usaban este nombre en un estilo que se parecía mucho al de la inquisición. Dios se había convertido en un arma ideológica para la conservación del poder para justificar las cosas, tal como ellos querían que fuesen, y para ejecutar a los disidentes. Así, de una forma muy concreta , la palabra Dios se quedó repentinamente sin sentido. Mejor dicho, se vació dentro del contexto institucional y teológico tradicional. Su nombre dejó de ser el símbolo de la libertad y del amor. Para muchos esto significó la muerte de Dios. Se descubrieron solos frente a la tarea de reconstruir el mundo. De las frustraciones eclesiásticas surgió un humanismo secular. La teología fue sustituida por la sociología, la iglesia por el mundo, Dios por el hombre.
Sin embargo, algunos no pudieron emprender este camino. De sus esperanzas, de sus frustraciones, de su lectura de la Biblia y de su lectura de los periódicos surgió algo nuevo, una nueva forma de hablar sobre Dios, una nueva forma de pensar la comunidad de la fe. A este nuevo modelo se le dio el nombre de «teología de la liberación». Se trata, esencialmente, de una hermenéutica dialéctica que lee la Biblia a partir de las ansiedades y esperanzas del presente y lee el presente a partir de las ansiedades y esperanzas de que habla la Biblia. Es lógico: hay un acto de fe envuelto en este procedimiento. Se presupone, con Pablo, que «toda la creación, a una sola voz, gime todavía en dolores de parto». Los dolores de parto mezclan las lágrimas con las sonrisas. Y apuntan hacia una nueva realidad que emerge. El Espíritu dejó grávida a la creación y ésta, con el vientre lleno de nueva vida, espera y aguarda ansiosamente la llegada de lo nuevo que ya se manifiesta en los propios gemidos que brotan de nuestro interior (Rom 8, 22-23). La teología de la liberación no puede contentarse con un trascendente para más allá del mundo, para más allá de la vida. ¿No es acaso el evangelio la buena nueva de la encarnación? ¿No es la vida de Cristo el testimonio de solidaridad de Dios con los hombres? No se trata de una reducción sociológica de la fe. Lo que se afirma sobre todo es que la trascendencia se revela de forma concreta tanto en los gemidos por la libertad como en la lucha contra todo aquello que oprime al hombre.
Han pasado ya muchos años. Nuestras esperanzas seculares no se realizaron. Vivimos en medio de los escombros de nuestras expectativas religiosas. Los gemidos por la libertad permanecen como gemidos. Ha sido abolida una forma de cautiverio, para ser inmediatamente sustituida por otra. Y ahora, al intentar darle un sentido a nuestras biografías, nos damos cuenta de que todo el tiempo estuvimos batiéndonos en retirada. Seguimos con la espalda contra la pared. No tenemos adónde ir. Fue abortado el éxodo con que soñábamos. Y en su lugar descubrimos que estábamos en una situación de destierro y de cautividad.
Me explico. Nacimos en un mundo iluminado por certezas trascendentales y valores absolutos. Nuestras esperanzas eran inconmovibles. Nuestro mundo era un cosmos cuyo significado residía en la visión de la Jerusalén celestial. Dios estaba en los cielo. Todo tenía que estar bien en la tierra.
Pero nuestros dioses murieron. O si no murieron, se quedaron mudos y silenciosos. Como nosotros, tuvieron que ir al destierro. Y en su lugar surgieron los héroes. La política se trasformó en religión. A través de ella, todo lo que en la religión aparecía apenas como gemido e inspiración podría verse realizado de forma concreta.
Pero también nuestros héroes murieron. No pudimos llevar a cabo lo que nos proponíamos. El cosmos se vio invadido por el caos. ¿Qué podíamos hacer? Batirnos en retirada una vez más. Sin dioses y sin héroes, todavía teníamos nuestros valores domésticos. Es increíble hasta dónde se fueron encogiendo nuestros horizontes. Al principio, con la religión, llegaban hasta los confines del tiempo y del espacio. Con la política, se fueron canalizando; sus límites no iban más allá de los límites de la historia. Pero ahora nuestro cosmos se reduce dentro del espacio estrecho de nuestra casa y del tiempo corto de nuestra vida. Sin dioses, sin héroes, tenemos todavía esposa y marido, hijos y amigos, una profesión, la música y la contemplación de la naturaleza. Me han dicho que después de la frustrada revolución estudiantil de Francia, en el año 1968, hubo un aumento sustancial de vocaciones relacionadas con la vida agraria. Esto es muy interesante. Por lo menos el cultivo de la tierra es una esfera en la que, podemos estar seguros, no recogeremos espinas si planteamos viñas. Si no podemos controlar la historia, podemos resignarnos a un mundo menor. Pero también esta retirada está condenada al fracaso. No podemos preservar los valores domésticos en un mundo tecnocrático. El campesino que experimentaba la anomía al cambiarse del campo a la ciudad podía siempre resolver su problema volviendo a su mundo original. Pero hoy el problema ya no es espacial. Ha ocurrido algo con nuestro espacio. Ha sido globalmente asumido por ese tiempo nuevo que ha creado la sociedad tecnológica y burocrática. No podemos superar la anomía volviendo al paraíso perdido, porque ese paraíso ya no existe. El caos ha invadido todos los sectores de nuestra civilización. Nuestra anomía es global, metafísica. Por eso, aquellos que un día vieron morir a sus dioses que abrazaron a los héroes para verlos morir también, que se encogieron dentro de los límites domésticos, descubrieron de pronto que, si no eran capaces de dar a la luz nuevo dioses, sólo les quedaba volverse locos. Hasta el mismo Nietzsche, que proclamó la muerte de Dios, sintió que resulta frío y oscuro un universo en el que Dios ha muerto.
La biografía y la historia se pertenecen mutuamente. Como observó muy bien Marx, «el hombre no es un ser abstracto, asomado fuera del mundo. El hombre es el mundo del hombre»
[5]. Aunque intentemos cercar nuestro espacio con señales de «propiedad privada», aunque cuando nos neguemos a mirar a un mundo que nos ataca, aunque tengamos la ilusión de estar viviendo nuestras vidas individuales, la verdad es que nuestros destinos personales están profundamente arraigados en los destinos de la civilización. Nuestra biografía es siempre, de una forma o de otra, un síntoma de las condiciones que prevalecen en nuestro mundo. Esta es la razón de que frecuentemente descubramos que, a pesar de vivir en lugares diferentes, en contextos políticos distintos, nuestras biografías son sorprendentemente algo así como versiones diferentes de un mismo texto. Todas ellas tienen la misma estructura. Muestran la misma trama, la misma secuencia de esperanzas y frustraciones.
Esta historia personal es la que me mueve a hacer teología. Perdí mis puntos de referencia. No encuentro señales concretas que me permitan tener esperanza. Lo que se nos ha dado, en nuestra situación histórica, no nos permite ningún tipo de optimismos. Pero sé muy bien que el hombre no puede sobrevivir sin esperanza. La esperanza es la que nos da aquello que Prescott Lecky llamó “autoconsistencia”.
[6] . La psicoterapia ha descubierto que objetivamente no hay esperanza para los pacientes que subjetivamente no tienen esperanza[7]. Por que la esperanza, la apuesta en la posibilidad de realización de nuestros valores, es la que nos da las energías emocionales para vivir a través de la frustración y de la impotencia. De este modo, me siento tenso entre la necesidad antropología de esperanza y la imposibilidad histórica de esperanza. No sé cómo conjugar mi historia con la historia, lo personal con lo estructural, lo existencial con lo material. No dispongo de ningún paradigma que me permita reconstruir mi cosmos.
Este es el problema que se encuentra en las raíces de mi teología. La teología es una actividad para aquellos que perdieron la unidad paradisíaca original, o para aquellos que todavía no la han encontrado. Es una búsqueda de puntos de referencia, de nuevos horizontes que nos permitan darle algún sentido a este caos que nos engulle. Es un intento de componer los fragmentos de un todo que ha sido destruido. En sus orígenes está el problema de la esperanza, esto es, la cuestión de la plausibilidad de los valores humanos que amamos, en un mundo que conspira contra ellos.
También la teología y la biografía se pertenecen mutuamente. «La religión, escribe Feuerbach, es la revelación solemne de los tesoros ocultos del hombre, la confesión de sus pensamientos más íntimos, la declaración pública de sus secretos de amor»
[8]. La religión es la proclamación de la prioridad axiológica del corazón sobre los hechos brutos de la realidad. Es la negativa, por parte del hombre, a verse digerido y asimilado al mundo que lo rodea, en nombre de una visión, de una pasión, de un amor. Cuando el corazón construye una utopía, ¿no está acaso colocando en palabras un mundo que sería divino? ¿no encontramos aquí la nostalgia por el reino? Cuando suspiro por el amor y la justicia, a pesar de que no veo ninguna posibilidad concreta de amor y de justicia en el mundo, ¿no estoy acaso diciendo en mi corazón, aun cuando sea un ateo declarado: «¡Qué bien estaría que hubiera un Dios para confirmar mis valores! ¡Aunque no pueda creer en ese Dios, cómo me gustaría que existiese!». Y cuando suspiro bajo la tristeza y la opresión, con sentimientos que son demasiado profundos para expresarse en palabras, ¿no estoy acoso orando, sin saberlo?
Es necesario reconocer los orígenes humanos de la religión. Si hubiera algo así como una religión que no naciese de la situación existencial del hombre, ¿cómo podría él entenderla? ¿cómo podría ella ser el objeto de su amor? Hemos de reconocer con Nietzsche que «el vientre del ser no invita a los seres humanos a ser hombres»
[9]. Si esto resulta demasiado humano a los oídos piadosos, sería conveniente volver a leer a Lutero. El hombre sólo puede tener una actitud religiosa para con aquello que comprende como valor, para con aquello que tiene que ver algo con su vida y su muerte. Entonces es totalmente erróneo decir que la religión es mera antropología. Estaríamos más cerca de la verdad si dijésemos que la antropología es religión para el hombre. «Si las plantas tuvieran ojos, gusto y capacidad de juicio, cada planta declararía que sus flores son las más bellas», dice Feuerbach. De forma idéntica, «el ser absoluto, el Dios del hombre, es su propia esencia»[10].
La teología es el intento del hombre por juntar de nuevo los pétalos de su flor, que se ve continua y cruelmente destruida por un mundo que no ama las flores. Es «el suspiro del alma oprimida» (Marx) que, incapaz de hacer revivir a la flor muerta, es capaz sin embargo de tener la esperanza de que sus semillas germinarán después del invierno. La teología es una expresión del proyecto inconsciente y sin fin que es el corazón del hombre: la creación de un mundo con un significado humano. Es «el ego humano que lleva a cabo la búsqueda de un mundo de amor»
[11], indica Norma O. Brown. En otras palabras, el yo no pertenece encerrado dentro de sí. Desea desbordarse, fecundar a la naturaleza con su semen, humanizarla, preñarla de futuro, transformar el universo físico en un ordo amoris (Max Scheler). Lo que está muerto, lo que es hecho bruto, lo que es incapaz de sentir, tiene que convertirse en una extensión del cuerpo humano, en un instrumento para sus dedos, en una expresión de su corazón:
En la medida en que el hombre se exterioriza, va construyendo el mundo en que exteriorizarse. En ese proceso de exteriorización proyecta sus propias significaciones sobre la realidad. Universos simbólicos, que proclaman que toda la realidad es humanamente significativa y que invocan a todo el cosmos para que atestigüe la validez de la existencia humana, son los que constituyen la extensión más amplia de esta proyección.
[12]
Este es el origen, la función y el significado de la teología.
Invoco las palabras de un anti-teólogo, Nietzsche, para expresar lo que se oculta detrás de la locura de la teología: «Deja que el futuro y lo más lejano sean, para ti, la causa de tu hoy»
[13]. La teología es un contemplar al hoy bajo la perspectiva del mañana, un vislumbrar los hechos bajo la perspectiva de su abolición y de su superación (Authebung), un disolver mágico de la objetividad en nombre de un orden utópico que se constituye en horizonte y destino.
«Pero si es éste el caso — podríais replicar, si la teología es antropología, si la teología es una proyección de los deseos humanos, no tiene ninguna validez objetiva. No es más que una ilusión, un opio, una gratificación sustitutiva que se inventa el hombre para protegerse contra los duros hechos de la realidad».
A fin de aclarar esta cuestión, abandonaremos por unos instantes la línea de pensamiento que estamos siguiendo, para comenzar desde otro punto.
Nuestras maneras de pensar están condicionadas por una serie de presuposiciones inconscientes
[14] que aceptamos como punto de partida del conocimiento. Se trata de los «acomodamientos tácitos»[15] a que se refería Wittgenstein, o de los «God-terms» que menciona Philip Rieff[16]. Estos acomodamientos tácitos funcionan como nuestros ojos: vemos a través de ellos, pero no los vemos. Construyen nuestra realidad, pero no nos damos cuenta de que ellos mismos fueron construidos. En conjunto , constituyen un inconsciente colectivo que está por detrás de nuestros procesos mentales. Son inconscientes, no los vemos, y está es la razón por lo que permanecen, la mayoría de las veces, inaccesibles a nuestra crítica. Esta es la razón de que puedan ejercer un extraño poder «fascinante» sobre nosotros: hacen posible la contemplación del mundo de una forma distinta de la que ellos programan.
Nuestras maneras de ver la realidad están condicionadas por una serie de «acomodamientos tácitos» que ha cristalizado la ciencia.
En primer lugar, presuponemos que conocer es reduplicar. Por detrás del ideal científico de objetividad encontramos la presuposición de que el conocimiento es nada más y nada menos que una simple copia o reflejo de lo que es dado. La sociología académica occidental, en este sentido, no difiere en nada de la llamada ciencia marxista. Recuerdo la observación de Engels de que «el socialismo moderno no s más que un reflejo, en el pensamiento, de aquello que ocurre de hecho»
[17]. Lo reconozcamos o no, somos empiricistas y presuponemos que el pensamiento debe ser una copia de lo dado. Y presuponemos, en consecuencia, que las proposiciones sólo tienen un sentido cuando pueden ser verificadas por medio de una comparación con aquello que es dado empíricamente.
El segundo dogma de nuestro inconsciente colectivo se deriva naturalmente del primero. Si el conocimiento es reduplicación, una persona es considerada como normal en la medida en que sus procesos mentales no están en contradicción con las reglas del copiar. Es interesante advertir que Freud considera como neuróticas a aquellas personas que se comportan a partir de una «excesiva valorización de sus deseos». En otras palabras, se define como anormal el comportamiento que toma a los valores como puntos de referencia. Como dijo Freud, de forma concisa, «sé con toda certeza por lo menos lo siguiente: que los juicios de valor del hombre siguen directamente sus deseos de felicidad y, por tanto, son unos intentos de apoyar sus ilusiones con argumentos»
[18]. La cosa está clara; al ideal científico de objetividad, en el nivel epistemológico, corresponde un padrón psico-social de normalidad en términos de ajustamiento.
Más aún, nuestra metafísica inconsciente afirma que los procesos históricos y sociales son independientes del hombre. La esencia de la ciencia marxista, observa Lukács, consiste en el «conocimiento de la independencia de las fuerzas realmente motoras de la historia respecto de la consciencia (psicológica) que tengan de ellas los hombres»
[19]. En palabras del propio Marx, «es totalmente irrelevante lo que este proletario e incluso el proletariado entero se imagina directamente. Lo que importa es lo que es y lo que se verá obligado a hacer por causa de esa realidad»[20]. ¿Cuáles son las causas del comportamiento humano? ¿Qué es lo que lo explica? ¿Las intenciones y las aspiraciones de los hombres? De ninguna manera. El contenido de la conciencia es un fenómeno secundario. Es un efecto, pero no una causa de los procesos sociales. Es la estructura social lo que explica la conciencia, y no al revés. En la sociología académica de occidente se acepta este mismo axioma. Las estructuras sociales son independientes y autónomas, y por tanto auto-explicativas. «Una vez firmemente organizada, observa Peter Blau, una organización tiende a asumir una identidad propia que la hace independiente de las personas que la fundaron o que son sus miembros»[21]. Aquello que dijo Althusser de la ciencia marxista puede también aplicarse en este caso. Para conocer al mundo humano el ciencista tiene que colocar al propio hombre entre paréntesis. El hombre concreto no contribuye de ninguna forma al conocimiento y a la comprensión de las instituciones a que pertenece. De esta forma, el «anti-humanismo teórico de Marx… es la condición de posibilidad absoluta (negativa) del conocimiento (positivo) del propio mundo humano y de su transformación práctica»[22].
Esta presuposición no es característica solamente de las ciencias sociales. El behaviotismo psicológico, especialmente bajo la influencia de B. F. Skinner, acepta también este presupuesto como punto de partida. El comportamiento humano tiene que comprenderse como simple respuesta a unos estímulos. La acción humana es, en realidad, una reacción. El complejo de estímulos desempeña, para el behaviorismo, las misma función que las estructuras sociales respecto a las ciencias sociales. En último análisis el hombre no es un factor. No hace historia. Su acción no brota de su libertad, sino más bien de los determinismos concretos que lo rodean.
El último axioma que deseo subrayar está implícito en el tercero. La imaginación no hace historia. La lucha de Freud contra lo neurótico es idéntica al ataque de Marx contra los socialistas utópicos. Tanto el neurótico como el utópico se resisten a aceptar el veredicto de la realidad. Se portan como si sus valores fuesen capaces de alterar el curso inevitable de la realidad objetiva. Piensan que la imaginación es capaz de crear nuevas condiciones. Pero desde que la imaginación representa una negativa a aceptar y reduplicar aquello que es dado, e implica una transfiguración mágica del mundo objetivo (Sartre)
[23] tiene que ser abandonada como falsa conciencia y como una forma de enfermedad.
En este último axioma el que más nos interesa; ¿acaso no es la religión una forma de imaginación? La religión es imaginación y, al revés, la imaginación tiene siempre una función religiosa para el hombre. Es evidente que la religión no desea describir aquello que es dado en la experiencia. Como observa Feuerbach, «la religión es un sueño de la mente humana. A través de ella vemos las cosas reales al esplendor mágico de la imaginación…, en vez de verlas bajo la simple luz diurna de la realidad y de la necesidad»
[24]. Si esto es así, de acuerdo con la lógica de la mentalidad científica, la religión, juntamente con la imaginación, tiene que ser clasificada como una forma de enfermedad o de falsa conciencia.
Por eso, cuando descartamos la religión como mera imaginación, estamos inconscientemente aceptado la metafísica oculta que controla la mentalidad científica. Estamos presuponiendo que el conocimiento es reduplicación y que la normalidad es ajustamiento. La conciencia tiene que ser algo parecido a una cámara fotográfica que saca retratos del mundo; pero, al considerarse que la religión no saca retratos, sino que transfigura el dato de acuerdo con la lógica del corazón, se ve descartada por estar destituida de significado.
Sin embargo, el mundo del hombre, como ser concreto, no es el mundo objetivo de la abstracción científica. Como observa Dewey, «las cosas, empíricamente, son emocionantes, trágicas, hermosas, cómicas, establecidas, perturbadoras, confortables, irritantes, áridas, duras, consoladoras, espléndidas, terribles»
[25]. La experiencia que el hombre tiene de su mundo es primordialmente emocional. El ciencista objetivo podría realmente replicar: «Sí, esto es así porque el hombre todavía no está entrenado para el conocimiento verdadero, puro y desinteresado». No. Las cosas son así porque el hombre, al relacionarse con su ambiente, se encuentra siempre frente al imperativo de la supervivencia. Y porque desea vivir, nunca percibe el ambiente como algo neutro. El ambiente promete vida y muerte, placer y dolor; por tanto, cualquier persona que se encuentre realmente en medio de la lucha por la supervivencia se ve obligada a percibir el mundo emocionalmente. Y es esta experiencia inmediata —emotiva y, en la mayoría de los casos, no verbalizada ni verbalizable— la que determina nuestra manera de ser en el mundo. Esta es la matriz emocional que estructura el mundo en que vivimos.
Estoy afirmando que la conciencia no es pura. La mente no es una entidad independiente de la materia, como afirma la filosofía cartesiana. No es la razón pura, libre y exenta de la interferencia de los componentes vitales y emocionales del sujeto, como proclama Kant. La conciencia es una función del cuerpo. Existe para ayudar al cuerpo a resolver el problema de su supervivencia. Y como la supervivencia es siempre el valor último del hombre —¡incluso cuando se suicida!—, la conciencia se estructura en torno a una matiz emocional. El cuerpo, como proclama Nietzsche, es nuestra gran razón. Y aquello que llamamos razón es en realidad una pequeña razón, un instrumento y un medio de nuestra gran razón.
Si el corazón de la conciencia es emoción y valor, la conciencia es esencialmente religiosa. La conciencia, como observábamos anteriormente, es un mecanismo de reduplicación de un orden dado empíricamente. Como señala Piaget, el conocimiento no es una copia, sino una organización de lo real
[26]. Y como lo real está destituido de significación humana, solamente pasa a ser un mundo humano después de que el hombre lo estructura de acuerdo con las exigencias de sus valores. En otras palabras, aquello que llamamos realidad es una construcción de la matriz religiosa de la conciencia. Como indicó Durkheim en su obra sobre las Formas elementales de la vida religiosa, la religión es el origen y el fundamento de las categorías de la razón[27].
La razón por la que tendemos a descartar la religión como mera imaginación es que, hechizamos por nuestro inconsciente colectivo, estamos programados para conocer solamente de acuerdo con la lógica de la relación sujeto-objeto o —en palabras de Martin Buber— en términos de la relación yo-ello
[28]. ¿Cuál es el sentido del criterio científico de verificación, sino el que cada señal tiene que apuntar hacia un objeto? Pero la vida se da anteriormente a este esquema, porque la vida es relación. Para la marcha de la vida, el organismo y su ambiente tienen que estar en un proceso perpetuo de relaciones dialécticas. Ultimado este proceso, la vida queda vencida por la muerte. El pensamiento religioso, en la medida en que tiene que ver algo con la vida y no con unas abstracciones muertas, tienen como punto de referencia propio las relaciones que anteceden a la dicotomía sujeto-objeto. La religión, por eso mismo, no utiliza primariamente las señales, sino los símbolos. La función del símbolo consiste en representar una relación viva. Las relaciones no son visiones. No son objetos. Son ante todo el miedo en que la vida se da.
Una de las grandes contribuciones del psicoanálisis ha sido el descubrimiento de que los sueños tienen una significación. El absurdo aparente de los sueños es una forma velada de revelar una verdad. El problema es que su significación está oculta. Si intentáramos descifrarlos de acuerdo con la lógica de la relación sujeto-objeto, la única cosa que obtendríamos sería un absurdo, ya que en los sueños las serpientes no son serpientes, los ríos no son ríos, las montañas no son montañas. Son símbolos. Revelan y esconden al mismo tiempo. Si pensásemos que en los sueños estamos palpando unas señales que indican ciertos objetos, e ignorásemos que allí nos encontramos en el terreno de los símbolos que expresan relaciones, su significación permanecería escondida para siempre a nuestro entendimiento.
Pero ¿qué es la religión, sino un sueño de grupos humanos enteros? La religión es, para la sociedad, lo que el sueño es para el individuo. Si esto es verdad, entonces cometemos un grave error al clasificarla como una forma de falsa conciencia. La religión revela la lógica del corazón, la dinámica del «principio del placer», en la medida en que lucha por transformar el caos no humano que la rodea en un «ordo amoris».
Pero podríais replicar: «Está usted haciendo una apología de la religión. Suponga que la aceptamos. Sin embargo, todavía no nos ha mostrado de forma conveniente por qué hemos de hacer teología. No nos ha mostrado por qué hemos de ir más allá de la fantástica variedad de experiencias religiosas que todavía están brotando naturalmente, a fin de enredarnos en cosas que acontecieron hace siglos, en los tiempos bíblicos».
Es verdad. Pero voy a intentar ahora esa demostración.
Ya sabemos que todos, en mayor o menor grado, somos neuróticos. No somos libres. Vivimos nuestras vidas cotidianas bajo el poder de innumerables «malos espíritus» que nos ha legado nuestro pasado. Nuestras historias personales, que nos han ido moldeando, están cargadas de frustraciones, de sentimientos agresivos, de tendencias sadomasoquistas, de sentimientos de culpa, de temores. No importa que luchemos contra todo eso con todas nuestras fuerzas. Nos vemos derrotados día tras día. Manteniéndonos dentro de los límites de nuestras biografías, podremos sin duda señalar una y mil veces nuestros dioses y nuestros malos espíritus. Podemos incluso tener experiencias emocionales diferentes. Pero los actores de nuestro «guión» siguen siendo los mismos. Para nuestra desesperación descubrimos que no cambia nada de forma sustancial.
El gran descubrimiento de Lutero, cuando pasó por sus conflictos personales, fue que no existe esperanza para el hombre si él intenta resolver sus contradicciones sin salir de sí mismo. Sabemos muy bien que nos vemos haciendo personas en la medida en que vamos descubriendo enfrente al otro. Somos lo que somos en virtud de los «otros relevantes» con los que tratamos. El yo se constituye en la medida en que responde al tú. Si estamos encerrados dentro de nosotros mismos y bajo el poder de «lo anónimo» (Heidegger, das Man)
[29] que nos rodea, la única salida será la de encontrar a «otros relevantes». Y eso es la teología, tal como yo la entiendo. Se trata de un esfuerzo por conquistar la biografía por medio de la historia. De un esfuerzo por ampliar a los «otros relevantes» con los que tratamos, a fin de ir más allá de los límites estrechos en que nos encerró nuestra biografía. Por lo que se refiere a mi experiencia personal, ya he percibido que casi no se da ninguna conversación seria entre mí y las personas con las que estoy relacionando especialmente. Nuestra conservación se mueve entre un discurso funcional-burocrático, a través de una gimnástica intelectual, y el otro límite de la vulgaridad, trivialidad y repetición. He mantenido una conversación seria —cuestiones de vida y de muerte— casi exclusivamente con personas que están ausentes, que ya no existen: Jeremías, Jesús, Lutero, Nietzsche, Kierkegaard, Berdjaeff, Buber, para no referirme a artistas como Bach, Scarlatti, Mozart y Vivaldi. Por eso creemos en primer lugar que la teología tiene que ver, ante todo, con los «otros relevantes» que incluimos en nuestro diálogo sobre la cuestión de vivir hoy.
Lo que está en juego no es un artículo que publicar o un libro que escribir; éstos son subproductos de la cuestión última de sobrevivir como ser humano en un mundo frío que ha desterrado nuestros valores. No se trata de un problema neutro que puede abordarse de forma objetiva y desapasionada. Lo que está en juego es mi destino; por eso la conversación exige una pasión infinita (Kierkegaard) por parte de quienes participan en ella. Hacer teología es tomar una decisión sobra las batallas que hay que entablar. Y al revés, siempre que estoy luchando con esta cuestión, aunque no emplee la jerga teológica ni los símbolos religiosos, estoy profundamente metido en la religión y en la teología.
Sin embargo, no es eso todo lo que hay de decir. Si queréis jugar al ajedrez, tenéis que conocer las reglas del juego. La conversación es un juego. Si no nos ponemos de acuerdo en sus «acordes silenciosos», será imposible toda comunicación. Podremos hablar, pero al final nos sentiremos exactamente iguales que al principio. Los límites y las estructuras de nuestra personalidad permanecerán intactos. Por eso, antes de empezar esa conversación que llamamos teología, hemos de tomar conciencia de quién es el que establece las reglas del juego. Podemos decidir que somos los señores del juego. En realidad, esto es lo que acontece en la mayor parte de los casos. Mi experiencia es absoluta. Lo que importa es lo que yo siento. Soy el ombligo del mundo. Mi yo se convierte en el criterio último para la comprensión del mundo entero. Y en la medida en que procedemos de este modo, afirmamos que la realidad tiene que someterse a los criterios de mi propia experiencia. El problema es que, a despecho de nuestra ingenuidad y optimismo acerca de nosotros mismos, a despecho de la gimnásticas mentales o corporales que hagamos, no hay forma alguna de salir del escondrijo de nuestras propias neurosis, si tomamos nuestro yo neurótico como criterio para nuestra comprensión de nosotros mismo. Lo que estoy intentando decir es algo que está en la línea de la sabiduría evangélica: «El que quiera salvar su vida, la perderá…». Lutero decía que el hombre es, en su naturaleza más íntima, un cor incurvatum in se ipsum: un corazón encorvado sobre sí mismo. Comenzamos a partir de nuestras propias experiencias, las absolutizamos, y pasamos por todos los rituales para tener una nueva visión de la realidad. Vemos un nuevo rostro. Y entonces anunciamos: «Lo veo, lo veo; he visto el rostro de Dios». Y no nos damos cuenta de que no vemos más que nuestros propios temores, frustraciones, fantasías, buenas intenciones e ingenuidades, esos demonios e ídolos que habitaban en nuestro mundo inconsciente. Y la experiencia de salvación no es más que nuestra propia condición de perdición. No estamos salvados. Estamos hechizados por nuestras propias ilusiones.
Y en ésta la razón de que, en mi búsqueda de horizontes, me identifique de forma emocional con la experiencia del cautiverio. «Junto a las aguas de Babilonia nos sentamos y lloramos, acordándonos de Sión» (Sal 137, 1). El cautiverio se caracteriza por la yuxtaposición dolorosa de los sueños de libertad con la conciencia de la impotencia. Solamente los soñadores y visionarios se sienten impotentes. El que no sueña, el que no tiene visiones, se sumerge en el mundo establecido. Se acomoda a él, se hace funcional. Y es feliz. Esta es la razón de que tenga tantas sospechas contra el psicoanálisis. Porque el psicoanálisis pretende resolver el problema de la neurosis, no ya por la transformación del polo objetivo de la experiencia, sino más bien por la alteración de la subjetividad, de forma que ésta se ajuste a la realidad instaurada, Y el ajustamiento implica siempre la aceptación pasiva de un mundo no redimido. Por el contrario, sentirse cautivo es negarse a aceptar el mundo tal como es. Es una negativa dolorosa y triste, porque no va acompañada del optimismo de aquellos que se sienten con fuerzas para llevar a cabo la transformación exigida por la conciencia. Los cautivos están condenados a la tristeza. Y la tristeza sólo deja de transformarse en desesperación o en ajustamiento cuando, en medio del destierro, puede vislumbrar una esperanza de liberación. Pero la esperanza de liberación no se construye sobre las propias fuerzas. Somos impotentes. En el cautiverio sólo se tiene esperanzas en la liberación cuando se espera lo imposible, lo inesperado. En otras palabras —en el antiguo lenguaje de la religión—, cuando se confía en el Dios que llama a la existencia las cosas que no existen y que hace que la estéril dé a luz.
¿Por qué escoger este horizonte y no otro?
No sé. En último análisis es una cuestión de amor y de esperanza. Pero esto vale para todas las dimensiones de la vida. Incluso en la ciencia, como observó Kuhn
[30], no se puede ir para adelante sin el riesgo de la fe y sin una visión de esperanza. Quizás hagamos una opción equivocada. Pero no hay otra alternativa. El no hacer una opción es también hacer una opción. Estamos condenados a los dioses y a los demonios. Estamos condenados a la religión. Es muy posible que nos avergoncemos de esto y que revistamos nuestros valores y nuestros sueños de amor con las respetables vestiduras de la ciencia. Pero estoy cierto de una cosa: no se puede vivir por certezas, sino por visiones, por riesgos y pasiones. «Todo los que tuvieron que gritar, observa Nietzsche, tuvieron también sus sueños proféticos y sus señales extrañas: la fe en la fe»[31],

Traducción del original portugués: Alfonso Ortiz


Notas
[1] Th. S Kuhn, The structure of scientific revolutions, Chicago. 1962.
[2] K. Popper, Theological of scientific discovery, New York 1968, 278: «We do not know: we can only guess. And our guesses are guided by the unscientific, the metaphysical… faith in laws…».
[3] L. Wittgenstein, The blue and brown books, New York 1958, 27.
[4] D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Barcelona 1696, 108, 126, 130.
[5] K. Mark – Fr. Engels, Sobre la religion, Salamanca 1975.
[6] P. Lecky, Self-consistency. A theory of personality, New York 1961.
[7] E. Stotland, The psychology of hope, San Francisco 1969.
[8] L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 62.
[9] W. Kaufmann, The portable Nietzsche, New York 1963, 144.
[10] L. Feuerbach, o. c., 55 y 57.
[11] N. O. Brown, Life against death, New York 1959, 46.
[12] P. Berger y Th. Luckmann, The social construction of reality, New York 1967, 104.
[13] W. Kaufmann, o. c., 174.
[14] A. Gouldener, The coming crisis of western sociology, New York 1970, 29.
[15] L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Madrid 1973, 69, art. 4.002.
[16] Ph. Rieff, Freud: the mind of the moralist, New York 1961, 35.
[17] F. Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico, en K. Harx – Fr. Engels, Obras escogida, Moscú s. f., 414 s.
[18] S. Freud, El malestar de la cultura, Madrid 1970.
[19] G. Lukács. Historia y conciencia de clase, México 1969, 50.
[20] Ibid., 49.
[21] A. Gouldner, o. c., 51.
[22] L. Althusser, La revolución teórica de Marx, México 1972. 190.
[23] J. P. Sartre, The psychology of imagination, New York 1968, 159.
[24] L. Feuerbach, o. c., 43-44.
[25] J. Dewey, Experiencie and nature, New York 1958, 96.
[26] J. Piaget, Biologie et connaissance, París 1967, 414: «Le vrai n´est pas copie, il est alors une organisation du réel».
[27] E. Durkheim, The elementary forms of the religious life, New York 1969, 466: «We have established the fact that the fundamental categories of thought, and consequently of science, are of religious origin».
[28] M. Buker , I and thou, Edinburgh 1955.
[29] M. Heidegger, Being and time, Nueva York 1962, 167-168.
[30] Cf. T. Kuhn, o. c.
[31] W. Kauffmann, o. c., 232.

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